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Konstantinos Teotokis L A H O N R A Y EL D I N ERO
Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas


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Konstantinos Teotokis
LA HONRA Y EL DINERO


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Konstantinos Teotokis
LA HONRA Y EL DINERO Introducción, traducción y notas de Panagiota Papadopoulou Francisco Javier Moral Arévalo
Granada 2016 CENTRO DE ESTUDIOS BIZANTINOS NEOGRIEGOS Y CHIPRIOTAS


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Biblioteca de Autores Clásicos Neogriegos Director Moschos Morfakidis Comité científico Penélope Stavrianopulu, Andrés Pociña Pérez, Matilde Casas Olea, Ernest Emili Marcos Hierro, Alicia Morales Ortiz
DATOS DE PUBLICACIÓN: Konstantinos Teotokis: La honra y el dinero Introducción, traducción y notas: Panagiota Papadopoulou y Francisco Javier Moral Arévalo pp. 118 1. Narrativa
© ©
2. Literatura Griega Moderna
CENTRO DE ESTUDIOS BIZANTINOS, NEOGRIEGOS Y CHIPRIOTAS C/Gran Vía, 9-2º. 18001 Granada. Telf. y Fax: +958 220 874.
De la traducción: Panagiota Papadopoulou, Francisco Javier Moral Arévalo
Primera edición: 2017 ISBN: 978-84-95905-85-7 Depósito legal: GR 874-2017 Maquetación: Jorge Lemus Pérez Ilustración de la portada: Amanecer en Corfú, Vasilios Jatzís (1870-1915)
Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de la presente obra sin la perceptiva autorización.


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ÍN D IC E Introducción .................................................................................................
9 Datos biográficos .............................................................................. 9 Obra ......................................................................................................
11 La honra y el dinero ..................................................................... 15 Bibliografía ................................................................................................
Ediciones de la obra .....................................................................
Estudios (selección) .....................................................................
Revistas – homenajes ..................................................................
Obras del autor ..............................................................................
Prosa ......................................................................................
Poesía ....................................................................................
Traducciones ......................................................................
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La honra y el dinero .............................................................................. 31
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INTRODUCCIÓN Datos biográficos Konstantinos Teotokis, considerado el prosista más importante del
periodo de entreguerras1, nació en Corfú en el año 1872 en el seno de una familia de la alta sociedad. Αdquirió una amplia educación, ya que estudió matemáticas y física en la Sorbona, y filología, sociología y filosofía en Múnich y en Graz, aunque no llegó a completar sus estudios. Asimismo adquirió un amplísimo conocimiento de idiomas, ya que dominaba el griego, inglés, francés, alemán, italiano, español, latín y sánscrito, entre otros. Empezó a escribir desde muy joven y su obra abarca tanto la poesía como la prosa, pasando por la crítica literaria, publicaciones en revistas y periódicos, además de traducciones2.
Μarco temporal de los momentos más destacados de su vida3: 1884: Funda junto con su hermano el periódico Elpís.
1887: Publica un estudio sobre el telégrafo electroquímico y envió a la Academia Francesa de Ciencias otro estudio sobre el aerostato dirigi1
Βουτουρής, Π., «Λογοτεχνικές αναζητήσεις», en Ιστορία της Ελλάδος του 20ού αιώνα.
2
Véase Δενδρινού, Ειρ., «Ο Κωνσταντίνος Θεοτόκης σα συγγραφέας, σαν άνθρωπος», en Κωνσταντίνος Θεοτόκης, Η τιμή και το χρήμα, págs. 117-118, Atenas 1993, Νεφέλη Kαραγιώργος, Π., Το Έργο των Επτανήσιων Μεταφραστών http://www.translatum.gr/journal/2/ionian-translators.htm (19-05-2016).
3
Μαρτζούκου, Μ., «Χρονολόγιο Κωνσταντίνου Θεοτόκη», Πόρφυρας 57-58, Κέρκυρα, 4-9/1991, págs. 185-206.
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ble, el cual fue elogiado.
1889: Se matricula en ciencias en la Sorbona.
1893: Se casa con la baronesa Εrnestina von Mallowitz, 17 años mayor que él, y se instalan en la ciudad corfiota de Karusades.
1895: Nace su hija.
1897: Comienza su amistad con Lorentzos Mavilis; con el que participa
en la revolución cretense.
1898: Se traslada junto con su familia a Graz para estudiar durante seis meses.
1900: Muere su hija a los cinco años de edad por meningitis.
1902: Va a Zakynthos para la celebración del centenario de Dionisios Solomós y publica un artículo sobre el poeta en el periódico Neue Presse de Viena.
1903: Conoce a su íntima amiga Irene Dendrinú.
1904: Publica su tesis “Sánscrito y katharévusa” en Noumas.
1905: Organiza el congreso sobre la Dimotikí en Corfú, al que fueron
invitados Kostís Palamás, Yannis Psijaris, Alexandos Palis, Ioannis Griparis.
1907: Se traslada a Múnich para continuar con sus estudios.
1909: Vuelve a Corfú.
1911: Se instituye la Agrupación Socialista de Corfú, de la que es miembro fundador.
1912: Es premiado con la medalla de la Cruz de Salvador por el Gobierno heleno, pero no la acepta.
1916: Participa en una misión especial del movimiento revolucionario de Tesalónica en Roma, designado por el Ministro de Exteriores.
1916: En Corfú es nombrado Delegado del Gobierno, pero dimite ese mismo año.
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1918: Tras la caída de la monarquía austrohúngara él y su esposa se arruinan económicamente. Su salud empezó a verse debilitada.
1923: Muere en Corfú.
Obra
Aunque era miembro de una familia de la alta sociedad, Teotokis se puso la aureola de rebelde de la familia (siendo alumno, a sus diecinueve años entabla una relación y se casa en Venecia con la baronesa de Mallowitz de 36 años sin el conocimiento de su padre), de apóstata social (desertor de la clase aristocrática, se posiciona del lado de los estratos populares…), pero también de héroe nacional (participa voluntariamente en la revolución de Creta y de Tesalia)4, hecho que se refleja claramente en su obra, algo que le otorga una variedad de estilos e influencias. El idealismo alemán y el pensamiento de Nietzsche, Dostoievski y Tolstoi, la literatura europea, el marxismo y el socialismo son los ejes en los que se basa en, un principio, su trayectoria literaria5. Sin embargo, no tardó en darle un giro a su estilo hacia la etnografía, para seguir con el realismo social y, a continuación, con el naturalismo, alejando cualquier manipulación innovadora de Europa y adoptando las prácticas culturales de su sociedad, la técnica y el 4 5
Κουβαράς, Γ., «K. Θεοτόκης: εποχή και βίος» Καθημερινή, 24-12-2002.
Véase Στεργιόπουλος, Κ., ...su acercamiento a Nietzsche, a los textos de India, a Flaubert, Balzac, Zola, Merimé, Dostoievski, Tolstoi y el resto de la literatura europea y al mismo tiempo el estudio del marxismo y el socialismo, fueron los principales factores que lo llevaron a formar su personalidad literaria en «Ο χαρακτήρας της πεζογραφίας του Θεοτόκη» en Περιδιαβάζοντας. Στο χώρο της παλιάς πεζογραφίας μας, vol. II, Atenas, Κέδρος, 1986, págs. 171-172 y también Vitti, M., quien en Ιστορία της Νεοελληνικής Λογοτεχνίας, Atenas, Οδυσσέας, 1992, p. 322, escribe que Teotokis, representandoel infierno social, sigue con precisión las largas pistas del humanismo alemán, y se vio enriquecido además con la novela rusa.
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lenguaje de esta6, dado que la lengua de su obra es la dimotikí enriquecida con idiotismos del Heptaneso. Cabe destacar el papel fundamental que en toda su obra juega la ideología socialista, centrada en el poder corrosivo del dinero y los consiguientes cambios que provoca en las personas. Sin embargo, el socialismo de Teotokis no tiene características comunes con la arrogancia ideológica y al impulso subversivo del arte proletario militante de su generación7, sino que es un socialista ideológico, humanitario y utópico, y no revolucionario. Es por esta razón que cada implicación directa con la política inmediatamente lo decepciona. En todo momento mantuvo su compromiso emocional con la gente pobre, así como su fe ideológica para una organización de la sociedad mejor y más justa.
Su obra poética, principalmente amorosa, es bastante breve y se limita a sonetos, mientras sus traducciones se extienden a varios ámbitos y a prácticamente todos los idiomas que sabía. Tradujo obras de los clásicos griegos Píndaro, Platón, Aristófanes; de los latinos Virgilio, Horacio, Lucrecio y Tibulo; de la literatura europea obras de Shakespeare, de Russel, Petrarca, Tasso, Goethe, Flaubert, Schiller, etc. Algunas de sus traducciones se publicaron como ediciones completas en varios periódicos, como Noumás, Eliniká Grámata, Diónisos y otras que aún siguen sin publicar. Es digno de mención que entre sus traducciones se encuentran obras escritas en sanscrito, como Sakúndala, Malavika, Agnimitra y Mahabhárata, que tradujo con Lorentzos Mavilis. Sobre su capacidad y su facultad como traductor, Irini Dendrinú8 dijo que “ningún traductor griego lo supera en 6
Véase Γ. Δάλλας, Κωνσταντίνος Θεοτόκης. Κριτική σπουδή μιας πεζο-γραφικής πορείας, Atenas, Σοκόλης, 2001 y «Γνώση και ανάγνωση της πεζογραφίας του Κ.
Θεοτόκη - η αποκατάσταση μιας επαφής», Διαβάζω 14, (1978).
7
Βουτουρής, Π., «Λογοτεχνικές...
Junto con KonstantinosTeotokis, miembro fundador, en la primera década del s. XX, del grupo intelectual de Corfú, llamado “Compañía de los nueve”, cuyo medio de expre8
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el método, la exactitud, la transmisión correcta del texto, en la forma perfecta del verso, la transmisión de la idea del autor. Es incomparable”9.
Igualmente destacable es la obra filológica de Teotokis, que comprende estudios lingüísticos y comentarios sobre sus traducciones, así como la investigación sobre las fuentes de Erotókritos y el momento de su composición. Sin embargo, será su trayectoria prosística la que lo sitúe entre los representantes más importantes del realismo social, considerándose su obra como pródromo de la novela social10. Según muchos estudiosos, su obra prosística podría dividirse en dos ciclos temáticos11: un primer ciclo donde domina la ficción fantástica y los mitos, características reflejadas en sus primeras obras, desde la Pasión (1899) hasta Apeles (1904), en las que queda patente la aproximación de Teotokis a las reflexiones filosóficas en esta fase de su vida; mientras que en el segundo se produce un innegable cambio de orientación hacia la prosa realista. En la revista Noumás, principalmente, en Téjni, Dionisos, etc. hasta el año 1912 publica uno tras otro sus relatos Κορφιάτικες ιστορίες (Historias de Corfú), ejemplos muy representativos de la prosa realista.
Los últimos años de su vida serán, sin duda, los más creativos. A partir del 1912 escribe las obras con las que consigue dejar su huella en la historia de la literatura neogriega: 1912, Η τιμή και το χρήμα (La honra y el dinero); 1919, Ο κατάδικος (El condenado); 1920, Η ζωή και ο θάνατος του sión era la revista “Antología de Corfú”.
9
Δεντρινού, Ειρ., «Ο Κωνσταντίνος Θεοτόκης σα συγγραφέας... p. 117.
10
Στεργιόπουλος, Κ., «Ο χαρακτήρας της πεζογραφίας του Θεοτόκη», en Περιδιαβάζοντας.
Στο χώρο της παλιάς πεζογραφίας μας, vol. II, Αtenas, Εd. Kέδρος, 1986, págs.171-172.
11
Como queda reflejado en una bibliografía bastante extensa. Véase Δάλλας, Γ., «Η πεζογραφία της εντοπιότητας». Κωνσταντίνος Θεοτόκης, Κορφιάτικες ιστορίες, Αtenas, Εd.
Γαβριηλίδης, 2005, págs. 224-225 y también Δημαράς, Κ. Θ. Ιστορία της Νεοελληνικής Λογοτεχνίας. Από τις πρώτες ρίζες ως την εποχή μας, Αtenas, Εd. Γνώση, 2000 (9ª ed.), págs. 556-557.
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Καραβέλα (La vida y la muerte de Karavelas); 1922, Οι σκλάβοι στα δεσμά τους (Los esclavos en sus cadenas) y Ο παπα-Ιορδάνης ο Πασίχαρος και η ενορία του (El muy dichoso cura Iordanis y su parroquia).
En Η τιμή και το χρήμα (La honra y el dinero) presenta de manera realista las condiciones de vida, poco antes de la Guerra de los Balcanes, de una sociedad donde la base es el lucro. En la novela Ο κατάδικος (El condenado) con rasgos propios del costumbrismo y de la psicografía, Teotokis hace una descripción de la vida provinciana y sus costumbres, a través de la historia de un personaje que se convierte en su víctima al aceptar, injustamente, el papel de culpable, en una lucha constante por encontrar su liberación interior. En la novela Η ζωή και ο θάνατος του Καραβέλα (La vida y la muerte de Karavelas), considerada por muchos estudiosos su mejor obra, presenta el lado más negativo de la vida del campo, donde la magnitud de la maldad y codicia de sus protagonistas puede llegar a dominar una sociedad cerrada. Fue publicada un año después de Ο κατάδικος (El condenado) y podría decirse que ambas novelas se sitúan en polos extremos, dado que en cada una de ellas la narración está basada en dos personajes y dos convencimientos diametralmente opuestos, en representación del mal y del bien. Οι σκλάβοι στα δεσμά τους (Los esclavos en sus cadenas), su última obra completa, despliega, en un momento en el que emerge el movimiento socialista, la cuestión del conflicto entre la creciente burguesía y la aristocracia en declive. Su obra Ο παπα-Ιορδάνης ο Πασίχαρος και η ενορία του (El muy dichoso cura Iordanis y su parroquia) no logró terminarla debido a su fallecimiento, en pleno auge de creatividad. Ha quedado documentado que trabajaba sin descanso, no por un compromiso ambicioso, sino como lucha espiritual frente al sufrimiento provocado por su enfermedad12.
12
Θεοτόκης Κ., Ο παπα-Ιορδάνης Πασίχαρος και η ενορία του (Φιλολογική επιμέλεια Γιάννης Δάλλας), Atenas, Εd. Συνέχεια, 1994.
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La honra y el dinero Fue escrita a lo largo de los años 1911-1912, cuando Teotokis se encontraba en plena actividad en el seno del Grupo Socialista13 y en un momento de mayor implicación en la lucha a favor del movimiento de la emancipación de la mujer. La novela, La honra y el dinero14, describe la situación social, política y económica de Corfú antes de la Guerra de los Balcanes (1912-1013) y pocos años después de la anexión de las Islas Jónicas a Grecia (1864).
Εn ella se hace patente cómo el autor abandona sus privilegios de cuna y se introduce de lleno en la nueva realidad social de Corfú, tras la anexión al Estado griego y en pleno periodo de reconstrucción del nuevo panorama político y social, más alejado ya de la influencia europea. La realidad de la vida provinciana, que en Teotokis se representa mediante imágenes poco idílicas, no es ni mucho menos un locus amoenus, más bien es la imagen de una sociedad cerrada y atrapada en sí misma, en la que predominan los favores políticos, la corrupción, el contrabando, el tráfico de intereses y los prejuicios morales. El papel de la mujer, su honra por una relación fuera del matrimonio, así como el intento fallido de la negociación para la dote constituyen el escenario en el que Teotokis desarrolla su obra, que tiene todas las características propias del naturalismo. Presenta la
vida diaria de la gente pobre y de una alta sociedad decadente, y analiza sus reacciones, que se rigen por los valores de la época. Estudia el com-
portamiento moral de las personas y muestra que ellas son prisioneras de factores externos e internos que ponen límites a su libertad, como son, 13
Fundado en el año 1911 por un grupo de intelectuales de Corfú y basado en las ideas del socialismo. 14
Θεοτόκης, Κ., Η τιμή και το χρήμα, Αθήνα, Εd. Νεφέλη, 1993 (edición en la que se ha basado la presente traducción).
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por un lado, la necesidad de conservar su honor y el papel predominante del dinero y, por otro, sus instintos y emociones que, independiente-
mente de la voluntad de los protagonistas, ejercen gran influencia en sus vidas y mutan sus sentimientos y comportamientos. Queda manifiesta
la lucha de dos poderes: el dinero y la ética del ser humano, elementos que conducen a los personajes a actuaciones ajenas a su propia voluntad.
La historia de la novela se desarrolla en Manduki, un barrio pobre de Corfú cerca del mar. Andreas Xis, un joven de la alta sociedad, arruinado, en un intento de conseguir saldar las deudas que le dejó su padre y salvar su casa, se dedica al comercio ilegal de azúcar, prohibido en aquel momento. Para evitar ser detenido, una mañana cuando es perseguido por la policía, pide ayuda de la señora Epistimi, una mujer pobre y única trabajadora de su familia, que trata de sacar adelante su casa y a sus hijos, y que está casada con Trínkulos, un holgazán alcohólico que no colabora en el mantenimiento del hogar. Ella no vacila en exigir parte de las ganancias por ocultar el producto ilegal, con el permiso de su hija mayor Irene, de la que se enamora Andreas durante la negociación. Entre ellos surge un amor tierno pero incompatible, debido a su diferente status social, que establecía en aquella época unos límites rígidos que no podían ser sobrepasados.
Sin embargo, cualquier desliz ponía en peligro el buen nombre y la reputación de la mujer y significaba la exclusión y el desprecio social. Andreas, ante el desenlace de los acontecimientos, pide a la señora Epistimi dote para casarse con su hija y poder así evitar perder su casa. La señora Epistimi es consciente de que la única opción para resolver el desliz de su hija es el matrimonio con Andreas, aunque no está dispuesta a darle una cantidad mayor de dinero del acordado. Las tensiones creadas por el
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tío de Andreas, las amenazas de que se casaría con otra más rica, la insistencia de Epistimi y el comportamiento contradictorio de Andreas hacia
Irene provoca una serie de cambios de conducta en los personajes que llevarán la trama de la novela por caminos llenos de pasión, tensiones y
enfrentamientos, dejando constancia de las contradicciones personales de cada uno de los personajes.
La honra y el dinero son los principios básicos de los protagonistas de la novela y el motor de sus acciones. La señora Epistimi, pobre y lu-
chadora, único soporte de su familia, ante la imposibilidad de su marido alcohólico de hacer frente a sus responsabilidades, asume todo el peso de su casa. Dedicada a su familia, su gran preocupación es la gestión del dinero y atender de la manera más ecuánime y equilibrada las necesi-
dades de cada uno de sus hijos, para lo que establece unos límites que no pueden ser rebasados bajo ningún concepto. Fuerte y autoritaria, se ve abocada a trabajar duramente, incluso de manera ilegal al ocultar la mercancía de los contrabandistas. Al saberse víctima de una sociedad
que establece unos límites rígidos y poco permisivos en la mezcla entre ricos y pobres15, es perfectamente consciente de la delicada situación en la que se encuentra, pues el más mínimo desliz moral pone la honra de su familia en el punto de mira.
Sin embargo, para ella la honra es un principio fundamental que afronta de manera contradictoria a lo largo de la novela. Honra, por un lado, es conseguir y asegurar los recursos económicos a su familia, pero tras lo sucedido con Andreas, honra significa, por otro lado, la recuperación del nombre y la reputación de su hija, algo que la empuja a alterar esos límites económicos que tenía establecidos. Todos sus hijos merecen 15
Θεοτόκης, Κ., Η τιμή… p. 28.
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el mismo cuidado, de ahí su insistencia en no satisfacer las exigencias de Andreas16. No obstante, esta obcecación y negación desempeñarán un papel catalizador en la vida de su hija mayor17.
Para Andreas, el aristócrata arruinado, honra es la recuperación de
su situación económica y del nombre de su familia. El único medio para conseguir su meta es el dinero, por lo que no identifica la honra en nin-
gún momento con Irene, lo cual explica sus constantes idas y venidas en sus promesas de boda, a la que accederá solo cuando Epistimi le dé el dinero que él tanto tiempo lleva exigiendo18. Su carácter vacilante y contradictorio es resultado de una sociedad inestable, pues al mismo tiempo lucha y trabaja para conseguir dinero y salvar la honra de su familia, mientras sacrifica la suya propia, regateando de manera cruel el
dinero para la dote de la mujer de la que está enamorado, amenazando incluso con casarse con otra mujer mejor posicionada económicamen-
te. Todo vale con tal de salvar la honra de su familia, aunque a veces sea consiguiendo el dinero de manera deshonrosa.
Los dos personajes, Epistimi y Andreas, que aparecen como víctimas no solo de una difícil situación económica, sino también de la clase social a la que cada uno pertenece, además de sus deseos personales, están obligados a combatir los mandatos de la sociedad y la falta de recursos. Ambos se ven obligados a tomar decisiones en contra incluso de su propia felicidad, con tal de salvaguardar su situación económica. Todos estos conflictos entre los deseos de los personajes y sus obligaciones se desarrollarían de manera completamente diferente si las condiciones económicas fueran mejores, situación que, de alguna manera, los exculpa. La distancia entre 16
Θεοτόκης, Κ., Η τιμή… p. 41.
17
op. cit. p. 102, 103.
18
op. cit. p. 100.
