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Yannis Ritsos CUARTA DIMENSIÓN Traducciones de M. García Amorós, C. López Rodríguez, A. Pociña
Centro de Estudios Neogriegos, Bizantinos y Chipriotas Granada


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Yannis Ritsos
CUARTA DIMENSIÓN La ventana, Claridad invernal, La sonata a la luz de luna, Orestes, Perséfone, Áyax, Helena, Fedra, Cuando llega el extranjero
Presentación por Andrés Pociña Traducciones de Maila García Amorós Concepción López Rodríguez Andrés Pociña


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Yannis Ritsos
CUARTA DIMENSIÓN La ventana, Claridad invernal, La sonata a la luz de luna, Orestes, Perséfone, Áyax, Helena, Fedra, Cuando llega el extranjero
Presentación por Andrés Pociña Traducciones de Maila García Amorós Concepción López Rodríguez Andrés Pociña
Granada, 2015 Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas


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Biblioteca de Autores Neogriegos Director: Moschos Morfakidis
DATOS DE PUBLICACIÓN: Yannis Ritsos: Cuarta dimensión Traducción: Andrés Pociña, Maila García Amorós, Concepción López Rodríguez pp. 166 1. Poesía. 2. Poesía Griega Moderna.
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CENTRO DE ESTUDIOS BIZANTINOS, NEOGRIEGOS Y CHIPRIOTAS C/ Gran Vía 9-2º. 18001 Granada Tel. y Fax: (+34)958 22 08 74 Eri Ritsou De la traducción: Andrés Pociña, Maila García Amorós, Concepción López Rodríguez Primera edición: 2015 Depósito Legal: GR 141-2015 ISBN: 978-84-95905-53-6
Maquetación: Jorge Lemus Impreso en España - Printed in Spain
Reservados todos los derechos. Queda prohibida la reproducción total o parcial de la presente obra sin la preceptiva autorización.


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I. Cronobiografía de Yannis Ritsos1 1909 El día 1 de mayo, fiesta de los trabajadores cual fecha premonitoria, nace Yannis Ritsos, en Monenvasiá, población costera enclavada en un promontorio al Sur de Laconia; el poeta Kostas Uranis, en su obra Viajes. Grecia (Ταξίδια. Ελλάδα), relata de este modo su llegada a ella: “Tuve la rara fortuna de verla de noche, a la pálida luz de la luna, y la impresión que me causó aún fue más grande de cuanto me esperaba. A medida que el vapor iba acercándose, iba viendo una roca inmensa que surgía, sombría y abrupta, en medio del mar plateado... Por la ladera descendía hacia el mar una ciudad pequeñita, totalmente blanca y desvaída como una lápida mortuoria, rodeada por un cinturón de murallas que parecía que le impedían rodar e ir a caerse en las aguas...”. E igualmente premonitorios eran los nombres del padre y la madre del que iba a ser inmenso poeta, Eleuterios y Eleutería: cuando en 1955 tiene su primera y única hija, le da el nombre de Eleutería (aunque luego se conoce por el diminutivo Eri): en los nombres de su padre, de su madre, de su hija, iba reflejado uno de los bienes más ansiados por Ritsos, la libertad, de la que tantas veces se vio privado a lo largo de su vida.
1921–1925 Realiza en estos años sus estudios de enseñanza media, al tiempo que recibe los primeros golpes graves de una serie interminable a lo largo de su existencia, y comienza también a escribir poesía, afición y dedicación que no abandonará nunca. En 1921 muere de 1
Esta primera parte de la Presentación reproduce casi exactamente el comienzo de la Introducción al libro Yannis Ritsos, Florilegio de obras poéticas, Selección, traducción y notas de Andrés Pociña, Granada, Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, 2009, pp. 11–22. Lo mismo debe decirse de algunos otros pasajes de la misma.
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tuberculosis su hermano Dimitris, y tres meses después sucumbe a la misma enfermedad su madre Eleutería, sin enterarse de la muerte de su hijo; cinco años más tarde el propio Yannis contraerá la fatídica y fea enfermedad, que lo acosará durante incontables años. Ante tanta adversidad, todavía niño encuentra solaz en la pintura y en la poesía, escribiendo versos que ven la luz en la revista de Grigorios Xenópulos Διάπλασις των παίδων (Educación de los niños).
1925–1926 Completados los estudios medios, en 1925 se va a Atenas con su hermana Lula; encuentra allí el ambiente muy difícil de la ciudad atosigada por los refugiados procedentes de la Catástrofe de Asia Menor, por la falta de trabajo y la miseria, por la dictadura militar de Teodoros Pángalos, instaurada en 1925, tras la caída de la Monarquía en 1924, y derribada en 1926 por el golpe de Yorgos Kondilis.
Momentos, en suma, muy difíciles, en los que Yannis comienza a ganarse el pan como mecanógrafo y oficinista en la Εθνική Τράπεζα (Banco Nacional). En 1926 es víctima de la tuberculosis y regresa a Monenvasiá. Escribe poesías, muchas de ellas recogidas en las colecciones “Στο παλιό μας σπίτι” (“En nuestra vieja casa”) y “Δάκρυα και χαμόγελα” (“Lágrimas y sonrisas”). Su padre se arruina y contrae una enfermedad mental. Ritsos regresa a Atenas y vuelve a trabajar, ahora como bibliotecario y oficinista.
1927–1930 La tuberculosis le obliga a permanecer hospitalizado durante tres años, en los cuales lee y escribe poesía, una parte de la cual, consistente en treinta y nueve poemas, se edita en el Suplemento Literario de la Μεγάλη Ελληνική Εκγυκλοπαίδεια (Gran Enciclopedia Griega). Falto de recursos, en 1930 va a parar a un ruinoso y miserable asilo de enfermos en Creta, cuyas condiciones absolutamente inadmisibles denuncia en un periódico, consiguiendo así que los enfermos sean trasladados a un sanatorio de Janiá.
1931–1935 A finales de 1931 vuelve a Atenas, repuesto (no curado) de su enfermedad, y comienza una serie de actividades y de relaciones que serán fundamentales en su biografía y en su obra: trabaja 10


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como actor y director en el teatro del Club Obrero (Εργατική Λέσχη) de Atenas primero, dos años después en el Teatro de Kipseli (literalmente, Teatro de la Colmena), donde incluso actúa en revistas musicales. Vinculado a los Πρωτοπόροι (Vanguardistas), asociación cultural de izquierdas, colabora en su periódico, Πρωτοπορία (Vanguardia), así como en otras revistas progresistas, de modo significativo en Ριζοσπάστη (Radical) a partir de 1934, Νέα Γράμματα (Nuevas Letras) en 1935.
Con sólo veinticinco años publica su primer libro poético, Τρακτέρ (Tractor, 1934), escrito entre 1930 y 1934; y un año después el segundo, Πυραμίδες (Pirámides, 1935), escrito entre 1930 y 1935. Son el comienzo de una inmensa serie de obras de quien va a ser el más prolífico poeta griego del siglo XX. 1936 Año fundamental en la vida de Ritsos: en el mes de mayo, el final trágico de la represión de una huelga de los trabajadores de la tabacalera de Tesalónica, saldada con la muerte de nueve obreros, se refleja en la portada del periódico Ριζοσπάστης, que publica la imagen de una mujer llorando por su hijo, uno de esos trabajadores asesinados, rodeada por los huelguistas, sus compañeros. Ritsos se encierra en su casa y escribe en dos días una colección de poemas, el Επιτάφιος, de la que aparecen primero fragmentos en Ριζοσπάστης, e inmediatamente después una edición con una tirada de 10.000 ejemplares.
En agosto se proclama la dictadura de Metaxás, que, entre otras medidas, ordena que Επιτάφιος, junto con otros libros “subversivos” de Karl Marx, de Maxim Gorki, de Anatole France..., fuesen quemados ante las columnas del templo de Zeus Olímpico en Atenas.
Al final de este año Lula, la queridísima hermana de Ritsos, sufre una enfermedad mental y es internada en el mismo hospital psiquiátrico donde llevaba ya cinco años recluido su padre.
1937–1940 Al internamiento de su hermana Lula en un psiquiátrico se suma también una nueva recaída de la enfermedad pulmonar de Ritsos y su consiguiente nueva hospitalización. Producto 11


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indudable del primero de tales acontecimientos es el poemario Το τραγούδι της αδερφής μου (La canción de mi hermana, 1937), en el que asistimos a una agudización en la sensibilidad del poeta, que se manifiesta además con un cambio literario importante; supone, por otra parte, la consagración pública del poeta, al que saluda una autoridad como el gran poeta Kostís Palamás con sus famosas palabras: “Nos retiramos para que pases, poeta”. Contemporáneamente escribe Εαρινή συμφωνία (Sinfonía primaveral), que se publica en 1938, y comienza otras obras no menos importantes, que deberán aguardar tiempos más favorables para su publicación.
