Durante la Antigüedad tardía asistimos a la creación y crecimiento de una nueva institución, la Iglesia, y al nacimiento de una nueva figura, la del obispo. Lejos del cliché historiográfico que presentaba el cristianismo como el fin de la civilización romana clásica, las fuentes del período muestran su adaptación a los nuevos marcos ideológicos. La institución episcopal acabó siendo dominada por los ordines senatorial y ecuestre. Esa confluencia con el legado grecorromano alumbró las disputas cristológicas, en torno a la naturaleza de Cristo, donde se enfrentaron las dos sensibilidades existentes en un cristianismo que no había abandonado su fase «profética», que estaba transitando por el período «escriturario» y comenzaba el tiempo «exegético». El cristianismo de raíz popular, el de los monjes y algunos obispos, no veía con buenos ojos la intelectualización a la que estaba siendo sometido el Evangelio. Otros, sin embargo, creyeron necesario dotar de una estructura de pensamiento a la Iglesia, que se había convertido en el sustento ideológico de un Imperio cuyo poder autocrático necesitaba de una legitimación. La sucesión de concilios en el Oriente mediterráneo fue algo más que una cuestión religiosa. Dirimir si en Cristo predominaba la sustancia humana o divina era discutir sobre la naturaleza misma del poder.