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los deseos de los personajes y sus acciones son consecuencia de su posición social, de las situaciones económicas adversas y de las obligaciones que de ella se derivan.
En los antípodas de Epistimi y Andreas, se encuentra Irene, quien a
pesar de su temprana edad se mantiene firme en su pensamiento, sin prestar especial atención al aspecto económico, con lo que muestra una personalidad más humana, movida solo y únicamente por sus propias necesidades y emociones. Es una joven trabajadora, desinteresada, deci-
dida y con una firme autoestima. En todo momento ella es consciente de sus sentimientos hacia Andreas, por lo que está sólidamente comprometida con su amado y siente que no hay nada que les impida vivir juntos.
Está dispuesta a trabajar y no comparte las preocupaciones de Andreas
sobre su posición social, pues con el trabajo se puede empezar una vida en común, sin recurrir a la ayuda de nadie. Ella se convierte por tanto en el único personaje que no acata las diferencias sociales y económicas y la única en la que no influyen ni el dinero ni los prejuicios sociales, como sí
ocurre constantemente con el resto de personajes. Acostumbrada desde muy pequeña a trabajar en su casa, tiene confianza absoluta en sí misma para subsistir y poder afrontar cualquier dificultad económica. La joven, que sacrifica su honor por la persona a la que ama y que no presta ningún interés al dinero de la dote, está atrapada en el conflicto dictado por el predominio de que gozan la honra y el dinero en la vida de Andreas y en la de su propia madre. Ve que su felicidad y sus sentimientos no preocupan a dos de las personas más importantes de su vida. Es el fiel reflejo del papel que desempeña cada uno en la obra: Irene movida por su amor puro, con absoluta indiferencia hacia los roles sociales, incluso hacia su propia honra; Andreas, ofuscado por la idea de salvar la honra de su familia y su casa a punto de ser embargada; y Epistimi debatiéndose entre la
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honra de su hija y su obligación como madre de procurar con equidad un sustento por igual a todos sus hijos. El conflicto de intereses está servido.
En el último capítulo de la novela, Teotokis expone la ardua situación de la mujer en una sociedad completamente hostil, donde debe de-
batirse en una difícil toma de decisiones, completamente impregnada de prejuicios sociales, siendo tratada incluso como un mero objeto de comercio. Irene, sin embargo, es el personaje que utiliza el autor para romper con esa sociedad encorsetada y la aprovisiona de un valor y una
dignidad ejemplarizantes, rompiendo así con los umbrales predefinidos por la sociedad para las mujeres de la época y situando su valor personal y su autoestima por encima del compromiso social, firmemente decidida a vivir con absoluta libertad la vida que ella ha elegido para sí y no la vida que la sociedad trata en todo momento de imponerle.
Es obvio que el desenlace de la obra es completamente trasgresor y
que fue considerado por algunos contemporáneos como un desliz máximo y como una señal de que Irene, y por ende la mujer de la sociedad que Teotokis refleja en su obra, no tenía ningún sentido de la honra, pues estaba dispuesta a vivir al margen de la sociedad, rompiendo con todas las costumbres de la época, como eran el negocio de la dote, el regateo y el acuerdo para el casamiento, donde el papel de la mujer era un mero objeto sin capacidad de opinión, subyugada a la voluntad de sus padres y de su futuro marido, y pendiente del acuerdo final al que llegaran ambas partes.
Angelos Terzakis escribió19:”¿Quién tiene la culpa? [...] Con las condiciones sociales de la época, no hay salvación, la gente se hace alevosa, los buenos sentimientos se eliminan, todo se convierte en objeto de tran19
Tερζάκης, A., «Κωνσταντίνος Θεοτόκης», Βασική Βιβλιοθήκη, vol. 31, Atenas, Ed.
Aετός, 1955, p. 16.
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sacción. Nuestra profunda compasión permanece como sedimento para todos los protagonistas sin excepción, ya que todos son víctimas y sobre
ninguno en especial recae la culpa. El díptico de los valores expresados en el título, “dinero“ y “honra“, expresa de manera clara y directa la idea fundamental de la obra de Teotokis”.
Teotokis utiliza la tercera persona para la narración de la historia, sin retrocesos complicados al pasado, con las partes narrativas limitadas y los diálogos vivos, teatrales y directos. Elemento importante que fortalece y contribuye a la naturalidad y la persuasión de la narración es el uso de dimotikí, el lenguaje corriente, directo, natural y animado, que a lo largo de la narración, sobre todo en los diálogos, se enriquece con los idiotismos de Corfú de manera consciente y persistentemente, continuando con la filosofía de toda la obra literaria del autor, y en contadas ocasiones utiliza la forma de hablar propia del continente, como por ejemplo en el diálogo de los policías, o bien la lengua italiana, cuando se hace referencia a los acontecimientos en el mercado. De esta manera consigue una narración fluida y capaz de trasladar al lector actual al momento en el que se desarrolla la historia y además ofrece una imagen representativa de Corfú de la época, a través de su narración viva y natural.
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ΒΙBLIOGRAFÍA Ediciones de la obra Θεοτόκης, Κ., Η τιμή και το χρήμα, Atenas, Ο Νουμάς no 484-497, 1912.
—————, Η τιμή και το χρήμα, Κέρκυρα, «Συντροφιά των Εννιά», Ed.
Χρωμοτυπολιθογραφείο Αφών Ασπιώτη, 1914.
—————, Η τιμή και το χρήμα, Atenas, Ed. Ελευθερουδάκης, 1921.
—————, Η τιμή και το χρήμα, Atenas, Ed. Τυπογραφείο «Κείμενα», 1969, 1978, 1984.
—————, Η τιμή και το χρήμα, Atenas, Ed. Γράμματα, 1991.
—————, Η τιμή και το χρήμα, Atenas, Εd. Νεφέλη, 1993.
Estudios (selección) Άγρας, Τ., «Φιλολογικές αναμνήσεις. Ένα σκίτσο για τον Κώστα Θεοτόκη», Φιλολογική Πρωτοχρονιά 1943, págs. 95-101 y también en el tomo Τέλλος Άγρας, Κριτικά. Μορφές και κείμενα της πεζογραφίας. Φιλολογική επιμέλεια Κώστας Στεργιόπουλος, vol. III, págs. 132-143, Atenas, Ed. Ερμής, 1984.
Αγγελοπουλος, Π., Φιλολογικά σηµειώµατα (στο έργο των Καρκαβίτσα, Θεοτόκη, Σολωµού κ.ά.), Tesalónica, Ed. Θανάσης Αλτιντζής, 2003.
Βεϊνόγλου, Α. Σ., «Θεοτόκης Κωνσταντίνος», Μεγάλη Ελληνική Εγκυκλοπαίδεια 12, Atenas, Ed. Πυρσός, 1930.
Γιαλουράκης, Μ., «Θεοτόκης Κωνσταντίνος», Μεγάλη Εγκυκλοπαίδεια της Νεοελληνικής Λογοτεχνίας 7, Atenas, Ed. Χάρη Πάτση.
Γκόλφης, Ρ., «Η τιμή και το χρήμα», Ο Νουμάς, 17/9/1916, págs. 255-256.
Δάλλας, Γ., «Γνώση και ανάγνωση της πεζογραφίας του Θεοτόκη. Η αποκατάσταση μιας επαφής», Διαβάζω 14, 10-11/1978, págs. 30-39.
—————, «Οι σκλάβοι στα δεσμά τους. Η χειρόγραφη παράδοση και η
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Konstantinos Teotokis
εκδοτική μορφή», Κωνσταντίνος Θεοτόκης. Οι σκλάβοι στα δεσμά τους· μυθιστόρημα, Atenas, Ed. Κείμενα, 1981, págs. 9-38.
—————, «Το πρόβλημα της εντοπιότητας στην πεζογραφία του Θεοτόκη», Κωνσταντίνος Θεοτόκης. Διηγήματα [Κορφιάτικες ιστορίες].
Introducción Γιάννης Δάλλας, Atenas, Ed. Κείμενα, 1982, págs. 7-21.
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Νέα Εστία 54, , no. 624, 7/1953.
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Obras del autor Prosa Vie de montagne, Paris, Perrin et Cie. Libraires-`Editeurs, 1895.
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Πίστομα, Τέχνη, 1/1899.
Juventus Mundi, Διόνυσος 2, vol. I, 1901.
Κέρκυρα, 1901. Atenas, Ed. Τυπογραφείο Κείμενα, 1981.
Το όνειρο του Σατνή, 1901. Atenas, Ed. Τυπογραφείο Κείμενα, 1981.
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Κασσώπη, Ο Νουμάς 93, 4/1904.
Κάιν, Ο Νουμάς 139, 3/1905.
Τίμιος κόσμος, Ο Νουμάς 148, 5/1905.
Η ζωή του χωριού, Ο Νουμάς 151, 6/1905.
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Απελλής, Ο Νουμάς 139, 3/1905. También: Atenas, Ed. Τυπογραφείο Κείμενα, 1983 y Atenas, Εd. Άγρα, 1991.
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1990; Atenas, Ed. Δωρικός, 1995; Atenas, Ed. Δαμιανός, (s/f) y Corfú, Ed. Ιδέες, (s/f).
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Οι σκλάβοι στα δεσμά τους, Atenas, Ed. Ελευθερουδάκης 1922; Atenas, Ed.
Κείμενα, 1981; Atenas, Ed. Σύγχρονη Εποχή, 1987; Atenas, Ed. Νέα σύνορα - Α.Α. Λιβάνη, 1991.
Ο παπά Ιορδάνης Πασίχαρος και η ενορία του, 1923 (incompleto) (Eπιμ.
Γιάννης Δάλλας) Atenas, Ed. δια χειρός-Συνέχεια, 1994.
Κορφιάτικες ιστορίες, Corfú, Ed. Εταιρεία προς ενίσχυσιν των Επτανησιακών Μελετών, 1935; Κορφιάτικες ιστορίες (Πίστομα, Ακόμα;, Κάιν, Η ζωή του χωριού, Υπόληψη, Τίμιος κόσμος, Η παντρειά της Σταλαχτής, Αγάπη παράνομη, Οι δυο αγάπες, Αμάρτησε;), con glosario, introd. Γιάννης Δάλλας, Atenas, Ed. Kείμενα, 1982; Atenas, (Επιμ. Γιάννης Δάλλας), Ed.
Γαβριηλίδης, 2005; Κορφιάτικες ιστορίες, con glosario, Ed. Ιδέες, (s/f).
Αγάπη παράνομη, Διήγημα ανέκδοτο, (Επιμ. Φίλιππος Βλάχος), Atenas, Εd.
Καστανιώτης, 1977.
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Τα Σονέτα, Introducción y edición por Ορ. Αλεξάκης, Atenas, Ωκεανίδα, 1999.
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Traducciones O
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Χρωμοτυπολιθογραφείο του Κωνστ. Γ. Ασπιώτη, 1908.
Τα γεωργικά του Βεργιλίου de Vergilius Publius Maro, Tübingen, Ed. Ερρίκος Λάουππ, 1909; Atenas, Ed. Δρόμων, 2013.
Ὁ Ὀθέλλος, ὁ Μαῦρος τῆς Βενετίας de William Shakespear, Atenas, Ed.
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Ἡ τρικυμία: Τραγῳδία de William Shakespear, en la revista Γράμματα, Alejandría, Ed. Καταστήματα Κασιμάτη και Ιωνά, 1916.
Ἑρμᾶννος καί Δωροθέα de Johann Wolfgang von Goethe, Βιβλιοθήκη Εκλεκτά έργα 8, Atenas, Ed. Βασιλείου, 1919.
Μάκβεθ de William Shakespear, Introd. por W. Rolfe, Atenas, Ed.
Ελευθερουδάκης, 1923.
Τα προβλήματα της φιλοσοφίας de Bertrand Russell, Atenas, Ed. Βασιλείου, 1923.
Ἡ κυρία Μποβαρύ de Gustave Flaubert, Βιβλιοθήκη Εκλεκτά έργα 88, Atenas, Ed. Βασιλείου, 1923-1924; 2a edición, 1982.
Νάλας και Νταμαγιάντη, Μαχαμπχαράτα, (en colaboración con Λορέντσος Μαβίλης), introd. de Hermann Camillo Kellner, Alejandría, Ed.
Τυπογραφικά Καταστήματα Θ. Κασιμάτη και Κ. Ιωνά, 1914; Atenas, Ed.
Ελευθερουδάκης, 1928; Atenas, Ed. Κείμενα 1983.
Περί Φύσεως (De rerum natura) de Lucretii, Atenas, Ed. Κείμενα, 1973.
Ὁ Ἃμλετ: Τραγωδία σέ πέντε πράξεις de William Shakespear, Atenas, Ed.
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A la señora Irene Dendrinu Con admiración e infinita amistad Amable Señora, Quisiera dedicarle la obra que desde hace tiempo le he prometido, una obra digna de SU nombre, de SU espíritu artístico y del infinito respeto que LE profeso. No me faltó la voluntad, sino la fuerza; y por ello LE pido que reciba con SU acostumbrada bondad este pequeño e insignificante relato que LE ofrezco. Fue escrito, Señora, antes de la Guerra de los Balcanes, que era el preámbulo del nefasto sufrimiento actual de Europa, y se publicó por primera vez en Numás, mientras se desarrollaba y se agriaba aquella revuelta.
Parece que fue su destino que mi pacífico relato apareciera en mitad de tales disturbios históricos, cuando ríos de sangre tiñen la madre tierra, como una cobarde protesta contra un tan inoportuno régimen que para existir necesita del asesinato absurdo y de la desgracia de tantas criaturas. ¡Qué despilfarro de vida se produjo en esos años! Pero deseamos que este triste derrame de sangre actual sea el último en escribirse en los libros del Devenir humano. Conozco, amable Señora, cómo conmueven SU tierno corazón todas estas desgracias, y por ello tengo la esperanza de que LE agrade en algo mi humilde relato, si no como una obra de arte al menos como algo conforme a SUS ideales filantrópicos, a SU profunda formación y a SU brillante inteligencia que todos cuantos LA conocen no pueden sino admirar.
Con respeto Suyo K.Th.
Corfú, 15 de septiembre de 1914


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I Como buena ama de casa, la señora Epistimi la Trincúlena salió de la cama bien temprano, se puso tan solo su enagua, se atusó el cabello, abrió la puerta y se asomó un momento a la callejuela empedrada. Los vecinos aún dormían, miró hacia arriba al pequeño trozo de cielo que amanecía sin cesar y donde todavía brillaban algunas estrellas, dirigió entonces su mirada al final de la estrecha calle hacia el mar, que se extendía enfrente ceniciento y tranquilo hasta las montañas del continente, hasta las montañas cenicientas y tranquilas de enfrente de la península, y entró de nuevo en casa para encender el fuego en su pequeña cocina. Era una mujer de mediana edad, sobre unos cuarenta y cinco años, flaca y alta, de arrugado rostro, con abundantes canas, pero sus ojos eran enérgicos y todavía jóvenes.
–Hoy va a hacer calor– pensó abriendo la pequeña ventana de la cocina. Y viendo que la luz aún no era suficiente, encendió con una cerilla el ennegrecido candil que pendía de un clavo en la pared rojiza y ahumada del hogar, después miró a su alrededor, buscando con la mirada el cazo del café, se agachó, cogió carbón y lo encendió hábilmente en un momento en el pequeño horno de hierro, soplando primero con la boca y después con el fuelle, mientras meditaba: “seis paquetes de sacos por cuatro francos cada paquete hacen… seis, y seis, doce, y doce, veinticuatro francos. Hasta pasado mañana sábado habrá otros tres, tres docenas en total, treinta y seis francos. Estos junto con los otros van a ir a la cómoda, y en cuanto llegue a los cien se los doy y los mete en el banco. ¡Pero que no los vea antes mi borracho, porque si no los
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coge y se los funde inmediatamente en la taberna! ¡Ay, como si se interesara él por nuestros hijos, por nuestras niñas! Aun así, los pobres siguen creciendo.
Mira tú, que mi Irene ya está hecha toda una mujer; si de él dependiera, ¡ay de ella! Tan solo lo que han hecho estos brazos, si no ni para cambiar de camisa tendríamos”. Y suspiró balanceando la cabeza.
Moviendo el fuelle sin cesar gritó hacia el dormitorio: –¿Eh, Irene, qué te pasa hoy? ¡Levántate ya, niña! Con la mente se enriquece la mozuela, con el sueño la perezosa. ¿Es que no me oyes? ¿O haces como que no oyes? ¡Despierta ya de una vez!
–Todavía no ha amanecido, madre –respondió desde dentro bostezando Irene, que quería echar otra dulce cabezadita.
–Es mediodía –le gritó despiadadamente su madre– ¡Levanta! Tienes que aprender a madrugar. Vas a ir a manos de un hombre y no quiero recibir maldición alguna de mis yernos.
De repente en la callejuela se oyeron unos pasos apresurados.
–¿Qué será eso? –dijo el ama de casa prestando atención. Y dejando el abanico volvió a salir a la puerta.
Desde la playa subían apresuradamente por la callejuela tres personas.
Uno de ellos iba cargado con un pesado saco que le hacía inclinarse; los otros dos lo ayudaban con las manos para que pudiera correr. Inmediatamente el ama de casa entendió lo que pasaba.
–Son contrabandistas –pensó– en algún lío se habrán metido por el camino.
Cómo jadean los pobres por el miedo y el esfuerzo.
Mientras tanto, los hombres se habían acercado a la casa de la señora Epistimi y delante de la puerta, justo en el umbral, se libraron inmediatamente del saco.
–Sálvanos –le dijo uno de manera acelerada–, escóndelo.
Sabía quién era. –De verdad que no puedo, Andreas –le dijo dulcemente–, la autoridad sospecha de nosotros.
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Pero justo en ese momento a su lado apareció la hija, medio vestida y despeinada, todavía por el sueño, y mostró su cabeza rubia con los mofletes sonrosados sobre el hombro de su madre, y le dijo con pena: –¿Se lo vas a negar a Andreas?
Y Andreas por su parte respondió: –Vamos, no hay tiempo que perder, nos persiguen. Haz lo que quieras, delátanos, si es lo que te dicta el corazón–. Y, de inmediato, salió huyendo con sus compañeros cuesta arriba.
–¡Mira qué lío por la mañana tan temprano, maldita la hora en que me levanté! –dijo la señora Epistimi cruzándose de brazos y mirando de manera lastimera el saco– sin comerlo ni beberlo mira tú qué lío. Y tú, niña, a ver si madrugas más.
–Venga, mamá –le dijo sonriendo Irene– cógelo y lo metemos dentro.
Y sin decir palabra, lo cogieron las dos con fuerza y con cautela lo arrastraron dentro de la casa. Irene cerró la puerta, levantó del suelo dos o tres tablas que se podían quitar, en un momento el saco cayó dentro del sótano y el suelo volvió a su sitio, como si no hubiera pasado nada. Pero ahora el padre gritaba desde la cama: –¿Qué estáis haciendo, chifladas? Os van a meter en la cárcel y a mí con vosotras, vas a arruinar a nuestros hijos.
–Mira quién fue a hablar –le respondió la señora Epistimi haciendo como que se enfadaba–. Ya que nos has arruinado y todo lo que tenías lo has despilfarrado en el juego, en la bebida y Dios sabe en qué más, ahora te compadeces de nuestros hijos, ¡borracho! ¿Y cómo vamos a conseguir el dichoso pan?
–Pero si no nos falta, mujer –le respondió sentándose en la cama y mirando hacia la puerta de la habitación donde estaba enfadada la señora, predispuesta a seguir discutiendo.
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–Ya ves... lo traes tú cada día –le replicó apoyando el puño en la cintura– ¿Dónde estabas anoche y antenoche y dónde vas a ir esta noche? ¿a la taberna, verdad? ¡Y todavía tienes la cara de hablar!
–Lo que hay es lo que hay –le respondió tímidamente, intentado concluir–.
Tú misma vas a tener la culpa. Pero ya está bien de conversaciones, anda y prepárame el café para ir al trabajo.
–Lo único que te importa es tu barriga –le respondió con voz más suave– ¿Por qué tienes que ser así, desdichado? Y volvió a la cocina donde las brasas se estaban ya apagando y el agua aún no se había calentado.
Sin embargo, otro ruido de pasos la hizo salir de nuevo a la puerta.
–Son los gendarmes –pensó sin ningún miedo–. Vayamos a hablar con ellos.
–Señora –le gritó uno de ellos–, ¿por casualidad han pasado por aquí?
–¿Quiénes? –les respondió sonriendo.
–¿No has oído nada? Nos han golpeado, malditos sean, al jefe y se nos han escapado. ¿No los has visto pasar?
–¿Yo? –respondió persignándose–.Me acabo de levantar; veis que aún estoy medio vestida… pero creo que escuché una carrera por el otro callejón. Id y echad un vistazo. Creo que van camino de la cora1. Si os dais prisa, los cogéis.
Los gendarmes se miraron como preguntándose el uno al otro: –Anda y ponte ahora a buscarlos –dijo uno–, se nos han escapado. Por esta vez va a quedar así.
– Antiguamente algún regalito recibíamos, ahora solo palos.
Y saludaron al ama de casa dirigiéndose despreocupados hacia la playa, jugando con el komboloi2.