Interesante es también su regreso a actividades teatrales de diverso tipo en 1938, en el Teatro Nacional (Εθνικό Θέατρο) de Atenas, donde ahora forma parte del cuerpo de baile, interviniendo por ejemplo en el coro de Los persas de Esquilo.
Comienza la Segunda Guerra Mundial, y en 1940 el ejército griego interviene en Albania. Ritsos publica Το εμβατήριο του ωκεανούv (La marcha del océano), en 1940, pasando después algunos años sin aparecer obras suyas, debido exclusivamente a las circunstancias desfavorables de la guerra, pues él no deja nunca de escribir, sobre todo poesía, pero también teatro y novela.
1941–1944 La invasión de Grecia por los ejércitos nazis, la Ocupación y la organización de los griegos en diversos grupos de resistencia, determinan las terribles condiciones de la supervivencia durante estos años. Ritsos se incorpora a la lucha por la liberación, sumándose al E.A.M. (Frente Nacional de Liberación), que se crea en 1941, de cuya sección cultural se ocupa preferentemente.
A pesar de la situación terrible, escribe sin cesar, e incluso publica algunas colecciones en 1943: Παλιά Μαζούρκα σε ρυθμό βροχής (Vieja mazurca a ritmo de lluvia), Δοκιμασία (Prueba), y Μακρινή εποχή της εφηβείας (Lejana edad de la adolescencia).
Pero además escribe obras que no se publicarán hasta años después, como la obra teatral Una mujer junto al mar (ver más abajo) o la novela A los pies del silencio (Στους πρόποδες της σιωπής).
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1945–1947 A pesar de la situación de inestabilidad, continúa su dedicación teatral cuando, tras los enfrentamientos civiles de finales de 1944, en enero de 1945 acompaña a los camaradas vencidos del E.L.A.S.
(Ejército Popular Griego de Liberación) a Macedonia, donde interviene en el Teatro Popular de Macedonia. Pocos meses después, vuelto a la Capital, crea el Teatro del Pueblo de Atenas (Το Θέατρο του Λαού της Αθήνας), y escribe el drama en un acto Atenas en armas (Η Αθήνα στ' άρματα), que más tarde reelaborará, ampliándolo a tres actos, y se publicará en 1958 con el título Más allá de la sombra de los cipreses (Πέρα απ' τον ίσκιο των κυπαρισσιών); y en 1959 se editará el drama en tres actos gestado algún tiempo antes Una mujer junto al mar (Μια γυναίκα πλάι στη Θάλασσα). En estos años escribe, entre otras muchas obras poéticas y además de sus colaboraciones en publicaciones periódicas, una de sus más famosas producciones, el canto a la Grecia eterna titulado Ρωμιοσύνη (Helenidad, 1954; 1966), así como la colección publicada muchos años después Η Κυρά των Αμπελιών (Nuestra Señora de las viñas, 1975).
1948–1952 Podría llamársele al conjunto de estos años “período de los campos de concentración”, que se inicia con su detención en julio de 1948 y su confinamiento en Limnos, y después en Makrónisos y Ai–Stratis. Allí escribe poesía de alto contenido político e ideológico, como por ejemplo Barrios del mundo (Οι γειτονιές του κόσμου, 1957), o La olla ahumada (Καπνισμένο τσουκάλι), obra sobrecogedora que fecha en el campo Codopuli de Limnos a finales de 1948 – comienzos de 1949, pero no se publica hasta muchos años después, en 1974.
1953–1956 Publica las poesías de los años 1941–1953, entre las cuales sobresale Helenidad, en el libro Vigilia (Αγρύπνια, 1954). En 1954 se casa con la pediatra Falitsa Georgiadis, y al año siguiente nace su única hija Eri (Eleutería), a la que dedica el poemario Estrella matutina (Πρωινό άστρο. Μικρή Εγκυκλοπαίδεια υποκοριστικών για την κορούλα μου, 1954), que califica él mismo, en el subtítulo, como “pequeña enciclopedia de diminutivos”. Especial significado 13


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tiene el Premio Nacional de Poesía, que se le concede en 1956 con motivo de la publicación de La sonata a la luz de luna (Η σονάτα του σεληνόφωτος), obra que marca el comienzo del conjunto de diecisiete monólogos poéticos, escritos y publicados de forma independiente entre 1956 y 1975, que se recogen después en un volumen al que se aplica el nombre por el que será conocido el conjunto, Cuarta dimensión (Τέταρτη διάσταση, 1972). Comenzada con La sonata..., la serie se escribe en su casi totalidad en los años previos a la Dictadura de los Coroneles y durante la misma, en los que se publican Filoctetes (Φιλοκτήτης, 1965), Orestes (Ορέστης, 1966), Helena (Η Ελένη, 1972), Crisótemis (Χρυσοθέμις, 1972), El regreso de Ifigenia (Η επιστροφή της Ιφιγένειας, 1972), Ismena (Ισμήνη, 1972); todas ellas, junto con otras anteriores, aparecen reunidas en el volumen de 1972, añadiéndoseles posteriormente Fedra (Φαίδρα), escrita entre 1974 y 1975 y publicada de forma independiente en 19782.
Se edita también en 1956 una edición nueva y definitiva, con ampliaciones, de Epitafio. Y el mismo año conviene no olvidar el viaje que realiza a la URSS, para asistir al XX Congreso del Partido Comunista, como corresponsal de Aurora (Αυγή). En años siguientes hará repetidos viajes, con prolongadas estancias, a las repúblicas soviéticas de Rumania, Bulgaria, Hungría, Yugoslavia así como a Cuba.
1957–1966 Años de una incansable actividad poética, difíciles de sintetizar en un resumen cronobiográfico. En la línea inaugurada con La sonata a la luz de luna, escribe y publica diversos monólogos a lo largo de estos años, que, como ya he señalado, acabarán reunidos más tarde en Cuarta dimensión: en 1957 Claridad invernal (Χειμερινή διαύγεια) y Crónica (Χρονικό); en 1959 La ventana (Το παράθυρο); en 1962 La casa muerta (Το νεκρό σπίτι), y Bajo la sombra de la montaña (Κάτω απ' τον ίσκιο του βουνούv), ambas piezas sobre la terrible historia de la casa de los Atridas, que inicia la serie de los trece monólogos de asunto mitológico que contiene la colección.
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Cf. Mosjos Morfakidis – Andrés Pociña, “La Fedra de Yannis Ritsos”, en A.
Pociña – A. López (eds.), Fedras de ayer y de hoy. Teatro, poesía, narrativa y cine ante un mito clásico, Granada, Universidad , 2008, pp. 545–561.
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No menos difícil resulta hacer una selección de los varios poemarios de estos años; entre ellos no quisiera silenciar Despedida (Αποχαιρετισμός, 1957), en honor del héroe de la resistencia de Chipre Grigoris Afsentios; Cántaro (Υδρία, 1957), delicadísima elegía dedicada a la triste pérdida de la chiquilla Fotinula Filiakú; Barrios del mundo (Οι γειτονιές του κόσμου, 1957); Cuando viene el extranjero (Όταν έρχεται ο ξένος, 1958); La arquitectura de los árboles (Η αρχιτεκτονική των δέντρων, 1958); Las viejas y el mar (Οι γερόντισσες κ’ η θάλασσα, 1959); El puente (Η γέφυρα, 1960); El Santo Negro (Ο μαύρος Άγιος, 1961), homenaje al héroe congoleño Patricio Lumumba con motivo de su asesinato; etc.
En estos años empiezan a publicarse sus Poesías completas, (Ποιήματα), de las que aparecen los volúmenes primero y segundo en 1961, el tercero en 1964. Hace muchas visitas, con prolongadas estancias, a algunas Repúblicas Soviéticas, durante las cuales no deja de escribir poesías originales, además de traducir al griego antologías de sus poetas, como la Antología de Poesía Rumana (Ανθολογία ρουμανικής ποίησης, 1961), y la Antología de los Poetas Checos y Eslovacos (Ανθολογία Τσέχων και Σλοβάκων ποιητών, 1966); traduce también escritores rusos, y al poeta cubano Nicolás Guillén, cuya obra El gran zoo aparece en la versión griega de Ritsos Ο μεγάλος ζωολογικός κήπος incluso antes de publicarse el original español en La Habana4.