Se llama así la capital de las islas. Popular juguete griego, con abalorios en una cuerda o cadena fina, como un rosario, pero sin función religiosa. Se utiliza como pasatiempo. 1 2
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II Habían pasado algunos días. La situación parecía haberse calmado por completo. La señora Epistimi iba cada amanecer a la fábrica a coser sacos, y cada noche volvía a casa, trayendo algunos manojos de juncos para que los trenzara su hija, quien tenía además que hacerse cargo de la casa y mandar a sus hermanos pequeños a la escuela. Su marido en mayor o menor medida se emborrachaba cada noche.
Era de noche y ella volvía a su casa. Miró a su alrededor la pequeña habitación que hacía las veces de entrada, de comedor y de salón, se alegró de encontrar cada cosa puesta en su sitio, y una vez se quitó el pañuelo de la cabeza y lo puso sobre una silla, se dirigió a la cocina. Allí Irene estaba preparando la cena.
–¿Dónde están los niños? –le preguntó.
–Estarán jugando en la calle.
–¿A cuánto has comprado el caramel?
–A veinte centavos; lo trajo nuestro Pablo, al salir del trabajo.
El ama de casa se enjabonaba las manos, con la intención de ayudar a su hija, pero justo en ese momento alguien la llamó desde fuera.
–Voy enseguida –respondió mientras se secaba, y fue a abrir. Y cuando vio quién era dijo con buenos modales–: ¿Eres tú, Andreas? Buenas tardes, pasa.
Andreas la oyó. Era un hombre de treinta años, grande, de pecho ancho, con bigote largo y retorcido y rojo de cara. Llevaba un sombrero grande y ligero en la cabeza, iba ceñido con un ancho cinturón rojo, y llevaba una
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chaqueta de tela echada sobre el hombro. Llevaba desabrochados el chaleco y su camisa limpia, con el pecho al descubierto; las mangas las llevaba remangadas.
–Buenas tardes, señora Epistimi –le dijo pasando dentro.
–Siéntate –le respondió mostrándole una silla delante de la mesa y cerrando la puerta.
Entonces la casa se quedó a oscuras y Epistimi encendió inme-diatamente una lámpara.
–¿Qué ha pasado con el azúcar? –le preguntó en voz baja.
–Está guardada –le dijo sentándose frente a él.
–Las cosas se han calmado; esta noche vendremos a por ella, a menos que te la quedes tú.
–¡No, no, hijo! Solo uno o dos libras por haberos salvado. La autoridad no se anda con tonterías. O bueno… no sé, si me viene bien… O mejor si no, la saco a la puerta y os la lleváis. ¿A cuánto la vendéis?
–¿Medio franco?
–¡Qué va! ¡Lleváosla! A medio franco está en cualquier tienda del campo, y continuamente pasan los carros cargados por mi puerta. A tres centavos ya está bien pagada.
–¡Eso ni para los gastos de la barca! Que sean cuarenta y cinco por ser tú.
–¿No tengo derecho yo también a ganarme unos céntimos? La voy a llevar a la cora y la voy a vender poco a poco en las mansiones, donde yo sé; me pondré en peligro, me fatigaré, puede incluso que me pase algo. ¡Ay, pero qué necesidad tengo yo de problemas, cuando puedo estar aquí tranquila. Que no, que la compro.
–Que sean cuarenta: al menos pagamos los gastos.
–¿Cuánto es?
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–Cincuenta y cinco okades3, es decir, ciento cincuenta y cinco libras: en total sesenta y dos francos.
–Así lo calculaba yo –y diciendo esto se levantó, abrió en el otro extremo de la habitación un cajón de su cómoda y le llevó el dinero.
–Y algo más –le dijo cogiendo los billetes. Y tras un momento añadió pensativo– Te voy a hablar de otro asunto.
–Mamá –le dijo Irene saliendo de la cocina– ve a por aceite.
–Espera a que se vaya el señor, hay tiempo de sobra.
–Irene no respondió, pero permaneció de pie en la puerta para escuchar lo que decían. Andreas entonces apoyó serio sus codos sobre la mesa y en voz baja comenzó de nuevo: –Los asuntos, señora Epistimi, me han ido mal. Mi padre, el pobre, me ha dejado deudas impagables y nos hemos entrampado aún mas ahora que hemos casado a nuestra hermana; nuestra casa está hipotecada y mis hermanos ni siquiera me escriben desde el extranjero: como parece, no quieren saber nada.
Y yo tengo que trabajar solo para ganar algo. Quiero ir a la Península para traer algunas cabezas de bueyes de contrabando, solo que me falta un poco de dinero. Yo sé que tú tienes ¡gracias a Dios! Me prestas cien táleros para unos días, siempre con tus intereses, claro.
–¡Qué va, hijo! ¡Si yo, pobre de mí, no tengo nada! ¿De dónde los voy a sacar? Vamos, nada, ni la mitad. Con lo que te he dado me he quedado sin blanca; y si no vendo el azúcar, no visto a mis niños. Ya conoces a mi marido, es un malgastador.
–Déjese de historias, señora Epistimi, son excusas.
–Y dale… Has visto cómo os persigue el jefe de la policía. Irene, enciende el otro candil, que parece esto el Hades de tanta oscuridad. ¿Y si os pilla con 3
Unidad de peso de productos sólidos y líquidos que estaba en vigor en Grecia
hasta el día 31 de marzo de 1959, cuando fue sustituida por el kilo.
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los bueyes? Adiós a los táleros. ¿De dónde los vais a sacar sin que os vea? Ya sabes que este no deja títere con cabeza. No tengo, hijo, no tengo.
–Escuche una cosa, señora Epistimi –le respondió con voz aun más baja para que no oyera nadie y moviendo de manera rítmica su mano izquierda y la cabeza–. Yo mis trabajos los quiero bien hechos. Después de lo que nos ocurrió me fui a lo de Azaya y le dije: “Llevaos de aquí a este jefe de la policía; no ayuda al partido”. Me dijo que le iba a escribir a su marido en Atenas. “Hasta que llegue la carta allí”, dije, “tardará y perderemos tiempo”. Le dije: “Manda un telegrama”. Y así fuimos juntos a correos y ella le envió un telegrama a su marido el ministro, y así al jefe de policía le llegó inmediatamente el traslado.
Ahora se ha ido de Mauki y por unos días no habrá ni un alma por aquí. El trabajo es bueno, te lo aseguro.
Irene trajo el candil, lo colocó sobre la mesa y se quedó para escuchar. La señora Epistimi se quedó, sin embargo, pensativa.
–No te asustes –le repitió.
– Qué bien que os ha salido todo –le dijo finalmente–, pero… –Anda, madre, dáselos, que no los vas a perder –dijo Irene dulcemente–. Tú que trabajas con cualquiera, ¿de Andreas vas a temer?
–Tú dedícate a freír y no te entrometas en todo, como el perejil.
Andreas levantó entonces la cabeza y abrió sus ojos de par en par. Era la primera vez que veía a Irene, hecha toda una mujer. Hasta entonces no se había fijado en ella, pues siempre la había visto como una niña pequeña. Ella le sonrió, y sin quererlo una voz en su interior le dijo: “No, estaría mal”, y sonrió él también. Primero bajó la vista y después la volvió a levantar, y vio que aún sonreía con frescura, con su mirada limpia y honrada, semejante al retoño de un lirio que aguarda tan solo el rayo del sol para abrirse completamente blanco y oloroso. Y, sin embargo, respondiendo a su involuntaria idea se preguntó pensativo: “¿Qué, qué es lo que no estaría mal?”.
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En aquel momento la señora Epistimi le decía: –Pero con contrato ante notario, si no nada.
–Por supuesto –respondió–, ¿si no qué, de mentira? –y dejándose llevar por su pensamiento, mientras le parecía que Irene lo alentaba, decía para sus adentros: «¿No basta con que la casa haya decaído tanto? El padre disponía de personas que trabajaban en el barco mientras él dormía plácidamente en su cama, y ganaba cuanto quería; y ahora, por el contrario, trabajamos nosotros mismos perseguidos y no sacamos sino un mísero pan. ¿Qué vas a hacer con ella? ¿Qué vas a hacer con ella? ¿Quieres caer aún más bajo y tener por consuegros a personas tan vulgares?». Mientras tanto, la juventud de Irene se encontraba cerca de él y parecía brillar, pues podía verla incluso sin mirarla, mientras imaginaba sin querer cómo respiraba la joven, cómo se inflaba y se desinflaba su pecho virgen, y cómo su corazón latía bajo su seno marmóreo; y de nuevo sin querer levantó la mirada y entonces le pareció aún más hermosa, y entendió que su mirada transparente lo hechizaba.
–Entonces, los diez los hacemos doce –continuó la señora Epistimi.
–Ya lo hemos dicho –le respondió sonriendo.
Ahora incluso Irene sonreía satisfecha, como si quisiera dejarse caer en su anchuroso abrazo para compartir con él la alegría que le causaba. Y esa idea le bordaba la curiosidad y le encendía la mirada como si ella también estuviera hechizada con su presencia.
Y en ese preciso instante le decía de nuevo su pensamiento: “¿Quién sabe?”, “¿pero cómo?” –se respondía a sí mismo– “¿y de qué manera?” ¡Ay, si tuviera al menos algo de dinero para solucionar sus trabajos y salir limpio de deudas! ¿Pero qué daría la buena señora Epistimi? Por supuesto lo menos posible para que le quedara algo para su vejez; tenía más hijos y debía distribuir por separado la dote de cada una de sus hijas; daría poco. El matrimonio era para Andreas su última esperanza. Sin embargo, de nuevo
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su corazón le decía que en ningún otro sitio encontraría un retoño semejante que esperara tan solo el rayo del amor para abrirse completamente blanco y oloroso. Mientras tanto, la señora Epistimi continuaba regateando: –¿Significa eso que yo te doy ochenta y tú me traes cien de vuelta?
–Sí –le respondió–, ya lo hemos dicho –y se levantó para irse.
Desde aquel día, sin embargo, Andreas miraba de manera diferente a su hija, y cada vez que se cruzaba con ella la saludaba alegre.
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III Cada noche muchos trabajadores que salían de sus trabajos se dirigían al arrabal: albañiles con sus antiguas gorras desgastadas, con sus ropas y sus zapatos manchados de cal; carpinteros con sus vestimentas de diario; trabajadores de varias fábricas pensativos, flacos, medio locos por el ruido de las máquinas; estibadores descalzos, barqueros, campesinos y personas de otros menesteres. En aquellas horas la calle estaba llena de vida, pues además iban y venían muchos carros y carretas del campo y de la cora. Unos se dirigían a sus casas, otros a la taberna para cenar y juerguear con sus compañeros.
La taberna más conocida del arrabal, por su buen vino, era la taberna de Tragudis, un local en la calle principal con los mármoles de la puerta y las ventanas pintados de azul, que a estas horas tenía ya las luces encendidas y estaba lleno de gente. Al lado, junto a las enlucidas paredes, había mesas grandes de madera y a cada lado de las mesas largos y estrechos bancos de madera, donde se sentaban las personas medio apretujadas. A la derecha, un grupo de hombres jóvenes y de mediana edad bebía vino y cantaba; en otra mesa algunos campesinos cenaban tranquilamente con moderación y charlaban despacio y acobardados como si tuvieran miedo de los habitantes de la cora. Un intenso olor a vino, a cocina, a ajo crudo, a cigarro y a sudor humano cargaba la atmósfera y una bruma nublaba la luz que desprendían algunas lámparas colgadas de las paredes.
–Tráenos vino, dos jarras –gritó con voz grave uno de los del grupo que cantaba, que en ese momento acababa de terminar una canción, arrastrando la
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última nota durante mucho rato con diferentes tonos.
–Mira tú, este año –dijo otro– el vino está tan caro que ya en toda la isla nadie se emborracha.
En ese momento entró en la taberna Andreas con dos amigos y dieron las buenas tardes. Los dos iban vestidos como él con un ligero sombrero negro y rojo cinturón, con la chaqueta echada sobre los hombros. Uno era más joven que Andreas, el otro bastante más mayor, algo más bajo que él, fuerte y sonrojado, y se le parecía en los rasgos y en el color. Se sentaron los tres en un banco que todavía estaba vacío y le pidieron vino al tabernero. Aquella tarde Andreas estaba contento. Echó hacia atrás su sombrero ancho, se remangó las mangas de su camisa, como si fuera a trabajar, y con su voz grave, viendo que todos lo miraban, dijo: –¡Vamos a ver, ahora que se acercan las elecciones a ver si votáis al ministro, hombre! Que él es el que da pan a los pobres: ya sabéis, calles, fábricas, teatros, en fin, lo que digáis lo hace en Corfú. Y a vosotros, catetos de pueblo, os va a solucionar de una vez por todas lo que debéis a los señores.
¿Es que acaso no ha empezado ya? Y ahora, hombre, atrévete a no votarlo. ¡Y no solamente el voto, hasta vuestras mujeres dadle! En la taberna todos rieron.
Evidentemente gustaron las palabras de Andreas. Y uno de los pueblerinos, un viejecillo delgado sin afeitar, de los pocos que todavía vestían calzones, respondió: –Yo he conocido gobiernos y gobiernos, incluso Inglaterra. Olvídate de aquel tiempo: los señores hacían lo que querían. Eh, Kotsantás, que Dios lo tenga en gloria, algo hizo. ¿Quién lo puede negar? ¡Pero este de ahora, no le deseo ningún mal, pero para los pobres él… Sin embargo, uno de los amigos de Andreas, el más joven, le dio con el codo y le dijo en voz baja: –¡Tu suegro!
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–¿Quién? –preguntó Andreas riendo y mirando hacia la puerta, por donde entraba en ese momento un viejo, delgado, pequeño, mal vestido, con poca barba en la cara y de ojos atolondrados y medio apagados.
–Mira, el Trínkulos –le respondió el otro–, el marido de la señora Epistimi.
–Ya está bien de bromas, Andreas, por favor –le volvió a decir adoptando un tono serio.
Llamó entonces al recién llegado: –Ven, ven, tío Tanasis, ven que te invitamos.
El tercer amigo pareció ponerse triste y Andreas lo miró sonriente.
–Buenas tardes a todos –dijo el viejo acercándose–. Desde luego, la señora Epistimi me va a estar gritando toda la noche si me retraso. Tiene suficiente corazón como para no pegar ojo. Incluso hasta los niños, que ya están crecidos, se ponen siempre de su parte.
Mientras tanto, Andreas le había llenado el vaso y con la mano lo invitaba a beber.
–¿Incluso Irene? –preguntó Andreas.
El más viejo de los amigos le echó una mirada y movió la cabeza con preocupación.
–Salud a todos –dijo Trínkulos cogiendo el vaso; y habiéndolo vaciado, contestó: –Ay, mi Irene no dice ni una palabra. ¡Pero la señora Epistimi siempre con Irene en la boca, pues, según dice, ella es ahora la fiera más grande!
Está en el momento de casarse y necesita gastos, dote y sufrimientos. Y yo, dice, no llevo nada a casa. Pero es injusta conmigo, pues lo poco que gano lo guarda ella con el resto en la cómoda. Y la cómoda no tiene más que una sola llave y la guarda ella. Y es que, hombre, aun así está todo el día gruñendo y quejándose, que no tiene, que es pobre, y eso que yo sé que le entra dinero… bastante–y se rió.
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–¿Mucho, en serio? –preguntó Andreas con curiosidad.
–¡Pero, hijo mío, no lo he visto, no sé ni de qué color es! Tú lo sabrás mejor que yo. El otro día cuando te prestó los táleros yo hice el contrato, pues así lo dicta la ley, según ella; pero vamos, ni los toqué ni los vi. Se lo devolviste, lo sé, pero… Por cierto, ¿qué tal fue el trabajo, Andreas?
–¿Con los nuestros en el Gobierno, preguntas? Como Dios manda.
También nosotros sacamos nuestras ganancias. Bien, muy bien. Echa un trago más, tío Tanasis.
–¡Venga, bebamos por vosotros… y me voy! –y como si hubiera recordado algo que había olvidado, dijo a continuación bajando la voz: “¡pero es un ama de casa tan valiosa! Una bendición para la casa; gracias a Dios, no nos falta de nada. Con el beneficio que le diste completó la dote de Irene y se la tiene ya preparada, hasta la aguja. ¿Qué más te puede hacer la mujer? Le tiene preparado hasta el dinero que le va a dar.
–¿Como cuánto? –preguntó de nuevo con curiosidad Andreas.
–¡Pero hombre, eres un pesado, Andreas! –le dijo el más viejo de sus amigos–. ¿Así se pregunta por la hija de otro? Hombre, ¿y a ti qué te importa, me gustaría saber?
–Déjalo que pregunte, Spiros –dijo el viejo–. Las muchachas están para casarse; y es bueno, creo yo, que se sepa que una tiene algo, ya que no todas tienen dinero. Tan solo unas cuantas. Pero mira tú, que la señora Epistimi no me dice cuánto le va a dar. Pues nada, ahí os quedáis… dice que quien se lleve a nuestra hija debe elegir a la persona y no preferir el dinero. Buenas noches, señores… Pero calculo que le dará unos trescientos... Buenas noches.
Habiendo dicho las últimas palabras, el viejo se levantó finalmente y, como asustado por todos los errores que acababa de cometer, quería marcharse. En su cansada anciana figura estaba dibujado el descontento, pues debía
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marcharse tan pronto de la taberna, a la que amaba más que a su propia casa.
–Poco –dijo Andreas, una vez que el viejo se había marchado.
–Hombre, ¿qué le va a dar? ¿sus ojos? –Dijo Spiros como molesto.
Toda la taberna le dio las buenas noches. En ese momento Andreas se puso a cantar: Poco a poco que se encuentre, de alguna manera que ocurra Muchacha de cabello rubio y ojos negros.
De los dos amigos, uno le hizo la segunda voz, el otro la voz grave, y en las últimas notas toda la taberna lo acompañó con diferentes tonos, alargando al final el mismo tono durante mucho rato.
Al acabar la canción, Andonis le dijo sonriendo: –¡Si ya te lo decía yo que tú quieres a Irene! Y te hacías el sueco, ¿eh?
¿Por qué has preguntado por la dote? Pero no hagas caso del borracho, que la Trikúlena está forrada, lo sabe todo Manduki; y con arte, si quieres, le puedes sacar mucho más. Ha resultado ser un ama de casa muy inteligente.
Posiblemente el doble. ¡Y encima menuda muchacha! En los alrededores, calculo, no hay otra.
–Y aun así, es poco –respondió Andreas contrariado.
–Escuchad una cosa –dijo Spiros con aspecto serio–: no habléis de las hijas de otros en la taberna, hombre. Cantad, gastad bromas, hablad de política, haced lo que os dé la gana, pero estas cosas dejadlas al margen. Hombre, la hija de Trínkulos es buena, muy buena, pero, hombre, ¿es para nosotros?
¡Pensadlo! ¿De qué familia baja ella y dónde estamos nosotros? Y aunque le diera mil, ni con esas… Si te vas a casar, Andreas, tiene que ser de buena familia, hombre, para que levantes nuestra casa en todos los sentidos. Mira Andonis, una cosa le dije y si me hace caso se librará. Que no haga caso de la gente, hombre, que yo lo que quiero es que le vaya bien.
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–Estás hablando de la hija de Sávena, tío –dijo Andreas enojado– ni se te ocurra… –Ni se te ocurra… Ni el nombre pronuncies –respondió serio de nuevo Spiros– ya hemos dicho que en la taberna no se habla de esos temas. Cantad, hablad, haced lo que os dé la gana, hemos dicho. Y encima, hombre, ella tiene los mil que se necesitan. Y, además, es de buena familia. Qué pasa si la gente habla mal de ella. Que hablen. ¿Y si habla, qué pasa? En cuanto la tomes cierras todas las bocas. La envidia, hombre, hace que la gente hable. ¿Cómo dice el refrán? “Si la envidia fuera tiña…” –“Cuántos tiñosos habría” –completó Andonis riendo y se puso a cantar: Malas las mil monedas de oro y la mujer fea Las mil monedas vuelan y la fea se queda.
Toda la taberna se echó a reír a carcajada limpia.
–Pero tío... –respondió Andreas–, creo que no va a pasar nada, moriré, cuando me llegue la hora, soltero y sin herederos.
–Pero si todavía eres un chaval, hombre, ¿qué sabes lo que te espera? –le contestó Spiros.
–Aun así sé lo que tengo que hacer –dijo Andreas–. Ahora que he encontrado el apoyo y el buen camino trabajaré duramente, te lo juro por Dios. Y si conseguimos salir adelante, en un par de años me quito las deudas y arreglo mis asuntos. ¡Cómo voy a esperar dotes! ¡Tan solo esperemos que no caiga el gobierno y nos salga el tiro por la culata! –Y gritó: “¿Bueno qué, no vais a votar al ministro?”.
–Y aquí aunque lo votemos –dijo un trabajador que bebía vino de pie.– Qué más da. Dime, ¿qué van a hacer las demás provincias? Pon que consiga las ocho, pues los catetos están con él. Pero, ¿y en otro sitio? Os lo pongo por escrito: el Gobierno se viene abajo.
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–Sabemos –respondió Andreas– que tú no perteneces al partido, ya que no has chupado todo lo que querías de la contrata del teatro; pero no te vas a salir con la tuya.
El otro miró a su alrededor, y al ver que nadie estaba de su lado no contestó.
–¿Qué queréis que os diga? –continuó Andreas, hablando en voz baja a sus amigos– si ocurre lo que dice el cuervo este de aquí, entonces no queda otra solución que el casamiento. En dos meses las deudas no se quitan. Oye, tío, ¿Tiene los mil la que tú dices?
–Y más –le respondió alegre–. Hombre, yo si quieres te lo consigo todo como Dios manda, y ya me darás las gracias algún día.
–¡Pero es que tiene unos ojazos la otra! –dijo de nuevo Andreas moviendo la cabeza.
–Ah, Irene la de Trínkulos, ¿verdad? –dijo Andonis bebiendo un trago de vino, degustándolo–. Su mirada se clava en el corazón. Y además no se ha oído nada de ella ni se le ha criticado y, encima, trabajadora. ¡Dios, si estuviera soltero!
–Me casaba con ella, por Dios –dijo Andreas levantando su sombrero–, pero qué hago. Ya ves, es el dinero. Por la familia no me importaría tanto.
Hasta los señores se casaban con sus criadas y aún peores. ¿No se casó uno con una fulana de la calle y ahora la acompaña en sus visitas, y ella va a todas las mansiones y la tiene vestida de seda? A mí, tío, te lo juro, Irene no me supondría ninguna vergüenza.
–Pues cásate con ella –dijo Andonis–, ella es mujer para tu casa.
–¿Pero qué le estás diciendo, hombre? –dijo el tío–. ¡Ella no es para nosotros, no tiene dinero! Yo ya le he dicho lo que tiene que hacer.
–Si le diera Epistimi a ella los mil, ya verías tú –dijo Andonis.
–Si no estuviera mi casa en esta situación –dijo Andreas–, aunque no tuviera nada, tan solo lo que lleva puesto a diario, yo me casaba con ella,
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pues tiene un cabello rubio y unos ojazos… ¡Y mira tan inocente, tan dulce!
Ahora me he dado cuenta de que es guapa. ¡Se ha hecho toda una mozuela!
Ha crecido de repente. Ni siquiera en la cora hay una igual. ¡Pero qué hacen los táleros! ¡Malditos sean y el que les dio la fama!
–Lo dices porque no los tienes –le dijo astutamente el tío frunciendo el ceño–. Hazme caso y cásate con ella, que ya verás cómo los bendices.
¡Una vida agraciada, hombre! ¿Me estás hablando de los táleros? ¡Ese es el dios en esta tierra! ¡Hombre, aliméntate del amor! –haciendo el violín con la mano sobre su barriga–. Pero ándate con ojo, Andreas, no vaya a ser que te la endiñen y entonces no tienes forma de librarte. No pases mucho por su callejón. Me han dicho que incluso hablas con ella.
–La conocí hecha una niña, ¿cómo no le voy a hablar? ¿Por qué?
–Porque se ha hecho mujer –le contestó el tío con tono serio.
Ya se habían ido de la taberna los del pueblo. Desde otra mesa sonaba de muchas bocas otra canción: Cuando me muera, entiérrame aquí dentro de la taberna que me pise la tabernera y la muchacha que me invitaba.
Al final de la canción se echó a reír toda la taberna. Se había llenado de gente. El pequeño criado descalzo no daba abasto a fregar los vasos, mientras algunos borrachos gritaban aún más. La conversación era variada. Hablaban sobre los barcos, sobre los buques de vapor que llegaban cargados de carbón y que cargaban los aceites de la isla; hablaban sobre los regateos del aceite que aquel año se habían mantenido muy caros, sobre el dinero que entraba en el lugar; hablaban sobre los impuestos que aplicaba el Gobierno, cada Gobierno, preparando la guerra, para mandar las riquezas del lugar, el sudor del trabajador, a las arcas extranjeras, de los ricos de Alemania, de Francia, de Inglaterra, de Italia, y de vez en cuando interrumpía la conversación una
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armónica canción, como esta: Jamás ninguna muchacha me amó por mi dinero, sino por mi canción y por mi laúd.
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IV Un domingo por la tarde, la señora Epistimi la Trikúlena estaba sentada, como acostumbraba cada festivo, con otras mujeres en la pequeña plaza del arrabal. Cada una había traído su taburete de su casa, y estaban todas sentadas en fila en el extremo de la calle, delante de las casas. Frente a ellas, el mar tranquilo y oscuro se extendía hasta las montañas del continente, que en aquel momento estaban borrosas por el calor sofocante. En un lugar que descendía hasta la playa, dos lanchas, una a medio hacer todavía, la otra a punto de estar acabada, esperaban a los trabajadores, que retomarían su trabajo a la mañana siguiente. Sobre una tensada cuerda secaban las redes negras. Un aire caliente entraba desde el mar y el calor era aún más intenso. Las muchachas del arrabal paseaban en grupos por la calle principal, todas sin pañuelo en la cabeza, bien peinadas, con blancos delantales, con uno o dos claveles o rosas en el pecho, hablando y riendo en voz alta entre ellas, echando un vistazo de vez en cuando hacia el lado, donde de pie, apoyados en las paredes de las casas, los jóvenes, vestidos de domingo, las miraban una a una. Las amas de casa las miraban con orgullo y continuamente charlaban entre ellas.
–Buena suerte ha tenido –decía la señora Epistimi– la hija de nuestro cura.
Es pobre la desdichada, pero él no anda mal.
–Qué quiere que le diga –le respondió una mujer gruesa de mediana edad vestida de blanco–. Perdone usted, señora Epistimi, bueno y conocido el muchacho sí, pero marinero. El pan del mar tiene amarguras.
–Aun así –dijo una vieja huesuda, fea, vestida de negro– el cura la ha
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casado. Ojalá también las nuestras y lo bueno que quiera venir.
En ese momento pasó veloz delante de ellas un gran coche, pitando, dejando tras de sí un humo maloliente.
–Malditas sean vuestras trompetas –dijo otra ama de casa de unos cincuenta años, que llevaba bien peinado su pelo negro y tenía sus gruesos brazos cruzados sobre su pecho– ¡Ahora han salido estas máquinas para asustar la desdichada pobreza! ¡Ay, estos ricos! Lo tienen todo –y con la mano asustó el coche que ya no se veía.
–Así ha hecho Dios su mundo –dijo sonriendo la señora Epistimi– y nosotros los pobres vamos a vivir de los ricos.
–Bien dice –dijeron inmediatamente después dos o tres vecinas alabándola.
–El asqueroso –dijo de nuevo la mujer que odiaba a los ricos–. ¡Lo que hace Kaizes lo quiere hacer él también! Y ahora nos ha traído trompetas iguales para que la gente crea que él es otro Kaizes. ¡Maldita sea! Qué quieres que te diga, pero si el Gobierno le echa con palas las monedas en su sucia boca, así también sé yo cómo se ha hecho rico. Hace diez años él también era poca cosa –movió la cabeza confirmándolo–.
–No desvaríe, señora Cristina –dijo Epistimi seria– es el que le da el pan al pobre; cien mujeres y muchachas, y cien hombres comen de su mano.
–Ja, ja –rió la otra con maldad–, quieres decir que lo enriquecen, ¿no? Pero anteayer, en Alefki, atropelló una oveja y se habría metido en un buen marrón, de no ser porque se libró por los pelos.
–Uf, dejad estas conversaciones que no son cristianas –dijo otra.
–Vaya niña que tienes, señora Cristina –dijo la señora Epistimi señalando con el dedo a una muchacha que pasaba con sus amigas.
–¡De clase humilde, la desdichada! Es pobre. ¿Y su Irene, señora Epistimi, todavía en casa? ¿Por qué no ha salido?
–De un momento a otro la veremos. Se estaba arreglando.
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En ese momento dos carros hasta arriba de sacos, canastas, coles, personas, con caballos agotados, flacos y mal cuidados, pasaban levantando una nube de polvo.
–Nos han asfixiado –dijo escupiendo la señora que odiaba a los ricos.
–Son los carros que van a los pueblos. Ahora cada pueblo tiene sus carros.
–¿Quién era el señor que iba dentro? –preguntó una.
–Yo lo conozco –dijo la señora Cristina con obstinación–; es ese de Lefkoraki. ¡Allí todo es suyo: tierras, hombres, mujeres, muchachas! ¡Ahora ya hasta los pueblos están peor que la cora: burdeles! Qué le van a hacer los pobres pueblerinos; si no obedecen, morirán de hambre.
–Y dale con lo mismo la señora Cristina –dijo Epistimi– dejad esto ya.
Deje que la gente vaya a su trabajo.
–¿Ha venido tu Irene?
–No la veo.
–En buena hora, señora Epistimi, que algo bueno hemos escuchado. ¿Es verdad?
–¿El qué?
–Algo sobre Andreas Xis.
–Ah, nosotros somos –dijo la señora Epistimi cerrando los ojos– personas modestas y él es de buena familia. Cómo vamos a aspirar tan alto. Aunque, si está escrito en su destino… –Tienes razón –dijeron muchas.
–¡Pero qué hombre!
–Lástima –dijo la señora que odiaba a los ricos– que ahora hasta los Xis se han empobrecido un poco. Pero son personas que no pierden. ¡Tienen tantos conocidos! Tan solo, señora Epistimi, cuídese de que no… que no les engañe.
Lo mismo hizo el asqueroso de su padre, que desgració, maldito sea, a un par de mujeres aquí en el arrabal.
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–¡Lo hizo allí donde se le permitieron! Pero ¿sabes qué tipo de muchacha es mi Irene?
–¿De tal palo…? –dijo una.
–Tal astilla –completó otra.
–Cielo, ni por todos los bienes de los corfiotas lo haría–dijo una tercera.
–Por eso que se lo permito –dijo orgullosa Epistimi–. Es un chico nuestro, de aquí del arrabal. Algunas veces hablan entre ellos y yo los dejo.
Las palabras, ya sabes, no dejan marcas. Pero solo en la calle. No quiero entorpecer su suerte, si está escrito que se case con él.
–¡Qué a gusto estáis charlando, señoras! –dijo una simpática mujer de mediana edad que llegó con su silla y se metió entre las otras–. ¿Qué? ¿de Irene estáis hablando? ¿Lo sabe entonces la señora Epistimi?
–¿Que si sé el qué, Konstantina? –dijo ella seria.
–Es un secreto a voces –dijo la señora que odiaba a los ricos–. Todo está ya resuelto. Por eso ya no le importa.
–Pues muy bien, por vosotros –dijo la recién llegada–. Vengo de nuestro barrio. Estaban los chicos hablando durante un buen rato y no tenían reparo en que los viéramos. Pero qué queréis que os diga, es algo inapropiado… y ahora lo ha metido dentro.
De repente la señora Epistimi se exaltó y de una se puso de pie.
–¿Pero qué dices, Konstanina? –dijo esforzándose en aparentar que estaba tranquila–. ¡Venga ya, mi Irene haciendo eso! Lo habrá llamado adentro mi hombre, que lo dejé en la cama; me dijo que no se iría hasta la noche.
Pero ni ella misma creía sus propias palabras. Su cabeza trabajaba de manera diferente: «Adivina tú dónde estará el borracho ese. Domingo y que se quede en casa… ¡Pero, anda, que esta Irene meterlo dentro...! ¿Es que no sabe que la gente tiene ojos para ver?». Y prosiguió en voz alta: –Voy a ver qué sucede. Os voy a traer aquí a Irene para que os diga ella
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en persona lo que ha pasado. Mi niña secretos no guarda, ni defecto tampoco.
Las mujeres sonrieron. Entonces pasó otro coche a toda velocidad y la señora Cristina comenzó de nuevo con sus maldades. Rápidamente la señora Epistimi se dirigió hacia su casa.
Cuando llegó, vio que todo era verdad. La vecina había dicho la verdad.
Efectivamente, la puerta de la casa no estaba cerrada, pero en el recibidor, que hacía las veces de comedor y de salón, donde también estaba la famosa cómoda, Andreas y su hija, los dos de pie y vestidos de fiesta, charlaban sonriéndose el uno al otro. Epistimi, que llegaba a su casa con el corazón acelerado, permaneció un momento en la calle y los observó. Y mientras, por un lado, sentía que una profunda tristeza oprimía su honrado corazón, mientras un sudor frío de vergüenza le humedecía las manos y la frente, en ese preciso instante su hija le pareció aún más hermosa, en la flor de la juventud, y lo mismo de guapo Andreas, como si estuviera hecho para ser la pareja de su hija. Entonces la madre sin quererlo pensó: «Ay, si se casara con ella».
Y el pensamiento completó la palabra que le salía de lo más profundo de su corazón: «¡cerrarían así todas las bocas! ¿Estará en casa el borracho este?
¿Qué excusa busco yo ahora para nuestra reputación?». Y se zambulló en casa y cerró la puerta con cerrojo.
Los tres se quedaron durante un buen rato inmóviles, sin hablar, estáticos, sin saber ninguno lo que debía hacer. Irene se quedó pálida de la vergüenza y del miedo y estaba a punto de desmayarse, igual que el brote de una flor que se marchita antes de descapullar. Andreas se mostraba indiferente, pero su corazón le removía el pecho. La madre no sabía si debía golpearse la cabeza y llorar, si debía ponerse a gritar e insultar, si debía hablar de buenas maneras y arreglar, si podía, la desgracia. «¿Qué habían hecho tanto rato ellos solos?
¿Cuánto tiempo había pasado con él dentro?». Finalmente se decidió a hablar.
Irene suspiró.
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–Andreas –dijo con voz baja pero firme–, ¿te has propuesto humillar mi humilde casa?
–¡Ay madre! –dijo Irene echándose a llorar–, ¡ay madre!
–¡No! –dijo Andreas, habiéndose sonrojado aún más.
–¿No te has parado a pensar –continuó con amargura– que somos personas pobres, de clase humilde, que no tenemos más que la esperanza de Dios y nuestra reputación, y que el único sostén de mi familia soy yo, una pobre mujer, como si estuviera sola, ya que el marido que tengo es como si no lo tuviera? –y se puso a llorar.
–¡Ay madre! –dijo de nuevo Irene suspirando– ahora te cuenta. Tiene un corazón de oro; no es digno de deshonra.
–¿Por qué lo has metido dentro? ¿Por qué has entrado, Andreas? La vecina lo está chismorreando en la calle, y tiene razón. ¿Quién se va a casar con esta pobre desgraciada, después del mal que le has hecho?
–Mira –dijo Andreas enojado–, todo el arrabal me conoce honrado y tú misma me conoces. ¿Qué quieres que haga? El amor no necesita de la voluntad de los padres; nace solo. Con tu Irene yo me caso.
–No queda otra –dijo la madre con un suspiro de consuelo–, solo así se puede salvar nuestra honra.
–Si quieres –dijo Andreas indiferente– trae ahora al cura y al padrino y acabamos con esto. Pero señora Epistimi, sabe la situación de mi casa. El pobre de mi padre me ha dejado deudas que estoy tratando de saldar. ¿Qué puedo hacer solo con estos brazos? Rásgame el corazón, dentro encontrarás a tu Irene. La amo desde aquella noche: sus ojos me quemaron. Pero ¿cómo la voy a mantener, cómo voy a criar niños?
–¡En eso estás pensando! ¿Es que Dios no ayuda? Siendo trabajadores como sois los dos, ¿a quién necesitáis?
–No, señora Epistimi, mi casa irá a peor; me la van a vender. ¡Seré la
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vergüenza de la gente!
–¿Siendo trabajadores como somos, a quién necesitamos? –dijo entonces Irene entre lágrimas–. Incluso en una chabola, con nuestro amor ¿cambiaríamos nuestra vida por todos los bienes del mundo?
–Quiero que seas toda una señora en mis manos; yo no te voy a llevar a la desgracia. ¿Qué das, señora Epistimi?
–¡A mi persona! –respondió con orgullo secándose las lágrimas–. ¡Y mi bendición! ¿Por qué no actúas como hombre honrado que eres? ¿La amas?
Tómala. Y que Dios nos ayude. Somos personas pobres: ¡lo sabes!
–¿Sin nada? –preguntó afligido.
–¡La has ultrajado! Es de clase humilde la desdichada. Trescientos tiene y nada más.
–Eso no es nada –dijo cruzándose de brazos–. ¿Qué voy a hacer con eso?
La has ultrajado –dijo de nuevo la madre encolerizada–. Si eres honrado demuéstralo. Si no, la vas a meter en un buen lío.
–Dame seiscientos al menos para salvar mi casa. ¡Maldito sea el dinero!
–¡Ay, madre, dáselo! –dijo entonces Irene llorando, levantando los brazos hacia su madre–. Con esto vas a comprar mi felicidad. ¡Por muchos hombres que haya en el mundo, ni siquiera los príncipes, ninguno me va a querer como Andreas! ¡Ni yo tampoco!
–¿Qué estás diciendo? –le preguntó, mirándola con dureza–. Tú te has equivocado. ¿Y quieres que yo sea injusta con tus otros hermanos? Dos cafres crecen sin parar después de ti y el varón se queda en la calle. ¿Qué más puedo hacer por vosotros? ¿No he hecho todo lo que he podido? ¡No tengo más!
–Así es imposible –dijo Andreas a punto de echarse a llorar.
Entonces la señora Epistimi se enfadó. Levantó su mano y, pálida, con chispas en los ojos, le dijo: –¡Así estaba desde un principio tu casa, así! Y se ha ido estropeando tal y
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como se merecía. Y tú sigues el mismo ejemplo. ¡Ay, desgraciado, qué te he hecho para que alteres la tranquilidad de mi casa, a la mejor muchacha del arrabal ¡Ojalá cojas oro y se te haga tierra!
–No maldigas –dijo la hija golpeándose asustada el pecho–, no es lo que pretendía, madre: me quiere. ¡Dáselo, dáselo!
–¡Y tú –le dijo continuando con ira–, ya que te has convertido en lo que te has convertido y has perdido, demente, tu pobre juventud, tira, desgraciada, y córtate el pelo en algún convento. ¡Ay, qué voy a hacer contigo! Se desplomó sobre una silla y ocultó su honrado rostro en sus manos y se puso a llorar con amargura sin gritar.
Lloraban los tres.
–¡Ay! –dijo tímidamente Irene, mirando a Andreas con los ojos llorosos y entrelazando sus dedos–. Trabajadores los dos, ¿a quién necesitamos?
–No puedo –respondió el joven con dolor–. Mañana estaremos en la calle.
Yo no te voy a llevar a la pobreza y al desprecio.
De nuevo se quedaron un rato los tres en silencio. La habitación comenzaba ahora a quedarse a oscuras, pues el sol ya se había puesto, y no se oía otra cosa que el sordo suspiro del ama de casa que no se movía. Ninguno pensaba encender la luz aquella tarde.
Entonces fue Irene la que se enfadó y desesperada se sublevó.
– ¡Tú, madre –dijo con voz ronca– y no Andreas, tú me pones en peligro por un puñado de dinero! Lo tienes pero no lo das. Mil y mil doscientos tienes, lo sé yo. Haces trabajos cada día y aumentas tus táleros. Y ahora…y ahora me quieres encerrar en un convento, a mí que te he ayudado, que he ganado yo misma mi dote con mi fatiga, para que tus otros hijos tengan más. ¡Ay, madre!
¡Ay, madre!
–Trescientos son los tuyos –le respondió con voz ronca sin levantar la cabeza.
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–Me voy a casar contigo –le dijo Andreas al oído–. ¡Ten paciencia! –y atravesó el umbral a toda prisa.
Al poco rato Epistimi estaba tranquila. Su hija aún se mantenía de pie, como clavada en su sitio, sin decir una palabra.
–Enciende el candil –ordenó la madre levantando la cabeza como si nada hubiera ocurrido. Y en cuanto se hizo la luz prosiguió indiferente: “Pongamos ahora las cartas sobre la mesa. ¿Qué ha pasado? Has cometido un error. Lo vas a pagar, por supuesto. Pero tampoco es tan tan grande, ¿no? Solo has estado en boca de la gente. Sin embargo tienes tus trescientos. En tu destino no estaba escrito casarte con Andreas; te vas a casar con uno inferior. Eso es todo. Pero hasta aquí, ahora estate quieta.
–No, madre, –dijo– me voy a casar con Andreas, con ningún otro –y se fue a la cocina.
En ese momento llegaba a casa el viejo, delgado, bebido, encorvado.
Había escuchado las últimas palabras y con una tonta sonrisa en sus labios pálidos preguntó cerrando los ojos: –¿Qué pasa?
–¡Siéntete orgulloso de tu hija! –le respondió su mujer–, todo es por tu culpa. Si hubieras estado en casa y no en la taberna nada de esto habría pasado.
–¿Mi Irene? –preguntó a punto de llorar.
–¡Tu Irene, sí! –le respondió–. Metió aquí dentro… –Andreas pide mi mano –interrumpió llorando la hija desde la cocina–, pero quiere seiscientos y no se los da. No quiere que tenga buena suerte.
–Dáselos –dijo compasivo el borracho suspirando– dáselos, mujer.
–¿Y las demás? ¿Y nosotros? ¿Y el niño?
–Dáselos, mujer, ¡Dios tiene también para nosotros! –y se dirigió al dormitorio a dormir.
–¡No, no! –gritó la señora Epistimi.
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V El verano había pasado; los días habían menguado y el sofocante calor veraniego se había suavizado. La señora Epistimi trabajaba siempre toda la semana en la fábrica, hacía más trabajos y ganaba dinero, y cada domingo se dirigía a la pequeña plaza frente al mar, donde ahora las lanchas estaban listas, y charlaba con las demás amas de casa hasta la noche. Su hija cuidaba de la casa como siempre y cosía sacos, como si nada hubiera ocurrido. En la taberna de Tragudis la gente cada noche comía, bebía, se emborrachaba y cantaba.