1967–1974 El golpe de estado de los Coroneles encuentra entre sus primeras víctimas propiciatorias al siempre políticamente rebelde Ritsos: en efecto, es deportado a Yaros y a Leros en 1967–1968, y después a Samos, donde es confinado en arresto domiciliario, hasta producirse su liberación ante las protestas provenientes de diversos países. Sus obras son prohibidas, hasta el punto de aparecer antes 3
La traducción griega la publica el propio Ritsos, Zemelio, 1966; el original aparece después en Ediciones Unión, Col. Contemporáneos, La Habana, 1967.
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Cf. Elina Miranda Cancela, “Nicolás Guillén y Yannis Ritsos: encuentros y traducciones”, en E. Miranda Cancela, La tradición helénica en Cuba, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 2003, pp. 175–185.
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en el extranjero, como ocurre con Piedras. Repeticiones. Reja, escritos en los campos de concentración de Parzeni, Leros y de Karlóvasi, Samos en 1969, y publicados en traducción francesa, Pierres, Répétitions, Barreaux, con un prólogo de Louis Aragon5, antes que en Grecia, donde no se pudieron editar hasta 1972, Πέτρες, Επαναλήψεις, Κιγκλίδωμα.
Durante cuatro años no puede publicar prácticamente nada, a pesar de escribir sin descanso, tanto monólogos de Cuarta dimensión, como obras de profunda significación política, así La destrucción de Milos (Ο αφανισμός της Μήλου, 1969), editado en 1972, y reflejo de la situación griega, por ejemplo Dieciocho canciones sencillas de la patria amarga (Δεκαοχτώ λιανοτράγουδα της πικρής πατρίδας), escritas fundamentalmente en 1968, pero revisadas en 1969, completadas en 1970, y por fin editadas en 1973), a las que pone música Mikis Teodorakis, por aquel tiempo exiliado en Francia.
A partir de 1972 vuelven a hacerse regulares y frecuentes publicaciones de obras suyas, como Piedras. Repeticiones. Reja, Cuarta dimensión, etc. Además, aparece al fin una obra fundamental, escrita veinticinco años antes, La olla ahumada (Καπνισμένο τσουκάλι).
Los trágicos acontecimientos ocurridos en julio de 1974 en Chipre, cuando la Guardia Nacional, instigada desde Atenas por la Dictadura de los Coroneles, consigue apartar del gobierno isleño al arzobispo Makarios III, y da lugar a la invasión de la parte septentrional de la isla por Turquía, origina el breve y delicioso poemario Himno y canto fúnebre por Chipre (Ύμνος και θρήνος για την Κύπρο, 1974).
1975–1989 Caída la Dictadura de los Coroneles, por fortuna la última que padecerá el poeta, Ritsos vive una serie de años mundialmente (aunque no unánimemente) reconocido como escritor excepcional.
Recibe importantes premios internacionales, como el Premio Jorge Dimitrof en Bulgaria, el Premio Alfred de Vigny en Francia (ambos en 1975), el Premio Etna–Taormina y el Seregno–Brianza en Italia (ambos en 1976), el Premio Lenin a la Paz en Rusia (1977), etc.
Se le otorgan igualmente nombramientos como Profesor Honoris 5
Paris, Gallimard, 1971.
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Causa por varias universidades, como son la de Salónica en 1975, la Karl Marx de Leipzig en 1984, la de Atenas en 1987.
Publica hasta su muerte cerca de medio centenar de libros, en verso y prosa, siendo de destacar la continuación de sus Ποιήματα en Eds. Cedro, apareciendo el volumen cuarto en 1975, y otros varios a continuación, los tres últimos ya muerto el autor, en los años 1993, 1997 y 1999. Es curioso señalar que en los últimos años se prodigan las ediciones de su obra en prosa, como, por ejemplo, las de las novelas Puede que sea así (Ίσως να ’ναι κι έτσι, 1985), El anciano de las cometas (Ο γέροντας με τους χαρταετούς, 1985), No sólo para ti (Όχι μονάχα για σένα, 1985), Sellados con una sonrisa (Σφραγισμένα μ' ένα χαμόγελο, 1986), Disminuyen las preguntas (Λιγοστεύουν οι ερωτήσεις, 1987).
Entre los años 1987 y 1989 escribe todavía cuatro poemarios, que se publicarán después de su muerte, en 1991 en un volumen que reproduce el título del tercero de ellos, Tarde, muy tarde en la noche (Αργά, πολύ αργά μέσα στη νύχτα, 1988): son, además de éste tercero, Lo negativo del silencio (Τα αρνητικά της σιωπής, 1987), El árbol desnudo (Το γυμνό δέντρο, 1987), Momentos, 1988–1989 (Δευτερόλεπτα, 1988–1989). Y en Karlóvasi de Samos fecha, el día 3 de septiembre de 1989, el manuscrito del poema que interpreta como su despedida, El último verano, (Το τελευταίο καλοκαίρι).
1990 Prolongada última enfermedad de Ritsos y fallecimiento. Su gran amigo Dimitris Papayeoryiu nos lo cuenta de este modo: “El mes de febrero de este mismo año fue la última vez que lο vi. Me abrieron la puerta, no le hablé. Su bella figura parecía más anciana que su edad, y por encima lο cuidaba la sombra de Caronte, descansando sin agonía alguna, quizás hablaba con aquella sombra, como tantas veces, y ésta parece que le prometía una dulce muerte sobre la blanca cama donde por la ventana del último hospital dejó su última mirada fuera, en la placenta cósmica [...] Yannis Ritsos murió un lunes, 12 de noviembre de 1990. Su cuerpo yace en Monenvasiá, bajo la tierra que le vio nacer...”6.
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“Recordando a Yannis Ritsos”, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991, p. 15 s.
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II. Cuarta dimensión Dentro de la numerosísima lista de obras poéticas que cubren la prolongada existencia de Yannis Ritsos, lista que comienza con el poemario Τρακτέρ (Tractor), publicado en 1934, y se completa con la aparición en 1991, un año después de su muerte, del volumen Αργά, πολύ αργά μέσα στη νύχτα (Tarde, muy tarde en la noche), que contiene las últimas cuatro colecciones de poesía que escribió en sus últimos años, ocupa un lugar aparte, sin duda muy destacado, el conjunto de diecisiete obras, de concepción y planteamiento muy semejantes, que el poeta decidió recoger y editar conjuntamente en un tomo de sus obras completas al que dio el nombre de Cuarta dimensión (Τέταρτη διάσταση, 1972)7. Constituyen esta colección diecisiete poemas de notable extensión, que oscilan entre doscientos y ochocientos versos aproximadamente8, para los que resulta difícil encontrar una definición incontrovertible, pero que yo considero que pueden agruparse bajo la denominación común de monólogos dramáticos, aplicable a su casi totalidad.
Modelo inicial, y sin duda referente básico para la gestación de casi todos, es el monólogo titulado La sonata a la luz de luna (Η σονάτα του σεληνόφωτος)9, publicado en 1956, como última y fundamental representante de las obras que Ritsos compone en los años 1941–1953, entre las cuales sobresale Helenidad, en el 7
Cuarta dimensión. 1956–1972 (Τέταρτη διάσταση. 1956–1972), Atenas, Kedros, 1972. Cf. M. G. Meraklís, “La ‘Cuarta Dimensión’ de Yannis Ritsos. Un primer acercamiento” (Η ‘Τέταρτη διάσταση’ του Γιάννη Ρίτσου. Μια πρώτη προσέγγιση), en AA. VV, Homenaje a Yannis Ritsos (Αφιέρωμα στον Γιάννη Ρίτσο), Atenas, Kedros, 1980, pp. 517–546.
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En efecto, Nicola Crocetti, en su “Introduzione” a Ghiannis Ritsos, Quattro poemetti. Crisotemi, Ismene, Fedra, Elena (Milano, Feltrinelli Editore, 1981), p. 5, establece el siguiente calculo de extensión para los monólogos de Cuarta dimensión: “Si tratta per lo piú di monologhi lirici, tutti compresi tra i due–trecento e i sette–ottocento versi...”.
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Una traducción española anterior a la que ahora publicamos, así como la del monólogo Fedra, puede encontrarse en Yannis Ritsos, Florilegio de obras poéticas. Epitafio. La sonata a la luz de luna. Helenidad. Dieciocho canciones sencillas de la patria amarga. Himno y canto fúnebre por Chipre. Momentos, 1988–1989, Selección, introducción, traducción y notas de Andrés Pociña, Granada, Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, 2009.