Andreas parecía haber olvidado a su amor, y viajaba de forma ininterrumpida con su barco yendo clandestinamente a cargar al continente, para arreglar sus preocupaciones, mientras estaba el partido en el poder, que por poco lo mantendría, tal y como todos preveían.
Era tarde. Un aire fresco soplaba levantando olas en el amoratado mar y el barco navegaba con sus enormes velas hinchadas. Andreas sentado en la popa lo dirigía, sus dos compañeros, el tío y Andonis, cantaban canciones marineras en la proa y entre canción y canción comían tostada mojada y bebían un poco de vino aguado de un vaso que tenían al lado.
La barca rompía las olas con celeridad. La cora, con sus faroles encendidos que se reflejaban en el mar, se alejaba cada vez más, y el barco navegaba incesantemente a mayor velocidad.
–Arría la vela, tío –ordenó Andreas–, el mar se está picando.
El otro, educado para obedecer, lo hizo de inmediato. Y solo cuando terminó su labor y había atado la vela, contestó:
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–Hombre, para cuando nos alcance la tempestad estamos ya en Saguiada.
Vamos bien, no te asustes. Solo que no nos atrape el mal tiempo allí.
–Que lleguemos bien –dijo Andonis– y Dios proveerá.
De nuevo se callaron y comenzaron los tres una canción marinera: Mar, amarga mar, de amargas olas todos te llaman mar y yo te llamo cameladora.
La embarcación subía y bajaba sobre las olas, zarandeándose a izquierda y derecha, y de vez en cuando los rociaba su espuma salada, y mojaba las velas y las cuerdas que desprendían un olor a alquitrán.
–Si viajáramos con mujeres –dijo en breve Andonis riendo–, se nos pondrían enfermas esta noche y tendríamos disgustos.
–¡Los tres somos solteros caprichosos –se disculpó el tío riéndose–, y hablas tú de mujeres, hombre!
E inmediatamente prosiguió: –¿Por qué no dejas ya, sobrino, esta conversación y te pones a vivir bien y a ganar dinero, y no tanto trabajar como esclavo día y noche, hombre?
Anteayer por la noche me lo volvió a decir Sávena. ¿Qué le digo?
–¡Venga! ¿Qué le vas a decir? Yo qué sé. Si no estuviera la otra, por Dios, le diría que sí, pues las penurias del no tener son grandes.
–Tienes razón –dijo Andonis sitiéndose algo incómodo–. Estaría bien que cada uno pudiera hacer lo que quisiera, pero qué le vamos a hacer. Tú, Andreas, persígnate y escucha a tu tío.
Las olas se volvían ahora más grandes y hacían espuma. El aire les golpeaba la cara, les sacudía las ropas y debían gritar para oír sus palabras. La embarcación se movía de un lado para otro.
–¿Estás hablando de la otra, de la hija de la Trinkúlena? –dijo de nuevo el tío–. Mira tú, me enteré ayer, lo decían las mujeres en la calle, de que se casa;
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con un muchacho pobre, buena gente.
–¡Irene! –gritó soltando el timón y pegando un brinco–, ¡Irene se casa con otro!
El barco, que por un momento se encontró sin comandante, se vio en peligro. El viento lo volcó y la vela se golpeaba de un lado a otro, inflándose y desinfládonse.
–¡Ayúdanos, Virgen Santa! –gritó el tio al tiempo que se lanzó a recoger la vela–. ¡Desde luego, hombre, ya está, nos vas a ahogar, con tanta Irene! ¡Ten más cuidado, desgraciado, estás viendo que no está en calma!
Y en un instante, viendo a Andreas en su sitio, prosiguió: –Pero, hombre, ¿qué querías que hicieran sus padres con ella? ¿Dejarla que enmoheciera soltera? Tiene trescientos táleros: el pobre no da importancia a lo que se ha oído de ti.
–¿Y qué más da si se ha oído y se ha propagado? Ella sola vale por todas las demás.
–Bien dices –dijo Andonis.
–¡Olvídate de ella, hombre! Que no te conviene –le dijo el tío.
De nuevo se quedaron callados. El barco avanzaba rápido subiendo y bajando las olas que en ese momento eran más numerosas y más grandes y los mojaban aún más, pues Andreas no se preocupaba de esquivarlas. Su cabeza estaba en otro lado. En proa los dos marineros comían tostada mojada en agua salada y bebían de vez en cuando vino y cantaban canciones marineras: En mitad del mar hay un pequeño pozo, beben los marineros el agua y rechazan el amor.
Mientras tanto, Andreas cavilaba: «¿Cómo? ¿Otro hombre, peor que él, iba a quitarle a la muchacha que él amaba y que lo iba a hacer feliz? ¡Ay, cómo esa idea le sacudía las entrañas, cuánto le oprimía el corazón, que fuerte
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latía en su pecho!». El aire silbaba ahora entre las cuerdas y los mástiles, y el mar se enfurecía cada vez más, como si se alteraran los elementos por su tristeza. «Irene caería en otras manos, otro toquetearía su cuerpo virgen, otro la tendría como su mujer, porque él mismo no tenía el dinero para recuperar su casa paterna y porque no convencía a la señora Epistimi de que le diera el resto que le hacía falta».
Cada vez el aire azotaba más y soplaba con más ruido y el mar espumoso se alteraba aún más y las olas se estrellaban a menudo contra la embarcación, al tiempo que aumentaba la perturbación en su corazón.¡Ojalá él no viera consumado este matrimonio! No podría vivir más en este lugar. Tendría celos, su vida entera sería un incesante calor sofocante, un incesante oleaje, odiaría, estaría sediento de sangre, nunca más tendría sosegado su corazón.
–¡Malditos sean los táleros! –gritó. Justo en ese momento una ola lo mojó y la embarcación se inclinó aún más hacia el mar.
–Arría la vela –gritó.
–Pero son necesarios –le respondió el tío, haciendo lo que le había ordenado.
«Son necesarios» pensó de nuevo alterado como si enfrente viera a la muerte «y la otra los tiene, aunque no sea ni guapa ni buena ni honrada como Irene. La otra los tiene, tiene incluso más, y con eso se pagan todas las deudas, las casas quedan libres, se solucionan todos los asuntos, comienza la vida y el bienestar. ¡Y, al contrario, con Irene, ay, el desprecio! Pero también el amor, la alegría, la serenidad. ¡En casa con Irene como si siempre fuera fiesta: alegrías, canciones, besos, felicidad! ¿Y dónde encontrar en la vida tales cosas sin amor?». Y suspiró. Y, sin embargo, otro se la llevaría. Se la quitaría otro; y así le quitaría la felicidad de toda su vida. ¡Ay! ¿cómo lo soportaría? ¿cómo podría verlo, ni siquiera de lejos escucharlo, o incluso imaginárselo? Y, por el contrario, tendría a su lado a otra, a la que tomaría tan solo por su bolsa.
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–¡Malditos sean los táleros! –gritó de nuevo.
Una ráfaga de viento y una gran ola hicieron crujir la embarcación de manera terrible. El aire hacía hervir todo el mar, las estrellas se habían apagado en el cielo. Desde lejos bramaban los truenos y gruesas gotas de agua caían desde las nubes. El barco se balanceaba, subía, bajaba grandes montañas, navegando con celeridad.
–¡Son necesarios los bendecitos! –le respondió el tío desde proa–, y la hija de Sávena los tiene. El amor solo no sacia. ¡Que lo sepas!
Lo sabía y por eso hasta el momento había rehuido de Irene, y había luchado por ahogar y vencer el amor en su corazón. Y mira ahora, los celos lo hacían aparecer con mayor fuerza, encolerizado, ardiente, demoledor, como el mar alborotado, alterándole el juicio, empujándolo de manera insostenible hacia la misma pobreza.«¡No, no se la iba a quitar ningún otro! ¡Ay, señora Epistimi, señora Epistimi!».
El barco seguía navegando en la tempestad, y los dos marineros en proa indiferentes cantaban canciones marineras observando el amoratado mar.
Pero ya habían aparecido las luces del continente.
«Te la voy a quitar» –dijo de nuevo Andreas decididamente en su interior–. «Me la voy a quedar yo y ningún otro. Y me tienes que dar cuanto te he pedido: los seiscientos. Porque los necesito y sin ellos me ahogo y soy hombre perdido. Me los tienes que dar. ¡Y de la iglesia me la llevaría, de las mismas manos del novio! ¡Que no se convierta en su mujer!» Ya que la tierra firme estaba cerca, el mar y el viento se calmaban y el barco deshacía con mayor tranquilidad las olas que se hacían más pequeñas.
«¿ Por qué no lo hice durante tanto tiempo?» prosiguió Andreas en su mente.«Porque no quería forzarte para que me los dieras. Pero hasta aquí hemos llegado. La has casado con otro y con esto me destrozas la vida. ¡Ay, señora Epistimi! ¿No merecía yo un pequeño sacrificio?».
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El viento había cesado ya y el mar estaba en calma. Los dos marineros en proa cantaban canciones marineras y el barco tranquilamente navegaba.
Igualmente el corazón de Andreas se había calmado en su pecho, porque ya había tomado la decisión.
–Echa el ancla –ordenó. Y pensó en su cabeza: «Es mía, y que se desplome el mundo».
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VI Como cada tarde Irene había encendido el candil en la pequeña habitación de su casa, que hacía las veces de comedor y de salón, y estaba en la cocina soplando las brasas para preparar la cena. Su madre aún no había regresado de la fábrica. Ahora que los días se habían acortado, trabajaba con los sacos hasta el anochecer. Sus hermanos no estaban en casa. La joven estaba alterada, además de pálida, con la cabeza apoyada en su mano mantenía sus párpados bajados; sus cabellos rubios, recogidos en dos gruesas trenzas, caían sobre su espalda. De vez en cuando suspiraba.
Y ella sola pensaba: «¿Qué le hago? Todos los hombres son iguales, y todos me lo dicen: “Andreas ya me habrá olvidado”. Desde aquella noche ni lo he visto ni lo he oido. También él quería una dote y al no tenerla yo, me dejó.
La prefería a ella antes que a mí». Movió la cabeza con amargura y sonrió con tristeza. «¿Doy mi palabra?» prosiguió «¿Me espero un poco más? ¿Pero esperar a qué? El desdichado muchacho pobre que me pretende no ha preguntado por la dote. Me toma como soy. Soy trabajadora, acostumbrada al trabajo, vaya donde vaya vivo de mi esfuerzo: ¿a quién vamos a necesitar? Ay, Andreas tenía miedo de decaer. ¿Es que acaso mi madre, una pobre mujer, no ha sacado adelante mi casa, a pesar de que mi padre es un derrochador? ¿Acaso no era yo capaz de hacer lo mismo? Ay, si me hubiera tomado, lo habría visto y no lo lamentaría. Pero tenía miedo. Me quería sentada en la silla, para hacerme la señora, por si se veía humillado su nombre, ya que en su casa las mujeres estaban acostumbradas a no trabajar. ¡Qué ideas más podridas, más
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rancias! Por eso la pobreza lo ha abatido. ¡Ay, el muchacho pobre no se interesa por nada de esto! ¿Qué hago? ¿Qué hago... ¿Me quedo soltera toda mi vida? ¿Es que yo no soy digna de tener mi casa, mi ajuar, mi marido… criar a mis propios hijos, muchachitos que crezcan a mi alrededor como claveles?».
Dentro de su corazón una voz la empujaba a tomar al muchacho pobre que la pretendía, que no tuviera ya más celos del amor del otro, y que no aspirara a llegar más alto de lo que debía. «¡Más alto, más alto!» pensaba de nuevo con una sonrisa burlesca, «hundidos en las deudas están los Xis, y aun así no se dan por vencidos. Se agarran de los espejos para no hundirse aún más. Y es que tienen al gobierno de su parte, si no hoy estarían hundidos. No quieren decaer, ni tampoco trabajar como el resto de la gente: ese es su miedo. Se avergüenzan de cualquier trabajo, y se sacrifican ellos mismos. Y así me has metido en un berenjenal. Ay, el desdichado muchacho pobre…Me quedo con él».
Había tomado la decisión. Pero en ese momento oyó que llamaban a la puerta. Cuando abrió se encontró frente a ella a Andreas. Se sonrojó, su corazón comenzó a latir con fuerza, y de la exaltación no podía dar un paso adelante ni atrás, ni hablar podía ni hacer nada más. Él, sin embargo, la miraba con deseo, como si quiera absorber con su mirada toda su hermosísima juventud y hartarse de amor, mientras su ancho pecho subía y bajaba rápidamente y sus fosas nasales se abrían y se cerraban y se hinchaban las venas de su cuello y de su cara, que en ese momento estaba aún más sonrojada, y aun así templaba todo su cuerpo.
Se miraron y sus miradas delataron el amor. Y ahora todos los planes de la muchacha, todos los pensamientos sensatos, se derrumbaron de golpe frente al hombre que la había hecho sufrir, y veía cómo su voluntad se anulaba frente al que su corazón verdadera y primeramente había amado. Haría cualquier cosa por agradarlo. Estaría dispuesto a sacrificar todo su ser por su
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felicidad. Sin embargo, con voz suave, temiendo perder irremediablemente la inmensurable dulzura de aquel momento, le dijo: –¡Ay, si no llegara el agua a los labios! Si no hubieras aparecido… –¿Te quedas con él? –le preguntó exhalando.
–¿Qué puedo hacer, si me has tenido abandonada durante tanto tiempo?
Con el pañuelo se secó una lágrima grande que con dolor le salía del ojo. Y en un momento volvió a decir con alegría y con pena: –Pero quién sabe si este muchacho pobre me quiere todavía. ¡Ay, Andreas, te habrán visto venir!” De repente le vino el juicio y calculaba las consecuencias con claridad.
Con la rapidez del rayo una multitud de ideas le pasaba por el corazón: los vecinos, la madre, el pretendiente, su honor, la debilidad de Andreas de tomar a una mujer pobre, el empeño de la madre de no dar el dinero, su ruina definitiva. Pero mientras Andreas aún la miraba, sin saber cómo explicarle finalmente su objetivo, ella le dijo de nuevo: –¡Te habrán visto! ¡Mi madre va a venir! ¡Qué me has hecho!
Él asintió con la cabeza: –Me han visto –le dijo serio en voz baja–. De un momento a otro tu madre llegará.
–¡Ay, me has perdido! –le reconoció Irene cruzándose de brazos desesperadamente–. Ahora me va a abandonar también el otro. Aunque no te lo tengo en cuenta como algo malo: ¡Te habrá empujado el amor! –Y entre sus lágrimas le sonrió.
–El amor y los celos –le respondió.
En ese momento su mirada apuntó a la puerta, que se había quedado abierta, y vio que desde la calle su vecina Konstantina los vigilaba. Avergonzada, se quedó blanca como el papel, e inmediatamente le vino la idea de cerrar, pero le dio miedo.
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–Nos están viendo –le dijo sobrecogida.
–Vamos –le dijo con decisión.
Se turbó. En ese momento debía tomar una decisión; una importante y gran decisión, que pesaría mucho a lo largo su vida. Y, sin embargo, como si no lo hubiera entendido, le preguntó: –¿Adónde vamos?
Él le respondió con calma: –A mi casa, para convertirte en mi mujer. ¿No me quieres?
Ella pensaba: «Ahora ya los habían visto, eso era seguro. Y su madre en pocos minutos estaría allí y se pondría hecha una fiera y pondría el grito en el cielo. ¿Y el pretendiente? ¡El pretendiente no le importaba! No amaba al honrado muchacho pobre que la había pretendido. Se casaría con él, sí, pero para asentarse, pero ahora su elegido estaba frente a ella. ¿Pero y la vergüenza que le esperaba? ¿Por qué aceptar a Andreas? ¿Por qué, cuando vino, no corrió a la calle, por qué no gritó, tal y como era propio de toda muchacha honrada, tal cual le había enseñado su madre, diciendo que solo así podría adquirir buena reputación y fama?».
–Vamos, porque estamos tardando –le volvió a decir–. Que si tengo que llevarte de delante de ella tendremos discusiones, gritos y sufrimientos.
Irene cerró los ojos. Y entonces, como en un sueño, imaginó que venía su madre, alta, flaca, arrugada, con chispas en los ojos que aún eran jóvenes, y que entraba en cólera y que los sermoneaba a los dos con los puños gritando, mientras fuera de la casa se agolpaba la gente, y que así hacían el ridículo y un espectáculo. De nuevo su pensamiento la tranquilizó: «¿Y si viniera mi madre, y si gritara, y si golpeara, no se calmaría inmediatamente, si Andreas abriera la boca?».
–¿Vienes? –le volvió a decir cogiéndola de la mano y arrastrándola suavemente hacia la puerta.
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–Déjame –le dijo–. Esperémosla. Vamos a decirle a la vecina que nos está viendo por qué has venido, que ella nos va a ayudar también.
Pero ahora Andreas se impacientó: –Bueno estaba –le dijo–. Quédate en tu casa, dale vueltas y sufre. O como yo digo o nada. Me voy.
–¡Ay, desgracia mía! –exclamó llorando.
–Recoge tu ropa.
–Vas a pedir más, por eso quieres que me vaya. ¿Qué hago, Dios mío?
–¡Vamos!
Se quedó un momento pensativa, mientras de sus ojos corrían ríos de lágrimas, y luego bajó la cabeza como si mostrara obediencia a una fuerza superior. Si decía que no, su reputación estaría perdida para siempre y su vida sería un martirio constante. Apresuradamente se puso a recoger su ropa. Andreas salió un momento para llamar a sus compañeros para que recogieran la ropa, y al pasar por el callejón a la vecina que lo miraba con burla le dijo: “Esta noche la tomo”.
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VII No habían pasado sino unos minutos desde que los dos jóvenes se habían marchado, cuando la señora Epistimi volvía como cada noche apresurada a su casa. Pero esta noche en un extremo del callejón, bajo una farola, la detuvo su vecina.
–Iba a buscarte a la fábrica –le dijo sin darle las buenas noches–, ahora mismito se la acaba de llevar.
–¿A quién? ¿Qué? –le preguntó angustiada.
–¡Andreas, a tu Irene, ay, pobre Epistimi!
Su cabeza se aturdió, escuchó en sus oídos un zumbido como si volaran a su alrededor miles de abejas; las casas, la calle, las estrellas parecían girar: nebulosidad y oscuridad se apoderaron de su mente. Se quedó unos segundos clavada en su sitio, mientras su corazón latía con fuerza, y al final le pareció que absolutamente todo se sumergía bajo sus pies en el caos y que entonces debía morir inmediatamente.
–¡Ánimo! –le dijo la vecina afligida al ver su turbación.
–¿A mi Irene? –dijo con voz débil y con labios pálidos.
–Sí.
Entonces la señora Epistimi se alteró de repente: –¡Otra vez! –dijo–. ¡Este borracho tiene la culpa! Me lo olía y se lo dije para que tuviera cuidado. ¡Pero nada! Ahora el mal está hecho. –Y consternada añadió–: ¡Ay, nos va a sangrar!
Pero de repente un rayo de esperanza brilló en su cabeza: –Ahora mismo, has dicho.
–No hace ni dos minutos; si uno corre los alcanza por la calle.
Respiró profundamente. Todo su ser le decía que saliera corriendo, para
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alcanzarlos, para traerla de vuelta, antes de que la convierta en su mujer, para arrebatársela, no para no concedérsela nunca, sino para salvar su casa, su pobre dinero, que lo había ahorrado franco a franco, céntimo a céntimo, trabajando toda su vida con sus honradas manos. Ahora lo entendía, todo estaba en peligro, porque Andreas no desposaría a su hija si no le daba primero lo que le había pedido, o incluso más aún; por eso se la había robado.
Todos estos pensamientos habían pasado por su mente con la rapidez de un rayo, como siempre nos vienen las ideas, cual diluvio, en los grandes momentos de nuestra vida. Y sin pensarlo, decidió correr.
Corría ahora por la calle principal del arrabal, empujando a las personas, arrojando al suelo a los niños que se encontraban delante de ella, indiferente ante las miradas curiosas de los tenderos de las tiendas y de la gente de la calle. Y corría para alcanzarlos. Y cuanto más pasaba el tiempo, más prisa tenía. Ay, ahora Andreas ya la habrá subido a su casa; no le iba a dar tiempo.
Un sudor frío le mojaba las palmas de las manos y la frente. Su respiración era entrecortada, su corazón intentaba reventarle el pecho. Cada momento valía más que un año. ¡Ay, no le iba a dar tiempo! Y corría. Dos carros que se encontraron le cerraron el paso por un momento y se vio obligada a esperar. La tristeza le rebosaba..., le rebosaba..., le rebosaba... Algo le oprimía el corazón.
–¡Una persona está en peligro, hombre! –le gritó a los cocheros que no la oían, y sin saber qué hacer movía incesantemente los pies, como si pudiera continuar con el paso fingido–. ¡Ay, se estaban perdiendo muchos segundos!
¡Y qué segundos! Y la muchacha estaba en peligro. Tal vez ahora la estaba metiendo en la cama.
–¡Ay, ay! ¡Tirad ya, hombre!–Volvió a gritar.
Ahora la calle se había quedado libre, y lo más rápidamente posible, como para recuperar el tiempo perdido, echó de nuevo a correr. Pero su corazón le decía desesperadamente que no iba a llegar a tiempo. «¡Rápido, rápido!»,
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pensaba.
Finalmente llegó a casa de Andreas; una pequeña vivienda bien cuidada de una sola planta, en una callejuela del arrabal cerca del mar. En el callejón ninguna agitación, ninguna preocupación. La casa de Andreas completamente cerrada.
–Ay, no estarán aquí –dijo angustiada, a punto de echarse atrás, deteniéndose sin saber qué hacer. Miró a su alrededor. En la casa de al lado vio al tío de Andreas, que estaba sentado en el umbral mientras fumaba indiferente, y le gritó: –Spiros, ¿dónde está tu sobrino?
Su tristeza no tenía límites; se golpeó la cabeza con sus puños.
–¿Dónde está? –volvió a preguntar.
El otro sin alterarse se acercó a ella y tranquilamente le dio las buenas tardes.
–¿Que dónde está? –le dijo con agresividad.
–¿Qué te pasa, señora Epistimi? –le respondió con una sonrisa–. Parece que estás enferma esta noche.
–¿Dónde está? ¡Habla ya!
–Espera que piense un momento.
–¡Despiadado, una persona está en peligro!
El otro se frotaba las manos.
–Estará –le dijo con indiferencia– en casa de su tía, allá en los Aliades.
Pero, señora Epistimi, por tu bien, vete mejor para tu casa. –Y con picardía le guiñó un ojo.
La mujer se dio cuenta de que se estaba burlando de ella y en ese momento un enfado agudo se apoderó de ella. Encima se estaba burlando de ella el clan infame, y mientras tanto la pobre de su hija se encontraba en peligro o incluso ya, ay, estaba deshonrada. La ira la incitaba a abalanzarse
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sobre él, para arrancarle la cara a arañazos, para morderlo, para ahogarlo, como una leona enloquecida al arrebatarle a sus crías. Pero perdería tiempo con el mentiroso. Y como por iluminación se le pasó por la cabeza la idea de que Andreas podría haber llevado a su hija hasta allí, hasta su casa, y que todo podía estar preparado y premeditado para engañarla. Toda su locura, su enfado, su energía se descargaron en ese momento sobre la puerta. Se abalanzó sobre ella con toda su fuerza para romperla, la golpeaba con los pies, con las rodillas, con los puños, con la cabeza, como podía. Y gritó con todas su fuerza: –¡Abrid! ¡Estáis arriba, perros! ¡Lo sé!
Pero la puerta no se abría. La señora Epistimi se imaginaba, veía claramente lo que ocurría dentro, como si fueran diáfanas las paredes de la casa y como si ella misma fuera tan alta que llegaran sus ojos a la otra planta. Pero no se abría.
Ahora la veían desde todas las ventanas, desde todas las puertas, la gente incomodada, cómo se golpeaba desesperadamente, débil, frente a la puerta cerrada, que era muy maciza, y a menudo las personas comentaban entre ellas: “¡La pobre madre!” Al final, desde la casa de Andreas, se abrió una ventana encima de su cabeza. Al punto su ira se desvaneció. La habían escuchado.
–¡Anda, perra, ven a nuestra casa –dijo con voz ronca, debilitándose después de toda la guerra–, que no te voy a hacer nada!
Irene lloraba amargamente en la ventana y no le respondió. Por el contrario, Andreas pálido y alterado le dijo con voz temblorosa, asustado como si tuviera en ese momento que cometer un asesinato: –¡Es mi mujer! ¡La voy a desposar!
–¡Ay! –hizo la madre y se derrumbó en el umbral.
Todo el mundo guardó silencio sufriendo la pena de la madre, como si todos tuvieran un solo corazón que latiera en medio de la acción. Todos
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aguardaban el final.
La señora Epistimi se levantaba ahora avergonzada, cubrió con el pañuelo de la cabeza todo su rostro y tomó de nuevo el camino hacia su casa. Se detuvo un momento y sin levantar la cabeza dijo suspirando: –No os maldigo. Pero que lo sepas, Andreas: tiene trescientos táleros, ni un céntimo más. Haz lo que quieras.
–No quiero nada –le respondió desde la ventana el joven cuyo corazón se abrió en ese momento, saciado de amor y dispuesto a compadecerse del dolor de cada criatura–. No quiero nada –dijo.
La madre se fue. Ahora Irene sonreía consolada entre sus lágrimas y lo abrazó con pasión y le dijo: –¡Ay, Andreas! Trabajadores somos, ¿a quién necesitamos?
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VIII Había entrado el invierno. Un invierno lluvioso, frío, húmedo, triste. La señora Epistimi iba cada amanecer a la fábrica, en su casa todas las labores de Irene las hacía ahora la segunda hija, que para eso la había sacado de la escuela. En la taberna de Tragudis se reunía la gente cada noche y comía y bebía y cantaba y se emborrachaba. Los escasos domingos cuando salía el sol, las mismas amas de casa se seguían sentado en la pequeña plaza del arrabal y solo la señora Epistimi, que se había tornado más seria y que ya no reía, no iba con ellas, sino que se sentaba en su casa esperando a que volviera su marido borracho. El gobierno del ministro Korfiatis había caído. La isla, tal y como todos preveían, le había proporcionado los ocho diputados, pero el resto de las provincias, cansadas de escuchar desde hacía ya años los mismos nombres, se acordaron de un anciano antiguo primer ministro, que prometía astutamente el oro y el moro, mientras el otro partido había sufrido una derrota total.
Ahora en Manduki ya se perseguía el contrabando.
Era un domingo por la tarde próximo al carnaval. Llovía y hacía frío.
Envuelto en dos antiguas chaquetas gruesas, Spiros, el tío de Andreas, había ido a ver a la señora Epistimi, y charlaban los dos en la pequeña habitación que hacía las veces de comedor y salón.
–¿Para cuándo el casamiento? –preguntó el ama de casa, habiendo enviado a sus hijos a lo de la vecina para poder hablar libremente.
–Que esperen sentados hasta ver el casamiento –le respondió con picardía, sentándose delante de la mesa y acariciándose el poblado bigote–. Los asuntos van mal, torcidos y al contrario.
–¿Pero no lo prometió? ¿No dijo que no quería ni siquiera dote?
–Lo dijo, consuegra, pero piensa: qué tiempos más desdichados. ¡Toca
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encierro, consuegra, por culpa del tiempo, por culpa de la autoridad que nos persigue ahora como rabiosa! Nuestro gobierno ha caído, lo sabes, y han enviado aquí a un gendarme que tiene al diablo dentro. Quiere liquidarnos.
El gobierno de ahora, dice, quiere acabar con el contrabando, porque es, dice, una gran herida para la nación. ¡Todo son monteras! En otros sitios, en sus lugares, los ministros actuales seguro que protegen a los suyos. ¿Qué le vamos a hacer? Nosotros, consuegra, somos el alma de cada partido, aquí, en la cora y en los demás pueblos. La gente es como el rebaño: para donde lo echamos allí va. Lo que hacemos nosotros en las elecciones es lo que se llama corriente, es decir, la tromba de agua, porque la gente es como un río desbordado en el momento en que va a votar. ¿Me has entendido, consuegra?
Pues... sin nosotros, el partido nada. Y que digan lo que quieran los periódicos mentirosos y los charlatanes hipócritas. Pero hombre, ningún gobierno persigue el contrabando. A los contrabandistas que no son de su partido, sí; pero el contrabando, no. ¿No es verdad, consuegra?
–Sí –le respondió indiferente y aburrida de escuchar toda esa verborrea–.
Pero mejor dime, ¿cuándo la desposa?
–Poco a poco llegaremos a eso, consuegra. Pero ¿no te lo he dicho? tardará, tardará. Este chaval era memo desde el principio. Pero, como te iba diciendo, consuegra, el contrabando no lo persigue nadie; todo mentira. Eso también es un comercio, tan honrado como el otro. Y para decir la santa verdad, que nadie la dice, tampoco es correcto que sea perseguido. Es lo fácil para la gente: la libera de los impuestos injustos. ¿Y qué pasa si en Atenas comen un poco menos aquellos tragones? Hasta los mismos que gritan miles de cosas y que se les pone la boca así –e hizo un gesto– al encontrar un producto barato, ¿te crees que no lo compran? ¡Bueno...! Por ejemplo, las señoras, a las que les llevas el azúcar a la cora y todo lo demás, ¿no te dicen “por muchos años?”.
Pero aquí el gendarme lleva al diablo dentro. Como puedes ver, quiere un
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ascenso. Vamos, que le han prometido galones y nos persigue con mala leche.
¿Y el tiempo? Un asco, consuegra, este año nos ha matado todo el invierno.
Encierro y abstinencia. Y aun así fuimos capaces de engañarlos, al gobernador y al tiempo. ¿Qué le vamos a hacer? Dinero no teníamos para casar a Andreas; trabajábamos para levantar cabeza. Las alegrías necesitan gastos, por muy económico que intente hacerlo uno, en todo el mundo y también Manduki, necesitan gastos. ¿No es así?
La señora Epistimi intentó interrumpirlo, pero no la dejó.
– ¡Que sí, hombre, ya sé lo que me vas a decir! –prosiguió–. ¡Pero, querida, no lo podía hacer! Tampoco yo lo dejaba. ¿Casarse en una noche como un bandido? Eso no lo ha hecho ninguno de mi familia, ¿y vamos a empezar nosotros? Y no teníamos dinero; lo sabe su señoría. Las deudas de su padre han arruinado todos nuestros esfuerzos. Comerciamos con dinero ajeno: paga varias cosas, págale a las personas, daños por aquí, daños por allí, y el dichoso pan, no ha quedado nada. ¿Bien digo? Y el imbécil de mi sobrino predicando continuamente que no quería dote. No quería, dice, causar mala impresión después de haberlo gritado.
–¿Y ahora quiere? –dijo la mujer moviendo la cabeza seriamente, dándose cuenta de dónde acabaría toda esta verborrea.
–Deja que termine, alma de Dios, que todavía no conoces todas nuestras penurias.
–Que no la doy.
–Bueno, no des, no pasa nada. Haz lo que te mande Dios. No vayas a pensar que te va coger nadie del cuello. Pues él no quería pedir. Pensaba el pobre ganar dinero para sus gastos. Y solo encierro, solo persecución. Así trajo las cosas la miseria. Ya se lo había dicho yo: “el amor por sí solo no alimenta.
Pero, hombre”, le decía, “hazte con tu dote”. –“No”. –“Pero, hombre, que tienes que pagar lo que debes”. –Ahora está bien. Porque, consuegra, aquí
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en el arrabal, al igual que en la cora, ya ves, si uno tiene deudas el otro lo persigue, lo juzga, lo mete en la cárcel, le quita sus cosas, su casa, si tiene.
Pues mira, no es como en los pueblos. Los pueblerinos se han convertido en nuestros maestros. Han sido astutos y se han puesto todos de acuerdo para que ninguno pague, y ni van a la cárcel ni tampoco permiten que se les embargue.
¡En esto, por supuesto, los protege cada gobierno, por los votos! Aquí todavía no ha llegado ese momento.
–Esta noche las estoy pasando canutas –pensó en su cabeza la señora Epistimi–. ¡Qué charlatanería es esta!–. Y con impaciencia dijo: –Dime Spiros, ¿qué dice Irene de esta triste penuria?
–¿Irene? ¡Qué va a decir la pobre! Dios le da paciencia. Llora, hace, ¿y qué? Está encerrada en casa. ¿Y dónde puede ir, consuegra, la desgraciada sin estar casada? Le da vergüenza de la gente. ¿Qué puede hacer? Solo habla del casamiento. ¿Pero ahora un casamiento?
–¿Que ahora qué? –preguntó inquieta.
–Paciencia, consuegra, que ya llegaremos a eso. Hasta ahora, a trancas y barrancas, las cosas han salido adelante; tal cual van, por así decirlo, todos los asuntos humanos. Siempre guardábamos algo en el cajón. Y luego celebraríamos la boda. Trabajaríamos noche y día para pagar las deudas, en un par de años caería o la palmaría el viejo dichoso que nos gobierna. Nuestro ministro nos gobernaría de nuevo y obtendríamos ganancias sin preocuparnos.
Y ahora Irene te dice: “Así no, no solo con esperanzas, así no sale nada”.
Pregunta: “¿Somos trabajadores, no? No necesitamos a nadie”. Dice que la despose una noche y que dejemos que se pierdan las casas que nos consumen; que vivamos como los demás pobres.
–¿Y no dice bien?
–Bien dice. ¿Pero... y nuestra familia? ¿Y venirnos abajo por incapacidad para que se rían nuestros enemigos? ¡Ay, no! Eso no le dejo a mi sobrino
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que lo haga. Mejor que se quede sin casar para siempre. ¿Y seguir nosotros también las ocurrencias de las mujeres? ¿Entonces qué hacemos? Nada.
Consuegra, el hombre es el que dirige la casa, la mujer se está quieta y acuna a sus hijos. ¿O no? Por el contrario, Irene tiene unas ideas, nosotros otras. Dice de trabajar ella también. ¡Pero quién soporta este desprecio! Ni mi hermana, ni mi madre, ni mi nuera, ni mis sobrinas han trabajado para nadie. ¿Ahora vamos a comenzar?
La señora Epistimi tosió apenada. Todo eso ya lo sabía, sabía incluso más.
¿Por qué me da la lata ahora este hombre astuto? De lejos sabía lo que le hacía hablar y dónde iba a terminar. Irene y Andreas estaban en la pobreza. Por eso no se casaban. Si quería, ella misma debía encargarse, por el bien de ellos.
Sí, pero metieron la pata. La señora Epistimi tenía más hijos: dos cafres que crecían y un niño. Debía pensar en su casa, en su vejez y en su incapaz marido borracho. Sabía lo que debía dar, pero ni un céntimo más. Si Andreas no quería los trescientos, mucho mejor. Ella se los quedaría, y que se quedaran sin casarse. Mal menor. Y dijo en voz alta: “Que coja los trescientos, ni un céntimo más”.
–¡No te apresures, mujer! Mi sobrino, aunque sea un hombre, ya sabes, consuegra, es un chico imbécil y le ha pasado como con la manzana. Yo decía: “No molestes con la hija de la Trinkúlena, que no tiene el dinero que necesitas, no molestes hembra ajena”. No me hizo caso. “Toma a otra que tenga; yo te la busco, te la tengo en el tintero”. Y él nada, imbécil. ¡Qué le vas a hacer! Ahora todo le ha salido mal y torcido, todo. Ya lo sabrás. Ese dichoso gendarme, maldito sea su padre, le ha pillado la barca llena. Y Andreas está hecho polvo. Desde aquel día está amargado. O coma o beba o duerma. Es todo recogimiento y refunfuño. ¡Y menos mal que no lo pillaron a él también! ¡Ni a nosotros tampoco! Esa noche Andreas estaba durmiendo en su catre, mientras Andonis y yo nos escapamos. Pero la mercancía y la embarcación se fueron
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al garete. Así ahora las deudas han aumentado. ¿De dónde va a sacar dinero para otra batel? Varias cosas quedan sin pagar y preocupaciones a punta pala.
Y ahora estamos los dos sentados, cruzados de brazos, desesperados. Andreas se ha vuelto irreconocible, como si fuera otro, después de su desgracia. Y con razón, el pobre. Adiós al dinero que movía y con este dinero sacaba su pan de cada día. Y pensaba aumentarlo. En su boca no tiene sino el dinero de Sávena y se lamenta por no haberme hecho caso. ¿Qué le hago ahora? Ojalá me hubiera escuchado entonces. Así no se habría metido en tu casa y hoy sería todo un señor. Déjalo que se lamente.
Se quedó callado mirando qué impresión habían causado en la mujer sus últimas palabras. Pero Trinkúlena se mostraba indiferente.
–Lo malo es –prosiguió– que Irene se ha dado cuenta de que ha traído otro nuevo mal. Y llora continuamente en lugar de consolarlo. ¿Pero no sabes, hombre, que algunas veces una amargura empuja al hombre a la deshonra y encima le convierte en hierro el corazón? Pues así también Andreas. Desde que le ocurrió esto, ni se acuerda de Irene. Se fija solo de los espejos para vivir y no venirse abajo y lucha sin importarle nadie. Eso es malo. Y yo, el pobre, se lo dije: “¿Lo has hecho? Hecho está”. Pero no me hace caso. Y además le dije: “Pero hombre, sobrino, lo hecho hecho está, no se arregla. Has caído en la pobreza ahora y tienes que salir adelante y sacar adelante a tu mujer, para que no tengas que ponerla a trabajar. Anda, hombre, coge la dote de la Trinkúlena y empieza un trabajo”. “No”, dice, “le dije que no quiero dote”.
Y se mantuvo en su cabezonería, como el maldito hebreo en su fe. “Pero hombre, queTrinkúlena lo tiene”, le dije, “que te puede ayudar, si quiere”.
Pero nada. “¿Qué vas a hacer con sus trescientos táleros? Mejor morir todos de hambre”. “Pero, hombre, si le pides algo más te lo va a dar”. “No”, dijo, “la palabra es la palabra”. “La palabra sí, pero la diste en un momento en el que tenías tu propio barco y otros patrones te confiaban su dinero y circulabas,
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y te ganabas el pan”. “Que no”, dice. “Hombre, me estás metiendo en un lío, pues me he quedado sin trabajo y cuando estoy sin comer la calorina no me alimenta. “¡No!”, dice “¡no!”. “Vale que no. Veamos adónde nos lleva esto.
Haz lo que te dé la gana y no me tengas en cuenta, hombre. ¿Has visto lo bien que te ha ido? ¿Qué esperas, hombre? ¿encontrarlo todo hecho? Ay, ¿esa es la suerte que crees que te va a traer Irene? ¿Pero no has visto su suerte?
¿No lo has perdido todo desde que cayó esta mujer en tu vida?”. Con esto lo convencí.“¿Voy a lo de Trinkúlena?”. “¡No!”, me dijo. “Vale”.
–¿Todavía no has terminado? –le preguntó la señora Epistimi alterada–.
Tengo cosas que hacer.
–Me estás echando, ¿verdad, consuegra? –le respondió con una sonrisa astuta–. No pasa nada, un momento más y acabo. ¡Cómo va a ver casamiento la desafortunada de Irene! Hace más o menos un mes que vivimos sin trabajo.
Adiós al dinero, se acabó. Ahora nos envían documentos judiciales a casa.
Estamos perdidos y Andreas ha perdido la cabeza por completo. Le van a embargar la casa y el pobre, si lo ves, está hecho un perro. Eso le avergüenza.
Y continuamente dice que ahora va a emigrar y que nos va a abandonar a todos, y tu Irene llora sin parar. Y encima su señoría tiene malos modales. Que se lamente. Que le vaya bien.
–¿Y qué va a ser de Irene, mi desafortunada hija? –dijo enseguida Epistimi alterada, dándose cuenta de que le estaba diciendo la verdad.
–¡Qué sé yo! Este era el destino de la pobre –respondió con satisfacción oculta haciéndose el triste–. Quedarse sin marido la desdichada, sin tener culpa. ¡Y si supieras cuánto lo quiere! ¿Qué le va a hacer? Volverá otra vez a su casa.
–¿A su casa? –dijo sobrecogiéndose la madre y se levantó entonces encender a la lámpara, pues mientras tanto se había hecho de noche–. A su casa –volvió a decir. Y pensó que el tío astuto no estaba mintiendo. Andreas
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lo haría, emigraría. Obligado ahora a luchar por su sustento, por su posición, lucharía él solo contra todos los seres que existen, antes de declarase vencido, y dejaría a su hija en el desprecio. Así su casa caería en una vergüenza mayor.
Y la desdichada hija no había tenido la culpa, ya que una fuerza mayor, el destino, la había empujado a sus brazos, del mismo modo que el aire arranca las hojas de los árboles e infla las olas espumosas. Y aun así el otro le decía: –Pero, hombre –le dije–, antes de irte déjame que vaya a lo de Trinkúlena y se lo cuente todo. –No me respondió–. Pero hombre, por el amor de Dios, déjame. “¿Dónde vas a ir, tío?”, me dijo, “¿Crees que Trinkúlena no lo sabrá todo? Si quisiera ayudar ¿no avisaría ella misma?”. “Pero, hombre, le quitaste a su hija y su honra ¿y te va a avisar? ¡Qué dices!”. “Me dijo que tiene pensado convertirme en sirviente. Sabes, tío, qué es lo que necesita, que le envíe de vuelta a Irene y que tome a la otra de Sávena. ¿Qué dices? ¿me la dará todavía?”. “¿Que si te la va a dar? Te la dará”, le dije, “pero esta deshonra no la vas a hacer, mejor emigra”. “Crees que me asustaría de Trínkoulos”, me dijo.
–Ah, habéis encontrado la parte débil –dijo Epistimi enfadada y asustada–, que os habéis puesto de acuerdo los dos. ¡Ay, el canalla! Qué ideas ingenia su cabeza. Admiro que vengas y me digas estas palabras, pero así lo tenéis por costumbre. ¡Toda vuestra familia ha sido así desde el principio!
–¡No nos insultes, consuegra, por Dios, no vaya a ser que me enfade yo también! –le respondió encendiéndose un cigarro–. Esto no lo hace ni lo vamos a permitir. Su señoría insulta y, por el contrario, yo he venido de buenas.