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libro Vigilia (Αγρύπνια, 1954). En 1954 se casa el poeta con la pediatra Falitsa Georgiadis, y al año siguiente nace su única hija Eri (Eleutería), a la que dedica el poemario Estrella matutina (Πρωινό άστρο. Μικρή εγκυκλοπαίδεια υποκοριστικών για την κορούλα μου, 1954), que califica él mismo, en ese subtítulo, como “pequeña enciclopedia de diminutivos”. La sonata a la luz de luna recibe el Premio Nacional de Poesía, importante distinción que probablemente no fue ajena al hecho de que significase el comienzo de la serie de los diecisiete monólogos poéticos de Cuarta dimensión, pues en enero del año siguiente, 1957, compuso otras dos obras de corte semejante, Χειμερινή διαύγεια (Claridad invernal) y Χρονικόv (Crónica), y los títulos se multiplicaron con notable frecuencia (me refiero a fechas de composición) entre los años 1960–1970, con ejemplos como La ventana (Το παράθυρο, 1959), Bajo la sombra de la montaña (Κάτω απ' τον ίσκιο του βουνούv, 1960), Filoctetes (Φιλοκτήτης, 1965), Orestes (Ορέστης, 1966), Helena (Η Ελένη, 1970), Crisótemis (Χρυσοθέμις, 1970), Perséfone (Περσεφόνη, 1970), etc., hasta un total de dieciséis monólogos, que aparecen reunidos en el ya mencionado volumen de 1972, añadiéndoseles posteriormente Fedra (Φαίδρα), que fue escrita más tarde, como última pieza de la serie, entre 1974 y 1975 y publicada de forma independiente en 197810, sumándose a las restantes en la sexta edición de Cuarta dimensión.
La mayoría de las obras de Cuarta dimensión, con la sola excepción de la ya recordada Claridad invernal y de Cuando llega el Extranjero (Όταν έρχεται ο ξένος, 1958), responde a una concepción dramática que se refleja sobre todo en los siguientes aspectos: 1) Su configuración estructural como monólogos en primera persona, recitados por un o una protagonista, en presencia de un deuteragonista que permanece en silencio. 2) La explícita interpretación dramática que les confiere el autor, incluyendo antes y después del monólogo poético unas notas en prosa, indebidamente denominadas con frecuencia Prólogo y Epílogo, que en realidad tienen forma y papel de acotaciones escénicas muy detalladas. 3) 10
Cf. Mosjos Morfakidis – Andrés Pociña, “La Fedra de Yannis Ritsos”, en A. Pociña – A. López (eds.), Fedras de ayer y de hoy. Teatro, poesía, narrativa y cine ante un mito clásico, Granada, Universidad , 2008, pp. 545–561.
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En buen número de casos los personajes y sus avatares existenciales corresponden a figuras importantes de la tragedia griega clásica, como ocurre, entre los escritos antes de la Dictadura, con Orestes y Filoctetes, y en los escritos durante el régimen de los Coroneles, con Ayante, Agamenón, Helena, Crisótemis, El regreso de Ifigenia, Ismena; a todos ellos se suma posteriormente Fedra.
Por lo que se refiere a La sonata a la luz de luna supone sin duda una notable innovación en la poética de Ritsos, cuando lleva algo más de veinte años de cultivo ininterrumpido de la misma. Si bien con algún precedente claro, como por ejemplo el de Epitafio, que también era un monólogo introducido por una breve acotación escénica, el poeta introduce ahora una intención claramente teatral en esta obra, poniendo en una escena minuciosamente detallada a un personaje que monologa, la sorprendente Mujer de Negro, una entre las primeras grandes creaciones femeninas del autor, en presencia de un hombre joven, que no pronuncia palabra. Este modelo de monólogo poético–dramático, premiado según ya dije con el Premio Nacional de Poesía, sin duda satisfizo a su creador, hasta el punto de repetirlo en las décadas siguientes, en un conjunto numeroso de otras catorce composiciones.
Parece fuera de duda que los monólogos de Cuarta dimensión respondían muy bien a la enorme afición que desde muy joven había mostrado Yannis Ritsos al teatro: desde su llegada a Atenas en 1931, cuando tiene poco más de veinte años, el joven provinciano logra introducirse en los ambientes teatrales de la capital, desempeñando muy pronto una labor de carácter indudablemente profesional como actor y como director escénico en el Club Obrero (Εργατική Λέσχη) de Atenas; en los años siguientes lo encontraremos como actor y bailarín en el Teatro de Kipseli; en 1938, después de un largo período fuera de Atenas, aparece de nuevo en la capital, ahora trabajando en el Teatro Nacional, donde entre otras actuaciones forma parte del coro en la representación de Los persas de Esquilo. No abandona su dedicación teatral cuando, tras los enfrentamientos civiles de finales de 1944, en enero de 1945 acompaña a los camaradas vencidos del ELAS (Ejército Popular Griego de Liberación) a Macedonia, donde interviene en el Teatro Popular de Macedonia. Pocos meses después, vuelto a Atenas, crea el “Teatro del Pueblo de Atenas”, y escribirá diversas obras teatrales, como Atenas en armas (Η Αθήνα 20


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στ' άρματα), que más tarde reelaborará y ampliará a tres actos, publicándose en 1958 con el título Más allá de la sombra de los cipreses (Πέρα απ' τον ίσκιο των κυπαρισσιών); en 1959 se editará el drama en tres actos Una mujer junto al mar (Μια γυναίκα πλάι στη θάλασσα). En suma, no cabe la menor duda de que el teatro, a pesar de no ser especialmente abundante por lo que a piezas escritas se refiere, ocupa un lugar destacado en el conjunto de la obra literaria de Ritsos11; en ese lugar, al lado de las obras dramáticas propiamente dichas, hay que colocar los monólogos de Cuarta dimensión.
Desde muy pronto, ocupan la atención preferente del poeta los temas de la tragedia griega: a los diez monólogos que indican taxativamente en su título quien es el personaje protagonista, hay que sumar La casa muerta (Το νεκρό σπίτι) y Bajo la sombra de la montaña (Κάτω απ΄τον ίσκιο του βουνού), ambos sobre la terriblemente trágica familia de los Atridas12, como resume muy bien Ritsos en el subtítulo que le pone a La casa muerta: “Fantástica y auténtica historia de una familia griega antiquísima”; el total resultante son doce monólogos que nos conducen a personajes del mundo clásico griego, en su casi totalidad sobradamente conocidos, pero considerados desde un momento peculiar de sus vidas, y colocados en un tiempo histórico indefinido, que aúna elementos propios del mundo original de sus existencias en el teatro clásico con elementos de épocas posteriores del desarrollo histórico de Grecia, alcanzando hasta el momento mismo en que fueron escritos los monólogos. De este modo, a pesar de un aparente intento de colocar a los personajes fuera del tiempo, es frecuente que Ritsos introduzca pasajeros elementos anacrónicos, imposibles en los tiempos míticos: por recordar sólo un ejemplo hermoso, Fedra recuerda en un momento al farolero que iba encendiendo las farolas 11
Ekaterini Makrinikola, “Ritsos en el teatro europeo y griego” (Ο Ρίτσος στο ευρωπαϊκό και ελληνικό θέατρο) Αιολικά Γράμματα, 32–33 (marzo– junio de 1976) 281–294; de la misma autora “Textos de Yannis Ritsos en escena” (Κείμενα του Γιάννη Ρίτσου στη σκηνή), Θεατρικά Τετράδια 2 (1980) 13–16. Véase también Yorgos Veludís, Yannis Ritsos–Problemas de estudio de su obra (Γιάννης Ρίτσος – Προβλήματα μελέτης του έργου του), Atenas, Kedros, 1982, pp. 110–112.
12
Cf. Ana Rubalcaba, “El tiempo en La casa muerta y Bajo la sombra de la montaña de Yannis Ritsos”, en Penélope Stavrianopulu (ed.), Αφιέρωμα στον Ρίτσο, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7 (1991)118–126.
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del alumbrado público, siendo los nombres de las calles Akadimías, Panepistimíu, Stadíu, Eolu... En resumidas cuentas, más allá de un momento preciso, hay en cada una de las historias una mirada panorámica a la Grecia eterna, entendiendo por tal no la antigua, sino la antigua y la que, a través de los siglos, llega hasta los tiempos terribles de la Grecia de Ritsos: hay que tener presente que muchas de la piezas de Cuarta dimensión corresponden al tiempo trágico de la dictadura de los Coroneles.