Quiero que te anticipes y he venido a decírtelo, sin que lo sepa él, créeme, sin que sepa nada. Su casa tiene una deuda de seiscientos táleros, te lo había dicho. Si se los dieras, todo estaría bien. Y para su señoría no sería mucho.
Ahora Irene estaría desposada, cual ama en la gran casa cuidada de Xis, y libre de esto. ¿Es que Andreas no se merecía algo más? ¿Qué son seiscientos táleros de nada? Pues eso, nada. La de Sávena tiene más de mil.
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–¿Y desposa a Irene? –preguntó el ama de casa suspirando indecisa.
–No te apresures, así de golpe –le respondió poniéndole un dedo sobre la frente–. Si tuviera los seiscientos salvaría su casa. Pero tengo que preguntarle.
Ya te he dicho que no sabe nada de que he venido a verte. Una teja firme, para que uno resguarde su cabeza, está bien, no lo niego, pero no es suficiente. El hombre necesita además comer. Va a emigrar, dice. Aquí no puede trabajar para otros. Barco no tiene, y un barco como el que ha perdido vale unos cuatrocientos táleros.
–¡Vamos, que quiere mil! –dijo con enfado la mujer–. Ve con Dios y haced lo que queráis. Que has venido a regatear. ¡No te da vergüenza!
–Vale, vale –le respondió como amedrentado y se levantó para marcharse.
–¡Ve con Dios, por no decirte otra cosa! Tres centenas es la parte de ella, que las tome si quiere, si no ahogadla incluso. A mí me da igual. Pero ni un céntimo más.
En ese momento volvía de nuevo a casa Trínkulos, bebido, envejecido, delgado, encorvado y dando tumbos. Sus ojos borrosos estaban medio cerrados por la borrachera y rojo el color de su flaco rostro. Él había escuchado también las últimas palabras, y entonces le dijo: –¡Dale los seiscientos, miserable! Ya te lo dije desde un principio. ¿Has visto lo que hemos conseguido?
–Quieren mil, borracho –le respondió bruscamente su mujer–. Tú tienes la culpa. ¿Qué doy, mis ojos?
–Los tienes –le volvió a decir el borracho balanceando tontamente la cabeza–. ¡Los tienes, dáselos!
–¡Son mil en total! ¿Quieres que nos quiten hasta la camisa y que mendiguemos?
–Trabajaremos –le respondió–, dáselos.
Y habiendo hablado así se fue dando tumbos al dormitorio para acostarse
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y mientras, en ese momento, el tío de Andreas salía a la calle.
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IX Era una verdad amarga el hecho de que Andreas había cambiado. La lucha por la existencia, su esfuerzo por no rebajar su posición social lo habían devastado. Habían vencido en aquel tiempo al amor. Y ahora la respuesta de la señora Epistimi le hacía obcecarse.
La misma noche en que el tío se la comunicó en un pequeño café del arrabal, se fue a su casa con el corazón apesadumbrado, murmurando, y todas las preocupaciones las echaba ahora sobre su mujer, sobre su mala suerte, sobre su poca cabeza que no sabía obligar a su madre a que los ayudara.
–Se han propuesto –pensaba mientras subía su escalera–, madre e hija, hacerme esclavo, igual que ellas. Tal vez la señora Epistimi se alegre de mi desastre.
Arriba encontró a Irene sentada en el dormitorio, delante de una mesa pequeña, donde ardía un candil, con la aguja en las manos, arreglando la ropa blanca de la casa y, serio, le dio las buenas noches.
Irene se dio cuenta y suspirando le dijo con amargura: –¿Qué pasa otra vez? No los da, ¿verdad?
–No los da –le respondió de forma seca.
Hizo un amago de sonreír y al instante le dijo: –No digas que mi madre no te va a dar cuanto te prometió, pero tal vez en el momento en que la necesidad sea mayor.
–¿Qué dices? –le respondió enfadado–. ¿Y cuándo va a ser mayor la necesidad? Esta semana me venden mi casa y lo sabes, y ya no tenemos
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dinero. Mañana tengo que empezar a trabajar.
«¿Lo ha decidido de verdad?» –pensó alegre–. Ay, si fuera así, acabaría toda su desgracia, comenzaría desde ahora una nueva vida y cada paso que dieran sería ganancia para ellos.
Se acercó a él. Sus labios sonrieron, en su rostro pajizo aparecía un leve color rojo. En ese momento quería echarse en sus brazos, creyendo que lo conquistaría de nuevo.
–Los dos somos jóvenes –le dijo con ternura–. Y si se vende la casa haremos una mejor. Trabajaré yo también a tu lado, conozco el arte de mi madre, y unidos los dos lucharemos. No te agobies, Dios ayudará; frente a la felicidad, maldito sea el dinero.
No era la primera vez que le hablaba así. Pero Andreas no quería conocer tal felicidad. Incluso él había maldecido las riquezas y no las había deseado en absoluto, de lo contrario por supuesto que no la tomaría, pero tampoco por eso deseaba la decadencia. Si la señora Epistimi le hubiera dado cuanto le había pedido en verano, todo ahora sería diferente. Habría librado su casa, tendría su barco, trabajaría mejor o peor, pues no estaría obligado a estar en peligro cuando las circunstancias fueran contrarias, no lo apretarían las deudas y podría incluso aguantar, haciendo otro trabajo menos beneficioso, pero seguro. Y ahora, por el contrario, la mala suerte de ella lo había hecho todo al revés, y los trescientos serían una gota de agua en medio del mar. ¿Cómo salir a flote otra vez en medio de todo este desastre? Y así, las palabras de Irene lo soliviantaban en ese momento en lugar de calmarlo.
Le dijo con voz ronca y con los párpados cerrados: –Yo lo dije primero: malditos sean. ¿Pero dónde encontrarlos para librar mi casa, para hacer un nuevo barco, para volver a ser lo que era antes de que tú llegaras aquí? Tú tienes la culpa.
–¿Yo tengo la culpa? –le dijo mirándolo con amagura–. ¿Qué dices? ¿Yo os
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mandaba al continente? ¿Te decía yo alguna palabra? Lo que hiciste lo hiciste por tu cuenta y ni siquiera ahora te avienes a la necesidad y no quieres trabajar con fe y esperanza en Dios, solo te quedas sentado para que te devore la calamidad. ¿Qué nos falta, hombre, así como estamos? ¿fuerza, salud, juventud?
¿no lo tenemos todo? ¿no tenemos incluso… el amor?
–El amor no se come –le respondió con dureza.
–Deja –le dijo suspirando y mirándolo con lágrimas– que me encargue yo mañana. Eh, los trescientos los dará, estoy segura. Si quieres voy yo misma a buscarla, aunque me mate. Así podrás empezar algún trabajo.
–¿Los trescientos? –le preguntó alterándose aún más–. ¿Y qué hago yo con ellos, mujer?
–A lo mejor nos da los seiscientos que le pedí. Pero primero quiere ver el casamiento.
–¡Tú espera casamiento! ¡Lo juro por la cruz, nunca! –y con el dedo la dibujó sobre la mesa–. No te desposo si no da los mil que se necesitan.
–¡Mil! –le dijo humeando de nuevo– ¿Dónde los va a encontrar la desgraciada? ¿Quieres que muramos de hambre todos los demás?
–Los tiene, lo ha dicho también tu padre. Y si no los trae, ya te dije. Seiscientos para la casa, cuatrocientos para el barco. Entonces busco trabajo.
–¿Así es como hacen las personas honradas? ¡Ay, desgracia mía, cómo he sido engañada!
–¿Te digo lo que dice mi tío? –le dijo molesto como si se alegrara de hacerla sufrir–. ¡Como la culpa es tuya, que te eche!
–Que me eches, te dice –le gritó. Y en ese momento, enfureciéndose también ella y encontrando un coraje que ni ella misma creía tener de verdad, prosiguió–. ¡Lo dices porque has encontrado una situación débil, porque no tengo hermanos, porque mi padre está enfermo y viejo, porque mi casa la lleva a cuestas solo mi madre! Lo dices porque me tienes agarrada como me
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tienes, y nadie se va a fijar en mí por haber pasado por tus manos. Pero la culpa es mía por haber confiado en ti. Pensaba que eras un hombre honrado.
Y, por el contrario, he sido engañada. ¡Maldita sea yo! ¿Qué más puede hacer la desdichada de mi madre por ti? Oigo que todo lo que has pedido te lo da.
Liberas tu casa. ¡Trabaja! ¿Por qué pides más?
–Me dice –la interrumpió con indiferencia– que te eche y que tome a la otra, la hija de Sávena, que tiene mil quinientos. Y me dice bien. Si le hubiera escuchado desde el principio los tendría hoy, tendría incluso el barco. Pero más vale tarde que nunca. Si no lo hago tengo que trabajar para otros.
–Tomarás a la otra –le dijo tranquilizándose de repente y decidida ahora a defender su posición–, pero yo no me voy de aquí ni aunque me mates. Juntos pasaremos lo bueno y lo malo.
Entonces los celos, cual serpiente venenosa, le mordieron la punta de su corazón. Entonces subía el tío arriba y, sin saludarlo, le dijo con tono serio: –Honrados consejos le das a tu sobrino, como notable que eres. Bien por ti que quieres perderme. –La sangre hervía en su interior y su veneno estaba a punto de estallar–. ¿Qué le ha hecho la pobre a este hombre para odiarla tanto?
–Oye, muchacha, yo –dijo el tío persignándose–, acaso, sobrino, yo alguna vez te he dicho algo malo? ¿No te he aconsejado siempre bien? Pero pronto empezasteis con la discordia y la discusión. ¿No te decía yo siempre, hombre, que tienes necesidades, que tienes deudas? ¿No decía que dejaras tranquila a la muchacha ajena y que no la sacaras del regazo de su madre, para no poder traerle un kilo de pan y verte obligado a mandarla de nuevo a su casa?
–¡Pilatos! –le dijo Irene mirándolo enfurecida–. Sé cómo hablas, te conozco. Así le metes ideas. ¿Qué es lo que puede y no puede? Si quiere, puede.
Además, mis manos también pueden alimentarme. Que se ponga a trabajar él también. ¿Para qué queremos los palacios endeudados?
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–¿Los palacios endeudaos? –gritó Andreas, a quien las palabras le habían tocado el fondo de su corazón, dando un paso hacia ella.
–Tranquilizaos –dijo el otro entrometiéndose, haciendo como que no se había enterado del insulto–. ¿No te dije yo, hombre, que podía buscarte trabajo en la pesca? ¿No te dije que te lo había encontrado? Ahora sobran las discusiones. Quieras o no, por ahora o para siempre, vas a tener que trabajar para otros, ya que Trinkúlena no te da el dinero que quieres.
–¡Desde esta misma noche! –gritó Andreas con obstenación–. Vamos a buscar a los pescadores. Que se apañe aquí ella sola como pueda.
–Pero dilo, hombre, antes de irte, para que no me guarde rencor y para no aguantar yo también el calvario a partir de mañana, que no vas a estar aquí.
¿Te dije yo alguna vez algo sobre la hija de Sávena desde que tomaste a esta desgraciada? Me dijiste que te buscara trabajo; te lo encontré. ¿Encima voy a tener yo la culpa de que vas a estar lejos de tu casa?
–Sé por dónde vas –le dijo Irene suspirando con amargura–. Tú nos vas a separar, pues no tienes nada que sacar ya de Andreas como antes, ya que le has hecho perder el barco. Que se vaya a las barcas, pero yo de aquí no me voy. No te voy a hacer ese favor.
–¿A mí? –preguntó retorciendo de manera burlesca su labio–. ¡Tú no estás bien, muchacha mía! –E inclinándose hacia su sobrino–: ¡Que sea por su madre! Por su gafe, hombre, mañana o al siguiente, ¡zas!, se vende la casa. Y así que se quede dentro, si puede. ¡Vámonos, hombre!
–Ah, ¿así sois? –les dijo echándose a llorar desesperada, mientras los dos hombres se marchaban.
Andreas deteniéndose un momento le respondió: –Si quieres, haz que tu madre los dé.
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X ¡Cómo podía imaginarse que las cosas iban a acabar así! La dejó sola, sin pan, sin trabajo, sin casamiento, en una casa que iba a ser vendida hoy o manaña, sin esperanza alguna, para encontrarle este dinero. ¿Quién? Él a quien había amado más que a ella misma, él en quien había confiado todo su ser.
¡Increíble! ¡Increíble! –se decía ella sola con una profunda tristeza en el corazón. En su mente iban y venían continuamente las mismas ideas durante toda la noche, mientras lo esperaba, alerta, con la esperanza de escucharlo de un momento a otro, primero en la calle, después en la escalera y finalmente en la habitación. Con el paso de cada persona que pasaba por el callejón se le retorcía el corazón, afinaba su oído con atención y algo en su interior le decía que era él.
Había pasado la medianoche y aún no había llegado. El deshonesto del tío había dicho la verdad. Y posiblemente de verdad la dejaría aquí, hasta que se cansara sola y se fuera por su propio pie, puesto que le era imposible obligar a su madre a que diera cuanto le habían pedido. ¿Cómo? ¿cómo rogárselo a ella? ¿Qué decirle? Ella, que temía e incluso se avergonzaba de mirarla a los ojos. ¿A quién podía enviar? Todo estaba saliendo al revés, todo mal, todo en contra.
Las horas pasaban lentamente, pero ella continuaba esperando. Seguramente se hubiera marchado de pesca con las barcas y durante días, quién sabe, quince, veinte, no lo vería. ¿Y qué podría hacer ella estando sola, ella una joven débil, que en ningún momento de su vida había cuidado de sí misma?
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Ahora toda su fuerza, toda su fe en el trabajo, todas sus esperanzas, todo su coraje y la esperanza de un tiempo futuro mejor la abandonaban por completo y su abandonado corazón quedaba devastado, parecido a un frondoso huerto cuando funesta pasa sobre él la t e m p e s t a d. Fuera reinaba la tranquilidad: ni siquiera el mar se oía esa noche. Las horas pasaban lentamente y era interminable la larga noche invernal. ¡Ay, si al menos pasara rápida! La luz es consuelo para los desdichados: la dulce luz del día. Pero las noches a su lado podrían ser la fuente de su felicidad. ¡Ay, si lo tuviera a su lado! A él a quien había amado, a quien aún podría amar, aun habiéndola tratado tan salvajemente, tan duramente, tan inhumanamente, un joven así, sustento de su vida y orgullo frente al resto del mundo. Ay, ni siquiera él tenía la culpa. ¡No era natural la maldad en su pecho! Las circunstancias, las desgracias lo habían cambiado. Tal cual había sido c r i a d o en las costumbres señoriales, no podía acostumbrarse de repente al duro declive, pero se oponía con todas sus fuerzas, y ese primer día en que se vio obligado a tener en sus manos tareas ajenas, fue tan duro el cambio para él que, en un momento, su enfado lo proyectó sobre ella. Él no tenía la culpa. ¿Pero no lo lamentaría? ¿Quién sabe? De nuevo afinó su oído con una lejana esperanza de que escucharía sus deseados pasos, y esperaba inmóvil. Y cuando vio que todo estaba perdido, incluso entonces de nuevo en su joven corazón una nueva esperanza se iluminó. Se destapó y, a la temblorosa luz del candil, ella misma miraba su cuerpo, sus prominentes pechos marmóreos, sus cabellos rubios que se derramaban sobre sus hombros, cual río de oro, y desde la cabeza a los pies todos sus miembros armónicos, toda la madurez de su juventud.
Y pensó: «¿Acaso no es digno de su amor este cuerpo mío? ¿Puede olvidar por completo tanto amor mío? ¿Puede en verdad no interesarse por mi vida y ser de por vida una completa desconocida para él?». Pero de nuevo oscuras ideas le nublaban la mente: «Ay, si volviera y la abrazara y la estrujara
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con sus fuertes brazos, con el primer amor. ¿Dónde estaría ya la armonía perdida, habiendo sido él capaz de rechazarla en un momento difícil de la vida, indiferente sobre si tenía o no la culpa, cuando su obligación era luchar y superar cada contratiempo?» Pero estaba atada a él para siempre. «Ay el pan, el pan», dijo asustada. Se respondió a sí misma: «No, no le iba a faltar ni siquiera el pan. Por la mañana se pondría a buscar trabajo con valentía.
Pisotearía las antiguas costumbres. Se presentaría ante todas las personas orgullosa de poder sobrevivir con sus propias manos. Y lo esperaría. Y que no viniera si no quería, y que después la dejara para siempre. ¿Para siempre?». Y de repente su gran amor despertó tremendo, tierno, infinito, en su corazón, en el corazón de una mujer que había probado los abrazos ardientes, que recordó su ancho pecho, donde cada noche recostaba su rubia cabellera. Lo quería, lo quería suyo, solo suyo, y era para ella una tiranía atroz la idea de que alguna otra podría arrebatárselo por dinero. No, ella no necesitaba sus manos para salir adelante, las suyas propias la mantenían. Pero su amor le era ahora tan necesario como su propia sangre, la cual oía hervir dentro de sí. No, no se lo arrebataría ninguna, no lo permitiría. ¿Qué importaba si se vendía el palacio endeudado, debajo de cuyo tejado llevaba toda la noche maltratándose? La buena suerte no elige solo las casas altas, no solo pasea entre señores y ricos.
Que se perdiera la casa. Lo que ganarían los dos sería suficiente para vivir, ya que, como le había dicho, gozaban de juventud, fuerza, salud y, ¡ay!, amor.
Ojalá volviera solamente.
De nuevo oyó los pasos de un transeúnte en la calle, y por la celeridad de los pasos comprendió que era el sereno que estaba apagando el farol de la callejuela.
–En breve amanecerá –dijo consolada y miró el otro lado de la cama que estaba vacío y se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero ahora su corazón se había sosegado. En medio de toda aquella perturbación de la noche se había
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decidido; y con fuerzas renovadas hacía frente a la lucha de la vida y con nuevas esperanzas se preparaba para vivir. “Ay” dijo, mientras se levantaba, y pensó que “su hombre después de los primeros días se acostumbraría a su posición, se acostumbraría a no avergonzarse del trabajo ajeno y volvería a ella igual a como lo había conocido en un principio aquella noche en la que maldecía las riquezas”.
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XI Y lo hizo. Se armó de paciencia, de resignación, de esperanza, y esa misma mañana pidió trabajo en la fábrica que ya conocía, donde trabajaba siempre su madre. Y ese arrojo suyo que desdeñaba las instituciones tradicionales y absurdas le pareció mucho más fácil de lo que imaginaba y ni una boca encontró que la juzgara por eso. Era pobre y tenía que trabajar. Ahora sus días pasaban tranquilamente, pero Andreas no venía.
Solo por el tío, a quien veía de vez en cuando, pues ahora también él estaba ausente todo el día, se enteró de que su hombre trabajaba laborables y festivos en la mar y que solo volvía a la cora cada amanecer con la barca para traer el pescado al mercado. Pero Spiros se cuidaba astutamente de no decirle a ella una palabra sobre sus planes.
Habían pasado días y ella trabajaba completamente sola, pero el sufrimiento la había endurecido y su corazón había crecido. Ahora conocía mejor el mundo. Ahora todo el arrabal sabía que los Xis ya habían caído en la pobreza, que hombres y mujeres en su casa debían trabajar para otros para sobrevivir, y sabía incluso que el domingo sacarían a subasta su palacete paterno. Eso también lo había oído Irene, pero ahora no desesperaba. Debía obedecer al destino y estaba decidida a alquilar una modesta casa y a esperar, pura y honrada, a su hombre, si de ninguna parte llegaba ayuda alguna. Tenía siempre alguna esperanza. Su corazón le decía que al final la madre no la dejaría que se hundiera.
Verdaderamente, el viernes por la noche, cuando la señora Epistimi salió
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de la fábrica, llegó y la encontró en su dormitorio, donde acostumbraba a pasar toda la noche. Llevaba puesto hasta abajo su pañuelo y sus ojos no se mostraban en absoluto, pues no los iluminaba la temblorosa llama del candil, que jugaba sobre sus otros complementos.
Irene se había levantado al escuchar sus pasos y por un momento se habían quedado las dos mujeres calladas, como si tuvieran miedo la una a la otra, como si tuvieran miedo de las amargas palabras que tenían que decirse la una a la otra, y entonces, de repente, el cariño venció. La hija se arrojó al regazo de la madre y las lágrimas fluyeron de sus ojos como ríos, se tranquilizaron y entonces se besaron.
–¡Desafortunada! –le dijo la madre llorando.
Le respondió con un llanto que le sacudió el pecho y después le dijo: –¿Qué hago, madre?
–Lo que has hecho, hecho está –le respondió soltándola y descubriendo su cabeza–. Otra cosa que lo que has hecho no podías hacer, pero veamos si se puede encontrar una solución.
La escuchaba con atención y se secó las lágrimas. ¿Terminarían acaso ahora las desgracias y llegaría por fin la justa recompensa por su virtud?
–Lo sabes –le dijo de nuevo la madre sentándose frente a la mesa, ya tranquila–. ¿Sabes que el domingo os venden la casa?
–Lo sé, que desaparezca la dichosa. ¿Para qué quiero los palacios endeudados? Esto los ha arruinado.
–No te apresures –le dijo la madre, cuya mirada revivía incesantemente–.
Lo que dices no es lo correcto. Él también ama su casa paterna –y en un momento añadió con amargura:– Te ha abandonado, ¿eh?
–Trabaja en la pesca –respondió avergonzada, diciendo “sí” solo con la cabeza.
–¿Y no va a venir?
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–No sé. No me dijo.
–Escucha –le dijo pensativa–. Mañana voy a ir a buscarlo a la cora, a la hora en que trae el pescado y voy a hablar con él. No quiero que perdáis la casa. Que se lleve los seiscientos que pidió, pero que te despose.
–¡Ay, madre! –dijo, echándose de nuevo a llorar en agrade-cimiento–.
¡Eres buena! Pero yo no he tenido la culpa. Las cosas no han venido así por mi mano.
–Lo que has hecho, hecho está –respondió cerrando lentamente los ojos, como si quisiera evitar una imagen desagradable que en ese momento pasaba por delante de ella.
Pero entonces la hija le dijo de nuevo: –Solo que… ¿quién sabe si se contentará con eso? Aquí la última noche estuvieron hablando de mil, de miles, ni sé de cuánto. ¡Y de dónde va a salir todo cuanto quiere, pobre madre! Se ha propuesto despellejaros.
–No es tal tipo –le dijo con gesto serio–. Todo lo hace para abrirme la bolsa y cogerme cuanto pidió. Volverá de nuevo a tus brazos bueno, como era en un principio. No desesperes. Recuperará su casa. Para los demás niños, los pobres, trabajaré lo más que pueda; y aunque le deje menos a cada uno, les salvaré al menos la honra de su casa.
–Ay, madre –le gritó agradeciendo con voz suave–. ¡Cuánta amargura te he causado, a ti y a mi buen padre!
–¡El pobre borracho! Ya no bebe ni gota. Su pena es grande. También a él lo consuelo como puedo. Te daría incluso su alma.
–Ay, si al menos no estuviera embarazada –dijo de nuevo Irene.
–Y encima eso –dijo la madre–. Él es un caballero y nosotros caminantes.
Desde el principio ese era su plan. Nos la ha jugado pero bien. –Como arrepentida, prosiguió después de un momento–.Aunque hago muy mal en
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criticarlo. La suerte así lo ha querido. Sea como sea, este es el tuyo; con él vas a vivir. Llévate bien con él y agrádalo cuanto puedas. Recibe mi bendición.
Las dos mujeres se levantaron y se abrazaron de nuevo. La señora Epistimi se cubrió de nuevo su rostro y con sosegado corazón bajó de la casa de Andreas con la decisión de arreglarlo todo.
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XII Eran las ocho de la mañana. La característica y hermosa plaza de Spiliá estaba llena de gente: comerciantes que hacían sus trabajos, porteadores que llevaban sacos y barriles, carros, unos los arrastraban los caballos, otros los hombres, cargados de pieles, sacos, tablones, barriles, cajas o incluso vacíos, iban y venían provocando un gran estruendo que se unía al bullicio de la gente. En los escalones marmóreos del mercado o de Markás, tal y como lo llaman los corfiotas, a esa hora subía y bajaba gente bien vestida: antiguos señores, nuevos ricos, comerciantes, médicos, jueces. Era la hora en la que compraban los adinerados. Dentro, bajo un ancho peristilo embaldosado, vendían carne y pescado y, bajo el patio techado de cristal. verduras, legumbres y extrañas flores. Las voces de los vendedores resonaban por todos lados. Los pescadores, detrás del pretil de piedra enlosado que rodeaba todo el peristilo alrededor, más alto y techado con madera por donde estaba las carnes, donde colgaban pequeños y grandes trozos rojos y amarillos de anzuelos férreos, elogiaban gritando sus pescados, algunos de los cuales, rojos, morenos o plateados, coleaban todavía muriendo sobre las losas; otros habían muerto y estaban encorvados como arcos; y otros, finalmente, estaban blandos, golpeados en las redes y muertos desde hace muchas horas.
–¡Cincuenta centimos los pescados! ¡Cincuenta la trainera! ¡Cinco de diez! –gritaba una hermosa voz metálica–. Al mismo tiempo el verdulero ofrecía cantando su mercancía, pulverizando las verdes hortalizas que estaban extendidas en el patio, sobre planchas de madera inclinadas. “Acelgas, apio,
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perejil, mostaza, espinacas, ¡coged, coged!”. Más allá otro vendía sus frutas que estaban extendidas también sobre las mismas planchas de madera, en canastos y cestos: naranjas doradas y quinotos, limones amarillos, frutas secas, y gritaba él también con voz ronca: “¡Coged, coged! dulces naranjas amargas, limones, quinotos!”. Todas esas voces se mezclaban con los monótonos golpes del cuchillo de los carniceros, que desde sus elevadas exedras, callados, cortaban la carne sonriendo a sus clientes, y con el jaleo de las personas que charlaban entre sí y que regateaban cuanto compraban.
Los pescadores conocían a todo el mundo.
–¡Conde! –gritaban a un hombre alto, flaco, de mediana edad, que pasaba apresurado–, ven, que tengo pescado para tu mesa.
–¡Ven, doctor, que para ti tengo lo que quieras! ¡Alma mía!
Un intenso olor a pescado, a carne fresca, a verduras podridas inundaba todo el aire, pero nadie reparaba en ello. Todos los que compraban se conocían entre sí, pues cada día se veían y se saludaban con cortesía. Los escasos de los pocos antiguos señores que quedaban todavía, con saludos fraternales entre ellos en lengua italiana, los nuevos ricos y los comerciantes orgullosos y bien vestidos, miraban primero directamente a los ojos y esperaban el saludo, los médicos y los abogados, cada uno de manera diferente, según su carácter, con sus intereses y sus ideas. Y a toda esa gente, uno a uno, la perseguía un niño de entre doce y catorce años descalzo, mal vestido, con gorro o sombrero de paja en la cabeza, con una canasta colgada del brazo cuando compraban, cruzado por el cuello y a la espalda cuando entraban en el mercado, sobre la cabeza cuando salían.
Un antiguo señor, un anciano, alto, guapo, de pelo canoso y no muy bien vestido, paseaba, como hacía cada día, por el peristilo, entre la gente que lo conocía, con su asistente, otro hombre entrado en edad, más gordo, más pequeño, de barba más larga y blanca, vestido de manera más ordinaria, que
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paseaba a su lado con las manos en los bolsillos, agarrando desde dentro de uno de sus bolsillos su largo y recio bastón, como los oficiales su espada.
Desde hace años los dos venían a esta hora al mercado para ver qué compraba cada dueño para su casa.
Hablaban en italiano entre ellos y mientras paseaban escucharon a un comerciante que ofertaba con orgulloso un pescado caro.
–“Magna ben questo qua!” (¡Este come bien!) –dijo el señor a su compañero.
–“Xe in tochi falio” (Está en quiebra) –le respondió el ayudante poniéndose de puntillas para ver qué había comprado uno que pasaba a su lado y que los había saludado.
–“Adaseno?” (¿Verdad?) –dijo el señor mientras le daba los buenos días sonriendo a un rico que, según decían, tenía cinco millones y que siempre elegía las cosas más baratas para su casa, quejándose de su pobreza, de su familia numerosa y pidiendo de regalo un pescadito a su vendedor.
–“No el se vergogna; e el gha tanti tesori!” (¡No le da vergüenza. Y tiene tantos bienes!), dijo el señor.
–“No la ghe pensa” –dijo el otro–, “el sona ogni giorno tante strapazae dai pescaori!”(¡Descuida que cada día acumula insultos por parte de los pescadores!) En ese momento llegó también Andreas al mercado. Lo seguían dos porteadores que apresurados iban tras él, llevando en la cabeza dos grandes canastas circulares semejantes a bandejas trenzados, llenas de pescado, agarrando con los dientes su sombrero y manteniendo en equilibro la carga con sus dos manos. Andaban con las rodillas flexionadas, como si estuvieran bailando, descalzos y remangados. Descargaban delante de los clientes expertos en pescado, y entonces los tres juntos ponían los pescados por orden, según especies y según el tamaño, sobre las losas, mientras los vendedores comenzaban a gritar sus
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ofertas.
–Salmonetes, bacalaos de traineras, cuatro de diez.
Había mucho pescado en el mercado. La gente iba y venía, y el viejo señor se paseaba continuamente entre las personas, charlando en italiano con su asistente. Y mira ahora que llegó en ese momento también al mercado la señora Epistimi. Era la primera vez en su vida que entraba allí dentro. Alta, flaca, esbelta, con el rostro arrugado, algo pálida, con un pañuelo negro en la cabeza. Sus vivos ojos, que aún eran jóvenes, delataban su preocupación y miraban alrededor buscando a Andreas, que sin percatarse hacía su trabajo.
Cuando al fin lo vio, avanzó hacia él, dio en voz baja los buenos días a todos y le dijo: “Quiero hablar contigo”.
–No libro ahora –le dijo confuso y con impaciencia–. ¡Lo ves! –Y con un gesto se mostró a sí mismo, como si quisiera decirle que si él estaba en ese momento allí, descalzo, con el calzón remangado hasta las rodillas, sin chaqueta, sin mangas, se lo debía solo a ella.
–Por tu bien, he venido por tu bien –le dijo molesta, mordiéndose su labio decolorado–. ¡Por vuestro bien!
Ahora le respondía el tío, que era uno de los que habían traído el pescado: –Ya te ha dicho, consuegra, que ahora no libramos. Vete con Dios y ya hablarás en otro momento. ¿Es este lugar para conversaciones?
Le miró airadamente con enfado y le dijo: –Tú mismo le das las buenas instrucciones.
Algunas personas al pasar los miraban extrañados, pero los pescadores continuaban con sus labores.
–Vamos, que te diga –le dijo de nuevo apenada la señora Epistimi.
–Tengo que vender el pescado. Así he acabado por vuestra culpa.
–Andreas, haz tu trabajo, hombre –le dijo el tío–, por Dios, y déjala que hable. No estará bien esta pobre mujer. ¡Vaya lío hoy, hombre!
–Bien –dijo la mujer moviendo la cabeza, como si amenazara–. Voy a
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hablar aquí, aunque nos oigan.
Algunos prestaron atención. El señor con su compañero desde lejos se pararon a escuchar.
–Mañana se vende tu casa –le dijo apesadumbrada.
–Mejor –le dijo obstinado y cruzando sus brazos–. Así recuperarás a tu hija y yo seré libre.
–Después de que la has engañado –le respondió, mientras la sangre le subía a sus mejillas por el enfado y la vergüenza– tienes el arrojo de decirlo.
Escucha, te he traído los seiscientos para que la recuperes. Te doy cuanto me has pedido.
–Con honradez habla la mujer –, dijeron con afecto algunas bocas a su alrededor.
Pero entonces el tío respondía: –Te ha dicho que aquí no es momento para conversaciones. Todo lo que dices es sagrado y está bien, pero no es para aquí, querida ama de casa. Vete con Dios y ya hablaremos.
Pero la señora Epistimi no se movía.
–Te los he traído –le dijo de nuevo.
–No queremos tu dinero –le dijo el tío–. Haberlo dado entonces. Quédatelos tú misma, que te hacen falta, y quédate con tu hija. Por otro sitio hemos encontrado algo mejor. Al diablo con la casa; haremos otra.
–Sí –dijo Andreas–. ¿Qué puedo hacer con los seiscientos? ¿No ves mi miseria?
–No tengo más –le respondió con voz muda, viendo cómo hervía la sangre en su corazón.
–¡No la tomo! He encontrado por otro lado el triple.
–¡Ay, si me hubiera querido a mí! –dijo Andonis, que era el otro porteador–.
Yo la quería a ella, no su dinero. ¡Pero cómo me iba a atrever a decírselo!
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Ahora la señora Epistimi temblaba, sus ojos brillaban, el pañuelo de la cabeza se deslizó hasta sus hombros.¡Deshonrados!», pensó. «Quieren despellejarnos. De lo contrario, la abandona para quedarse con más. ¡Deshonrados».
Algo la empujaba a echarse sobre ellos para sacarles los ojos con el dedo, para arañar con las uñas y con la boca, y deseaba ahora tener manos dobles, dos bocas, que ella misma fuera dos personas, para cogerlos a los dos al mismo tiempo y maltratarlos, como merecían: al mentiroso del tío y a la deshonesta persona que le había arruinado a su hija.
–Me la mandas –le dijo con voz ronca– para que dé a luz en mi casa.
–No la queremos, punto– la interrumpió el tío.
–Injusto, injusto –decían algunos que ahora seguían curiosos la conversación.
–¿Que dé a luz en mi casa a tus bastardos? –le gritó la mujer armándose de valor ante el arropo de la gente, que cada vez más los rodeaba–. Así lo hizo el muerto de tu padre. Por eso os fue así de bien.
Andreas se enfadó y quería empujarla.
–Vete al viejo diablo –le dijo.
–¿Qué le pasa a esta harpía? –preguntó en italiano a su acompañante el señor que detenido miraba desde lejos.
–Yo qué sé –le contestó el otro, como diciéndole: déjame que escuche.
–No te pongas de los nervios –dijo el tío–. Tú vete y déjame que actúe yo, hombre, a ver si nos libramos ya hoy.
Andreas estaba dispuesto a seguir su consejo pero, obstinado como estaba, aún quería atacarla: –No la tomo aunque le des todos los bienes de Corfú.
Ahora la mujer se dio cuenta de que se le iba de verdad y pensó que su hija estaba perdida y que la vergüenza se quedó en su casa. Las penurias, la decadencia habían endurecido el corazón de Andreas, lo habían empujado ha-
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cia la deshonra, y lo veía: lo había decidido ya, tomar a la otra, a la rica, para arreglar su posición, y abandonar para siempre a Irene. ¿Debía dejar que se marchara impune delante de ella? Los ojos de la madre brillaron. Se abalanzó sobre Andreas y lo agarró del hombro y lo retenía con fuerza, apretando su mano todo lo que podía.
–Entra en razón –le dijo desesperadamente–. ¿Hasta el final vas a insistir en la deshonra? No puedo darte más.
Andreas le dio un codazo intentando liberarse. Ella entonces se dio cuenta de que su fuerza había aumentado. Su corazón le decía que podía enfrentarse incluso a diez como Andreas, aunque fueran hombres y fuertes y ella mujer.
Miró a la gente a su alrededor y entendió que todos la miraban con empatía. Y mientras ojeaba a su alrededor, su mirada cayó sobre un pequeño cuchillo que tenían allí los pescadores para limpiar los espinosos pescados. Pero Andreas, sacudiéndose continuamente para librarse de ella, le volvía a decir, enfadado ya él también: – Te he dicho que no la tomo, ¿qué más quieres?
La mujer, sin saber realmente lo que hacía, cogió de repente el cuchillo de las planchas húmedas y cerrando los ojos para no ver el delito le dio un navajazo que le acertó en el brazo. La gente se metió en medio y los separó.
Sangre corría de la herida. La señora Epistimi miró con pavor, como aturdida, la hoja ensangrentada y con espanto la arrojó al suelo. Su enfado se le fue de repente y en su corazón deseaba que fuera superficial la herida que le había hecho. Se alegró cuando oyó decir a las personas que habían rodeado a Andreas y que le miraban el brazo: “No es nada; el cuchillo no ha entrado profundamente”. Estaba pálida por el estremecimiento. Dos policías le habían agarrado las manos. “Bien lo ha hecho”, gritaba la gente.
–¡Qué barbaridad! –gritó el señor en italiano a su asistente.
–¡Dónde hemos llegado, jefe! –le respondió de nuevo en italiano el rico
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que compraba los pescados más baratos y que se encontraba a su lado y se daba ahora prisa en irse, puesto que estaba asustado.
–¡Ay, pobre Inglaterra! Entonces no teníamos estas fiestas –dijo en griego el asistente del señor.
Ahora la desdichada ama de casa lloraba. Analizaba con tristeza los resultados: su hija abandonada para siempre; ella misma en la cárcel durante meses; tal vez durante años su casa desierta; sus hijos, como huérfanos, en manos de su débil marido; y sus hijas, de hecho las dos cafres que crecían día tras día, y sobre todo la segunda, que ya era suficientemente mayor y que podía hacer lo mismo.
Los policías tiraban de ella mientras tanto para llevársela. La desdichada miró un momento a Andreas, que se alegraba de su escapatoria, y le dijo con súplicas: –No me pierdas mi casa. Toma la llave de la cómoda y tira para que te dé mi marido todo cuanto tengo: en el banco está todo puesto a su nombre. Todo, todo. Solo defiéndeme en el juzgado. ¡Maldito sea el dinero!».
–Así sí –dijo el tío sonriendo–. Al menos el navajazo lo paga.
–No tengo nada –dijo el herido y sus ojos brillaron.
–No voy a ser más pobre. Dejadme. Voy a desposarla.
Un pescador que se encontraba detrás de sus pescados, un viejo fuerte, robusto y colorado, el único que aún llevaba calzón blanco y fez, gritó con orgullo: “¡Ale, ya os vale, mujeres de Manduki! Cada día hasta chulerías aquí abajo en Markás. El otro día uno mató al juez, ¡vaya faena! ¡Y hoy la Trinkúlena lo ha demostrado!”.
–“Cosa ha dito?” (¿Qué ha dicho?) –preguntó el señor a su asistente.
–“Ha parlà de la onfeganda del judice”.
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XIII La herida de Andreas era poca cosa. Tras limpiarla y vendarla en una farmacia, partió entonces hacia el arrabal. Fue a buscar a Irene, a coger el dinero, a pagar sus deudas, y se había planteado preparar su alegría para el domingo siguiente. Liberado de la pobreza, volvía a encontrarse a sí mismo, se volvía de nuevo una buena persona y despertaba el amor de nuevo en su corazón.
Por la calle todo el mundo le daba la enhorabuena por haberse salvado, y en el arrabal, donde todo se había hecho público inmediatamente, lo rodeaba la gente y quería escuchar de su boca lo que había ocurrido. Todos se alegraban de su final y le deseaban felicidad.
Fue a su casa y, al no encontrar allí a Irene, se dirigió sin perder un momento a la casa de su suegra. Allí estaban todos llorando: Irene, sus dos hermanas y el muchacho. Se acercó para besarla.
Ella lo miró con pena, como si le estuviera reprochando todo su comportamiento, pero no se resistió al abrazo. ¿Habría encontrado él finalmente valentía alguna en su corazón?
Le dijo alegre, como si en el momento hubiera olvidado todo lo que había hecho durante tantos días: –¡El domingo nos casamos!».
Ella le sonrió.
–Adiós a la pobreza –prosiguió–. La hemos dejado atrás. Tu madre se ha enfadado, me ha golpeado, pero no importa. Da todo lo que tiene, pero no voy a coger más que los mil que se necesitan.
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Ella miró dolorida a sus hermanos, bajó los párpados y no respondió.
–¿Por qué no te alegras? –le preguntó.
En ese momento entró en la casa el viejo Trínkulos. Temblada entero, alicaído, flaco, asustado, con ojos que el vino había enturbiado durante tantos años. Pero ahora estaba sobrio y se llenó de lágrimas. Había escuchado las últimas palabras de Andreas y abrazó con cariño a su hija. Y ahí ya no podía aguantar más. Un sollozo muy profundo le sacudió el pecho y bramó para no vociferar el llanto.
Andreas, triste, miraba a los dos criaturas, que se amaban, que sufrían por su culpa y que ahora no hablaban.
Finalmente, le dijo el padre estrujándola en su abrazo: –¿Te ha hecho caer en desgracia?
No dijo quién. Su mente estaba tal vez en su mujer, pero Andreas creyó que las palabras sonaban para él, y dijo: –Yo tuve la culpa. Pero ahora todo se ha arreglado. El domingo la desposo.
Aquí está la llave de la cómoda. Ha dicho que me des los mil.
–¿Y compras de nuevo el amor? –le dijo Irene con amargura–. ¡Ay, qué has hecho! –y se puso a llorar.
–¿El amor? –preguntó humeando–. ¿Acaso no lo tengo?
–¡No! –le respondió–. ¡No! Por poco de dinero estabas dispuesto a venderme y sin él no me tomabas. Adiós al amor. ¡El pájaro ya ha salido volando!
–Volverá –le respondió apenado– a su cálido nido. ¡Nuestra vida va a ser un paraíso!
–¡No! –le dijo–. ¡Después de lo que has hecho, no! Y aunque te quisiera no volvería contigo. Soy trabajadora, ¿a quién necesito? –Y en un momento prosiguió–: ¿Por qué cometer una injusticia con mis hermanos?
–¡Te ha hecho caer en desgracia! –dijo de nuevo el padre con amargura,
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que ya estaba sobrio–. ¿Por qué no darlo desde un principio, tal y como le dije? ¡Maldito sea el dinero!
–Vamos –dijo Andreas.
–¡No! –le dijo decidida–. Aquí está nuestra ruptura. Me iré a sitios lejanos, a un mundo extraño, a otros lugares. Trabajaré para mí y para acunar al bebé que va a nacer. Me dará mi madre recomendaciones para encontrar trabajo en otro sitio. Las conseguirá de sus señoras–. ¡No, no voy! Soy una trabajadora, ¿a quién necesito? –Y después de un instante, como si respondiera a algún pensamiento suyo, volvió a gritar: “¡No voy, no voy!”.
Andreas la examinó con atención y entendió que todas las palabras serían en vano.
–¡Malditos sean los táleros! –gritó de nuevo desesperado–. ¡Adiós a mi felicidad!
Y salió a la calle.
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