Un aspecto que debo poner de relieve es la maestría de Ritsos en la presentación de almas femeninas atormentadas. Los monólogos nos ofrecen una y otra vez mujeres que recuerdan a la inimitable madre del Epitafio, huérfana de su hijo, pero ahora construidas sobre mujeres previamente diseñadas, veinticinco siglos antes, por los grandes trágicos griegos. Son las mismas, es cierto, pero son completamente diferentes: Helena, única heroína a la que le coloca el artículo determinado, Η Ελένη, sin duda para decirnos que se trata de La Helena por definición, la de Troya, la única, es una anciana centenaria, llena de arrugas, de verrugas, de pelos en el bigote: la belleza ha dejado de ser el elemento esencial en la vida de la heroína, una vieja abandonada, sola, que sufre la soledad y que espera la muerte: la misma de Eurípides, la misma de Séneca, la misma de los poetas griegos y romanos13, pero anciana, vieja, hundida: un personaje completamente distinto. ¿Y qué decir de Crisótemis, a la que Ritsos concede por fin el protagonismo, muy triste, pero protagonismo al fin, que le negaron los autores ante la relevancia de su padre Agamenón, de su madre Clitemnestra, de su hermano Orestes, de su hermana Ifigenia, de su hermana Electra? Ni siquiera la elección de los personajes femeninos carece de intencionalidad en nuestro poeta.
En esta primera selección de monólogos de Cuarta dimensión, que sin duda responde a preferencias de las dos traductoras y del 13
Cf. J. V. Bañuls et al. (eds.), O mito de Helena de Tróia à actualidade, vol.
I, Coimbra, Universidade de Coimbra & Universidad de Granada, 2007, especialmente los artículos siguientes: M. de F. Sousa e Silva, “Helena: un exemplo de Futilidade Feminina e de Snobismo Bárbaro”, pp. 89–103; M.
do C. Fialho, “O Leito e a Guerra – Sedução e Sofrimento nas Troianas de Eurípides”, pp. 165–177; C. Morenilla, “La Helena de Eurípides”, pp.
179–203; A. López, “Helena en la Poesía Épica Romana”, pp. 255–271.
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traductor, hemos reunido un conjunto de nueve títulos, que abarcan desde el más antiguo en su composición, La sonata a la luz de luna, hasta el último de la serie, Fedra. Sobre La sonata... ya he señalado algunas notas interesantes, por lo que considero que se puede ir directamente a la lectura de tan hermosa pieza. Las restantes obras escogidas, La ventana, Claridad invernal, Orestes, Perséfone, Áyax, Helena, las ofrecemos directamente a la crítica de nuestras lectoras y lectores, que sin duda sabrán apreciarlas sin necesidad de guía; nos permitimos, en cambio, ocuparnos un poco más de la que resulta sin duda pieza maestra del conjunto, la Fedra. Queremos señalar, en fin, que Cuando llega el extranjero la hemos colocado al final de nuestra selección tal como aparece en las ediciones de la obra completa, según decimos más abajo. No obstante, conviene no olvidar que es la pieza cuarta por fecha de composición, después de La sonata a la luz de luna (1956), Claridad invernal (1957) y Crónica (1957). Se trata, por lo tanto, de una de las primeras por lo que se refiere a su composición (1958), cosa que se percibe bien en su estructura, que carece de acotación inicial y final.
El monólogo Fedra aparece fechado en su final de la siguiente manera: “Atenas, Karlóvasi, Atenas, abril de 1974 – julio de 1975”, lugares y fechas de composición que no parecen ofrecer problemas.
Coinciden éstas con momentos especialmente importantes de la historia de Grecia, esto es, con el final de la Dictadura de los Coroneles y la invasión turca y división de Chipre. Ritsos, que desde el golpe de estado de 1967 había sufrido continuamente la represión dictatorial, con deportaciones continuas a las islas de Yaros, Leros, y arrestos en su casa en Samos, indica taxativamente que la composición de Fedra, comienza en Atenas, continúa en Karlóvasi de Samos, y remata en Atenas: es curioso comprobar que una de las obras del poeta que tiene mayor relación con los hechos de aquel tiempo, el bellísimo poema Himno y canto fúnebre por Chipre14, dedicado al arzobispo Makarios, aparece fechado con total precisión en “Karlóvasi de Samos, 20.VIII.74”, lugar intermedio, entre dos estancias en Atenas, para la composición de Fedra. Y ambas obras corresponden a años de intensa actividad poética, en los que ven la 14
Cf. Yannis Ritsos, Florilegio de obras poéticas, cit., pp. 137–143.
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luz siete libros en 1974, cinco en 1975, a los que hay que añadir la aparición del volumen IV de las Poesías15 completas de Ritsos.
Fedra consta de tres partes claramente delimitadas, incluso por la presentación gráfica. Al comienzo, en prosa, una acotación de notable extensión (treinta y seis líneas, con letra especialmente pequeña, en la edición original griega), indica con precisión al director teatral si lo hubiere, y en su defecto al lector, cómo es el personaje que va a pronunciar el monólogo, cómo el personaje mudo que escucha, cuál es el ambiente escénico en que se encuentran ambos; el texto aparece entre paréntesis; no es, desde luego, un “Prólogo”, como a veces se dice. Sigue el texto del monólogo, en versos muy irregulares, sin rima y con número de sílabas variadísimo, generalmente bastante largos; son esos versos a los que nos tiene tan acostumbrados la obra lírica de Ritsos. La irregular disposición gráfica, motivada en buena parte por la necesidad de cortar la exagerada longitud de muchos versos y la forma en que esto se hace, no permite señalar con exactitud su número; nosotros hemos calculado, después de un análisis cuidadoso de los mismos, que cuenta con 599 versos; se trata, pues, de la extensión media de los monólogos de Cuarta dimensión. Por último, una nueva acotación, en todo semejante a la primera, también en prosa, pero mucho más corta, indicará al receptor, sea director teatral o lector, el desenlace de la historia de los dos personajes que han estado en escena, al que se suma un tercero, todos ellos nunca citados por su nombre.
La parte primera, que podríamos denominar “Acotación I”, corresponde al tipo de acotaciones iniciales amplias que utilizan algunos dramaturgos, bien porque han desempeñado la tarea de directores, bien porque desean marcar con precisión al posible director cómo es su visión particular del espacio escénico y de los personajes; en el caso presente, quizá haya que añadir otra posible motivación, consistente en el deseo por parte de Ritsos de dejar bien claro que su monólogo está concebido para su representación en el teatro.
El espacio escénico resulta ser una habitación, con ventanas y jambas que dan a un balcón, todas con cortinas blancas; el 15
Poemas, Tomo IV, 1938–1971 (Ποιήματα, Τόμος Δ΄, 1938–1971), Atenas, Eds. Kedros, 1975.
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mobiliario consiste en un gran espejo, una mesa de mármol, una mecedora, un sofá, dos butacas, dos sillas; parece, obviamente, la descripción de una estancia no de la época antigua, sino de tiempos actuales, como reflejan los elementos descritos; en este sentido, el autor no se manifestará abiertamente sobre la cronología del monólogo, pero elementos deslizados con toda naturalidad a lo largo del mismo, como el hecho de que la protagonista encienda un cigarro, según indicación explícita al final de esta “acotación I”, o la alusión más adelante a un frigorífico, a una cadena con un Crucifijo, a las más conocidas calles de la Atenas actual, etc., nos traen al mundo moderno, sin que se rompa de todas maneras, de una forma clara e insistente, con una ambientación antigua.
El tiempo está perfectamente delimitado: nos encontramos en una tarde primaveral, tranquila, pero ya acercándose el atardecer, cuando la protagonista inicia su parlamento. El autor señala con todo detalle los cambios de luz que se irán produciendo. Cuando acabe la representación, la total falta de luz en el escenario, así como el croar insistente de las ranas en el exterior, nos indicarán que se ha hecho de noche, cosa que también señala en su parlamento la protagonista. El tiempo del monólogo, por lo tanto, puede coincidir perfectamente con el tiempo real.
Además del espacio y el tiempo escénicos, Ritsos nos describe a los dos personajes que pone en escena. La Protagonista, a la que no da nombre, es una mujer, “quizás de más de cuarenta años”, de la que apenas nos dice otra cosa más que calza sandalias; está sentada en la mecedora cuando entra el otro personaje. El Deuteragonista es un joven, guapo, con largos cabellos rubios; antes de entrar en la habitación, nos ha venido desde el patio noticia de su llegada entre ruidos de caballos y perros, que sin embargo no han impedido escuchar su voz juvenil, soberana; entra en la sala sudado y cubierto de polvo. No se nos dice su nombre, pero es fácil identificar en él al Hipólito de las tragedias de Eurípides y de Séneca.
La acotación indica taxativamente el inicio del Monólogo con estos términos: “La mujer, con un gesto inexplicablemente provocativo, enciende un cigarro. El joven contiene una mueca.
Quizás sea la primera vez que fuma delante de él. Expulsa el humo por la nariz y por la boca. Habla”. Y así comienza el monólogo de la Protagonista, que se ha situado frente al joven, ante el que 25


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va a hacer un relato completo de sus sentimientos, de su amor y de su desesperación, puesto que ya ha previsto y planificado un desenlace fatal para sus penas. Insiste en que la decisión de llevar a cabo esta confesión parte de ella, y nosotros pensamos inmediatamente en lo que debió ser la Fedra del Hipólito I de Eurípides, en lo que debió ser la Fedra perdida de Sófocles, y en lo que es la protagonista de la Fedra conservada de Séneca16.
III. Fechas de composición y publicación de Cuarta dimensión Estas son las diecisiete obras que forman la colección, en el orden en que aparecen a partir de la sexta edición de Τέταρτη διάσταση, primera en la que se incluye Φαίδρα (Fedra); dicho orden, como puede observarse, no es cronológico, ni por lo que se refiere a la composición de las obras, según consta al final de cada una de ellas con indicación del lugar, ni al de su publicación independiente, que señala el año reproducido en la columna final: Το παράθυρο (La ventana), Pireo, abril 1959 Χειμερινή διαύγεια (Claridad invernal), Samos, enero 1957 Χρονικόv (Crónica), Samos, enero 1957 Η σονάτα του σεληνόφωτος (La sonata a la luz de luna), Atenas, junio 1956 Αγανέμνων (Agamenón), Atenas, Sición, Ireón, Samos, dic. 1966 – oct.
Ορέστης (Orestes), Bucarest, Atenas, Samos, Micenas, jun. 1962 – jul. 1966 Το νεκρό σπίτι (La casa muerta), Atenas, septiembre 1959 Η επιστροφή της Ιφιγένειας (El regreso de Ifigenia), Samos, Atenas, Samos, nov. 1971 – agost. 1972 Κάτω απ’ τον ίσκιο του βουνού (Bajo la sombra del monte), Micenas, mayo 1960 Χρυσοθέμις (Crisótemis), Yaros, Leros, Samos, mayo 1967 – jul. 1970 Περσεφόνη (Perséfone), Atenas, Eleusis, Dimino, Samos, dic. 1965 – dic.
16
1960 1957 1957 1956 1970 1966 1962 1972 1962 1972 1970
Para un análisis detallado de la relación de la Fedra de Ritsos con los modelos clásicos, cf. Mosjos Morfakidis – Andrés Pociña, “La Fedra de Yannis Ritsos”, cit., pp. 558–561.
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Cuarta dimensión Ισμήνη (Ismena), Atenas, sept. – dic. 1966 – Samos, dic. 1971 Αίας (Ayante), Leros, Samos, agost. 1967 – enero Φιλοκτήτης (Filoctetes), Atenas, Samos, mayo 1963 – oct. 1965 Η Ελένη (Helena), Karlóvasi, Samos mayo – agost. 1970 Φαίδρα (Fedra), Atenas, Karlóvasi, Atenas, abril 1974 – jul. 1975 Όταν έρχεται ο ξένος (Cuando llega el Extranjero), Atenas, febr. 1958
1972 1969 1965 1972 1978 1958
IV. Breve nota bibliográfica.
1. Estudios sobre Ritsos y su obra: AA.VV, Homenaje a Yannis Ritsos (Αφιέρωμα στον Γιάννη Ρίτσο), Atenas, Kédros, 1980.
AA.VV., Yannis Ritsos, (Homenaje) (Γιάννης Ρίτσος. Αφιέρωμα), Revista Διαβάζω 205 (1988).
AA.VV., Yannis Ritsos [volumen conmemorativo], Revista Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991.
Alonso Aldama, J. A., “El verso decapentasílabo”, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 12–13, 1997, pp. 17–54.
Ayensa, E., De l’acrita al patriota. Les Divuit cançons de la pàtria amarga de Jannis Ritsos, Madrid, C.S.I.C., 2003.
Kaklamanaki, R., Yannis Ritsos. Su vida y su obra (Γιάννης Ρίτσος. Η ζωή και το έργο του), Atenas, Patakis, 1999.
Kotti, A., Yannis Ritsos. Un esbozo biográfico (Γιάννης Ρίτσος.
΄Ενα σχεδίασμα βιογραφίας), Atenas, Eliniká Grammata, 1996.
López, A. – Pociña, A., “La poesía griega moderna y la canción ligera”, en J. Zaragoza – A. González Senmartí (eds.), Homenatge a Josep Alsina. Actes del Xè Simposi de la Secció Catalana de la SEEC, Tarragona, 1992, pp. 397–411.
Makrinokola, E., Bibliografía de Yannis Ritsos 1924–1989 (Βιβλιογραφία Γιάννη Ρίτσου 1924–1989), Atenas, Etería Spudón Neoelinikú Politismú ke Genikís Pedías, 1993.
Miranda Cancela, E., “Nicolás Guillén y Yannis Ritsos: encuentros y traducciones”, en La tradición helénica en Cuba, La Habana, Arte y Literatura, 2003, pp. 175–185.
Mitsakis, K., Modern Greek Music and Poetry. An Antology / Νεοελληνική Μουσική και ποίηση. Ανθολογία. Πρόλογος Μίκη Θεοδωράκη, Atenas, Grigoris, 1979.
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Yannis Ritsos
Morfakidis, M., Bibliografía de estudios neogriegos en español y en otras lenguas ibéricas, Granada, Athos–Pérgamos, 1998.
Morfakidis, M. – Pociña, A., “La Fedra de Yannis Ritsos”, en A. Pociña – A. López (eds.), Fedras de ayer y de hoy. Teatro, poesía, narrativa y cine ante un mito clásico, Granada, Universidad, 2008, pp. 545–561.
Ortolá, F. J., “La mujer en la poesía de Ritsos”, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991, pp. 41–55.
Papayeoryiu, D., “Recordando a Yannis Ritsos”, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991, pp. 15–16.
Pociña, A., “Algunhas consideracións sobre a poesía grega deste século”, Boletín Galego de Literatura 12, 1994, pp. 35–45; Pociña, A., “Poetas gregos do século XX: Yannis Ritsos”, Moenia 10, 2004, pp. 17–34.
Prevelakis, P., El poeta Yannis Ritsos. Visión general de su obra (Ο ποιητής Γιάννης Ρίτσος. Συνολική θεώρηση του έργου του), Atenas, Vivliopolíon tis “Estías”, 1992, 3ª ed.; 1ª ed., Atenas, Ed. Kédros, 1981.
Stavrianopulu, P., “Vida y obra de Yannis Ritsos”, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991, pp. 17–25.
Vayenas, N., “Un Picasso de la poesía”, (Ένα Πικάσο της ποίησης), Νέες Εποχές 19 Δεκεμβρίου, 1993, p. B5 59.
Veludis, G., Yannis Ritsos–Problemas de estudio de su obra (Γιάννης Ρίτσος – Προβλήματα μελέτης του έργου του), Atenas, Kédros, 1982.
Veludis, G., Aproximaciones a la obra de Yannis Ritsos (Προσεγγίσεις στο έργο του Γιάννη Ρίτσου), Atenas, 1984.
2. Ediciones generales y de las obras de este libro: Ποιήματα 1930/1960. Τόμος A v, Atenas, Kédros, 1961.
Ποιήματα 1930/1960. Τόμος B v, Atenas, Kédros, 1961.
Ποιήματα 1930/1960. Τόμος G v, Atenas, Kédros, 1964.
Τέταρτη διάσταση (1956 - 1972), Atenas, Kédros, 1972 (en la 6ª ed., se amplia con la inclusión de Φαίδρα).
Ποιήματα 1938 - 1971. Τόμος D v, Atenas, Kédros, 1975.
Ποιήματα. Τα επικαιρικά 1945 - 1969. Τόμος Ε΄, Atenas, Kédros, 1975.
Ποιήματα. Γίγνεσθαι 1970 - 1977. Τόμος Z ,v Atenas, Kédros, 1975.
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Ποιήματα.Τόμος Q v, Atenas, Kédros, 1989.
Ποιήματα.Τόμος I v, Atenas, Kédros, 1989.
Ποιήματα.Τόμος IA v, Atenas, Kédros, 1993.
Ποιήματα.Τόμος IB v, Atenas, Kédros, 1997.
Ποιήματα.Τόμος IG v, Atenas, Kédros, 1997.
Η σονάτα του σεληνόφωτος, Atenas, Kédros, 1956.
Χειμερινή διαύγεια, Atenas, Kédros, 1957.
Το παράθυρο, Atenas, Kédros, 1960.
Ορέστη, Atenas, Kédros,1966.
Η Ελένη, Atenas, Kédros,1972.
Φαίδρα, Atenas, Kédros, 1978.
3. Versiones de Ritsos al español. Selección17: Yannis Ritsos, Antología 1936–1971, Versión de Dimitris Papayoryíou (con una Introducción por Antonio Tovar y Goyita Núñez), Barcelona, Plaza & Janés, 1979.
Yannis Ritsos, Grecidad y otros poemas, Traducción de Heleni Perdikidi, Prólogo de Manuel Fernández–Galiano, Grabados de Dimitris Perdikidis, Madrid, Visor, 1979.
Yannis Ritsos, La olla ahumada / Καπνισμένο τσουκάλι, Presentación y traducción de Luis de Cañigral, Ciudad Real, Colección Literaria del Museo de Ciudad Real, 1982.
Yannis Ritsos, Repeticiones. 12 poemas para Cavafis, Introducción y traducción de Luis de Cañigral, Gijón, Ediciones Noega, 1983.
Yannis Ritsos, Sonata al claro de luna, Traducción de Dimitris Papayoryíou. Versión en castellano y prólogo de José Hierro, Santander, Ed. Peña Labra, 1984.
Yannis Ritsos, Dieciocho canciones en lenguaje llano de la Patria amarga, Texto bilingüe con traducción de Goyita Núñez, Estudios clásicos 26, 1984, pp. 69–75.
Yannis Richos, Himno y llanto por Chipre, Traducción de Pedro Bádenas de la Peña, Madrid, Asociación Cultural Hispano–Helénica, 1985.
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Cf. Moschos Morfakidis, Bibliografía de estudios neogriegos en español y en otras lenguas ibéricas, Granada, Athos–Pérgamos, 1998., especialmente núms. 652–691, pp. 87–91 (remitimos a esta Bibliografía exhaustiva para las traducciones españolas publicadas fuera de España, o en revistas, o de forma sólo fragmentaria, etc.).
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Yannis Ritsos
Yannis Ritsos, Dieciocho canciones de la patria amarga, Texto bilingüe con traducciones de María Luna, Cristina Ballesteros, Alicia Simonet, María Cruz de Castro, Mª Carmen Ponce, Mar Vera Esteo, Beatriz Amez y Teresa Sempere, Πιο κοντά στην Ελλάδα / Más cerca de Grecia 7, 1991, pp. 230–237.
Yannis Ritsos, De papel, Prólogo de Dimitris Papayoryíou, Versión de Coloma Chamorro, Javier Lentini y Dimitris Papayoryíou, Barcelona, Editorial Lumen, 1996.
Yannis Ritsos, Paréntesis. Testimonios (serie primera), Trad., prólogo y notas de Román Bermejo, Barcelona, Icaria Editorial, 2005.
Yannis Ritsos, Testimonios (series segunda y tercera), Trad. y notas de Román Bermejo, Barcelona, Icaria Editorial, 2007.
Yannis Ritsos, Fedra, Traducción de Selma Ancira, Barcelona, Acantilado, 2007.
Yannis Ritsos, Florilegio de obras poéticas. Epitafio. La sonata a la luz de luna. Helenidad. Dieciocho canciones sencillas de la patria amarga. Himno y canto fúnebre por Chipre. Fedra, Momentos 1988–1989, Selección, introducción, trad. y notas de Andrés Pociña, Granada, Centro de Estudios Bizantinos, Neogriegos y Chipriotas, 2009.
Yannis Ritsos, Epitafio, Trad., prólogo y notas de Juan José Tejero.
Versificación en romance castellano y comentario inicial de Manuel García, Huelva, Diputación Provincial, 2009.
Deseo que conste aquí mi agradecimiento más profundo al Profesor Dr. Moschos Morfakidis Filaktós por lo mucho que ayudó en diversos aspectos, en especial en la redacción de este Prólogo, en la traducción de Fedra, realizada mano a mano con él, y en la revisión final de las demás piezas traducidas por mí. Y a las Profesoras Dra.
Maila García Amorós y Dra. Concepción López Rodríguez por el entusiasmo con que acogieron mi idea de rendir homenaje a ese gran hombre, prez de la poesía del siglo XX y modelo de comportamiento humano en toda su vida y para siempre. Andrés Pociña.
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LA VENTANA Versión de Concepción López Rodríguez
(Dos hombres están sentados en una habitación que da al mar cerca de la ventana. Parecen viejos amigos que llevaban tiempo sin encontrarse. Uno da la impresión de ser hombre de mar. El otro –el que habla– no. Anochece lentamente –un tranquilo atardecer de primavera, violeta y púrpura. El mar, enfrente, una balsa de aceite, –alumbra con ondulantes reflejos estriados los costados de los barcos, las cuerdas, los mástiles, las casas. De forma sencilla y un tanto tediosa al comienzo): Estoy sentado aquí junto a la ventana; miro a los transeúntes y me miro en sus ojos. Imagino que soy una silenciosa fotografía, en su viejo marco, colgada fuera de la casa, en la pared occidental, yo y mi ventana.
Miro alguna vez yo mismo esa fotografía con sus eróticos, cansados ojos – una sombra oculta la boca; el raso brillo del cristal del marco, por momentos, frente al crepúsculo o a la luz de la luna, cubre entero el rostro, y estoy oculto tras una luz tetragonal, pálida, o argéntea o rosada, y puedo libremente mirar el mundo sin que nadie me vea. Libremente; – ¿qué decir?
No puedo moverme; a mi espalda, la húmeda o ardiente pared; en mi pecho, el frío cristal; las pequeñas venas de mis ojos reticuladas dentro del vidrio. Y así, oprimido entre la pared y el cristal, no me atrevo a mover la mano, a llevar mi palma hasta las cejas cuando relampaguea el sol como implacable gloria; y estoy obligado a ver, y a querer, y a no moverme. Si hago algo para tocarlo, mi codo puede quebrar el cristal, y dejarme un orificio en el costado, abierto a la lluvia y a las miradas.
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Yannis Ritsos
Si, de nuevo, trato de hablar, el vaho de mi voz empaña (como ahora) el cristal y ya no veo aquello de lo que quisiera hablar.
Silencio e inmovilidad, por tanto. Puedes decir incluso fingimiento, porque sabes, tal vez, cuántos gritos crucificados, cuántos gestos de postración moran tras esta vertical, cristalina brillantez.
En especial cuando anochece, ahora con la primavera, y el puerto es un lejano fuego, dorado y rojo, dentro del sombrío bosque de los mástiles, y percibes que los peces, presionados por el agua, suben a la superficie con sus bocas abiertas como pequeños triángulos para lograr una respiración mucho más profunda; ¿te has fijado?
A estas horas el abigarrado resplandor del agua está astillado por miles de bocas abiertas de pequeños peces. Nadie aguanta sin interrupción bajo la masa de agua, en estos míticos, marítimos bosques, en aquella asfixiante transparencia con la infinita, peligrosa vista.
Lo mismo supongo que no resisten las fotografías tras su cristal en cualquier pose, por hermosa que sea, en cualquier momento de sus vidas, en una detenida edad, en una hora de orgullosa inocencia, con su exquisita, juvenil mano, dejada en la elegante mesa del taller fotográfico o encima de sus rodillas, con una flor (natural) inmarcesible en la solapa, con una inapreciable, victoriosa sonrisa en sus labios, no muy abierta, que pueda revelar arrogancia, ni tampoco completamente cerrada, que pueda revelar sumisión al destino.
Sin embargo, el tiempo los acecha por completo, antes y más allá de su hora de hermosura, y quieren su tiempo completo, aunque pierdan esa dignidad fosilizada, esa magnífica pose, premeditada o no –indiferentemente, incluso si se derrite la recta leyenda como blanca cera bajo la llama de sus ojos, incluso si se ha desmentido su juventud al salir de la luz del cristal.
Pero, de nuevo, el miedo parece más grande que su deseo o exactamente su igual; y, entonces, su sonrisa 32


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La ventana
misma es como un pez plateado, extendido y quieto en medio de dos rocas del abismo –o como un ceniciento pájaro con inmóviles alas, sopesadamente suspendido en el aire, estático dentro de su propio movimiento. Y permanecen las fotografías encerradas allí, con todo su arrepentimiento o su remordimiento, y su hostilidad también, sin salir de su marco, de su deseo y de su miedo, frente al exigente cielo y frente al ilimitado mar.
Por ello elegimos a menudo un lugar estrecho que nos protege de nuestra propia infinitud. Tal vez por eso estoy sentado aquí, en esta ventana, para ver las recientes huellas de las suelas del barquero sobre las losas del muelle extinguirse poco a poco como una serie de pequeñas, oblongas lunas dentro de un cuento.
Y ya ni comprendo nada ni tampoco trato de comprender.
Una mujer con el pelo lavado se asoma al balcón vecino cantando bajito para secarse el cabello con su canción. Un marinero se queda parado perplejo, con las piernas abiertas, ante su enorme sombra vespertina, como si estuviera erguido en la proa de un barco en un puerto extranjero y no conociera las aguas y no supiera dónde lanzar el ancla.
Más tarde, cuando va oscureciendo poco a poco y en las paredes y en las tapias se va extinguiendo el silencioso, el violáceo palpitar del crepúsculo, antes incluso de que enciendan las farolas de la calle, se produce un repentino calor – y entonces los rostros antes se intuyen que se constatan en realidad; ves la sombra introducirse en las húmedas axilas; el sonido de un fugaz vestido agita las hojas de un árbol; las blancas camisas de los jóvenes adquieren un distante tono azulado y despiden vapor y está todo tan lleno de soledad, tan embrujado e imperceptible, que tal vez por ello encienden de golpe las luces para diluirlo todo, verdaderamente, dentro de su dominio.
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Yannis Ritsos
Dentro de las casas, las sábanas se asemejan a estandartes lánguidos en una inexplicable ausencia marítima de viento, cuando todos han dejado el barco y los estandartes no tienen ya para quién ondear y cuelgan al anochecer caldeados por el sol, olvidados, inertes como desollados pellejos de grandes animales que degollaron un día de fiesta popular con desfiles, músicas, bailes, banquetes.
La fiesta pasó. Las calles quedaron desiertas. En las aceras, papeles grasientos, pisadas insignias, mendrugos, huesos – y, sin embargo, nadie volvió a su casa, como si se arrepintieran, como si todos tomaran una prórroga que no necesitaran.
Las habitaciones permanecen oscuras e inapetentes, alumbradas solamente por las luces multicolores de la calle y de los navíos o por unas pocas despistadas estrellas o por el foco repentino de un camión que pasa cargado de soldados borrachos, gritos y canciones, y el foco enclava la sombra de la ventana dentro de la casa, silenciosa y discretamente, como si fuera un cajón grande de madera que dos tenebrosos marineros trajeran a una playa solitaria.
Ideas algo extrañas te vienen entonces, –¿No te sucede también a ti?– como si cada uno de nosotros pudiera tal vez ser dos personas con rostro cubierto, y los dos rencorosos, irreconciliables, y se ponen de acuerdo sólo en este momento para trasladar este cajón, para excavar con sus uñas un poco más arriba de la orilla del mar y para enterrarlo.
Y estás enterado también tú, como ellos, a pesar de todo su misterio, de que dentro del cajón yace un cuerpo descuartizado, un cuerpo juvenil, muy querido; y es uno el cuerpo, el de ellos, que lo mataron ellos mismos y lo enterraron como si fueran dos extraños.
Este cajón con su impecable forma, un cuadrado reglamentario, se asemeja a una puerta cerrada, 34


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La ventana
se asemeja a aquellas fotografías de las que hablamos dentro de sus marcos, se parece a esta ventana desde donde miramos el hermoso movimiento de la calle en primavera.
A menudo me he encontrado con este cuerpo, este rostro, especialmente durante las noches que hay luna, deambulando –algo pálido, pero siempre joven– por el muelle o calle arriba con los sucios burdeles, con pintadas mujeres, hambrientos perros, chapas oxidadas, con marineros sin afeitar, frutas podridas, blasfemias, cortezas de limones, verdes lavabos, barreños, cirios, acetilenos.
Alguna vez precisamente lo vi regatear con una mujer, pero ella no aceptaba porque le ofrecía demasiado: “No, No”, le decía.
“No es posible”. “No”, con ronca voz, y sacudía un poco la mano con sus uñas rojas. Tenía miedo no fuera que la enredaran con cualquier tipo de robos, abusos, llaves maestras, con grandes puertas de hierro como esas que anuncian siempre los echadores de cartas y que nunca, a decir verdad, faltan. ¿Qué tenía que ver ella con esas cosas?
El precio estaba fijado, – no, seguramente, menos, pero tampoco más.
Incomprensible hombre, con unos ojos, en verdad, enormes y vacíos en lo pálido de su rostro como carbones encendidos. Podrían incluso quemarla.
Podrían derretir también sus horquillas y el hierro derretido, abrasador, correr desde las ondas de sus cabellos hasta dentro de sus ojos.
Parecía siempre triste, –tal vez por su energía que no conseguía nunca matar; –una hermosa tristeza como la ancha, vespertina melancolía de la primavera. Y le sentaba bien, y le era casi necesaria. No estuvo nunca, como creemos, destrozado. Abría despacio aquél cajón como si abriera una puerta, y salía entero bajo la luna y las venas se perfilaban intensamente en sus manos, rojas, tan rojas – raro, entre semejante luz de luna – bajo su pálida, cristiana piel.
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Yannis Ritsos
Verdaderamente, pienso alguna vez que sólo el estar destrozados puede mantenernos íntegros –basta con que lo sepamos.
Y que puede que no lo sepamos ya que nuestro conocimiento es aquel que nos destroza y nos reunifica de nuevo con aquello de lo que hemos renegado.
En la calle de más arriba, de la que te hablaba, hay hermosas – las más increíbles tiendas del mundo –chamarilerías, carbonerías, abacerías, barberías con antiguas litografías y con pesadas, conspiradoras butacas, carnicerías con grandes espejos que devuelven multiplicados en una roja procesión los degollados corderos y bueyes; verdulerías y pescaderías produciendo una mezcla de olores de pescados y de frutas– un sospechoso ruido sin palabras frente a las puertas, una muda iluminación como reflejo de hojas de acero o de grandes, amarillos, pulidos tablones apoyados de pie en la fachada de la carpintería. Se venden revueltos allí arriba impermeables, aves, pinzas, botellas, peines, cajas metálicas de galletas, ataúdes baratos, jabones olorosos, oxidadas cabinas de barcos naufragados que sacaron a subasta y los transportaron después, pieza por pieza, sedas sin aranceles de diferentes países con diversos diseños y colores, vajillas japonesas, hachís y mantelerías y unas extrañas jaulas abovedadas como iglesias a medio acabar dentro de las cuales unos desconocidos pájaros rosa– dorado miran el movimiento de la calle con dos extraños, impenetrables ojos como piedras negro– amarillentas robadas durante la noche de los dedos de los muertos.
Niños descalzos juegan a los dados en medio de la calle, mujeres se acuestan con marineros en habitaciones de techos bajos con ventanas abiertas, quemados por el sol vendedores ambulantes orinan en fila sobre las tapias.
Dentro de las cestas relampaguean de vez en cuando los pescados como grandes, ensangrentados cuchillos y, alguna vez, una abeja extraviada 36


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La ventana
ronda confusa por allí, zumbando y dejando en el aire las doradas, nervudas espirales de su giro como pequeños muelles de algún juguete infantil destripado.
El polvo como una nube se mueve lentamente hacia el crepúsculo entre los rostros como un secreto carmesí de aliento, sudores, intereses y crímenes, un profundo secreto de una inagotable hambre precipitadamente alimentada, un inacabable ir y venir, un inacabable regateo, un inacabable gasto que sostiene al comercio, las ambiciones, a los pillos y a la vida, naturalmente, de modo que ves algún día a una hermosa muchacha con un impecable vestido floreado, parándose en la calle del carbón, al lado del carrito del vendedor de pistachos y de los sacos, alumbrada entera por el mar y sonriendo con dos líneas de dientes purísimos ante la sirena del barco.
A su alrededor, las podridas cortezas de limones brillan como pequeños soles.
Una cortinilla de percal, descorrida al sesgo en una ventana baja, es como una hoja doblada de un libro querido para que recuerdes el momento de volver y leerlo de nuevo.
Ninguna humillación, por tanto, hay allí donde la vida reivindica vivir, allí donde los perros rebuscan con movimientos nobles el montón de basura y las muchachas mantienen erguida su pulida frente cargada con sus vigorosas cabelleras como si sostuvieran un negro cántaro con callada agua y temieran que se les cayera. He visto a muchas muchachas en esta pose, sí, en aquella calle de allí y jóvenes morenos, velludos con carnosas bocas siempre irritados (como están los muy tristes), que no lograron ser tan groseros como hubieran querido, por ello también blasfeman cada vez más, con una voz cada vez más fuerte. Si te fijas 37


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lo comprenderás. Su voz es una ancha palma de la mano que acaricia la negra gata del barco sentada cautelosamente sobre sus rodillas –cuando es de noche, claro, ni su mano ni la gata se ven. Sólo los ojos de la gata fosforecen como dos luces laterales en un pequeño barco que costea una isla llena de flores.
Si subes un poco más arriba por aquella calle hasta la colinita de San Basilio, ves entero el puerto debajo de tus ojos, ves que relampaguean dentro del agua oscura, en el borde más extremo del ilimitado mar, las grandes, verdoso– doradas, iridiscentes manchas de aceite o de petróleo, brillantes manchas, y, supones, inmaculadas, como iluminados, móviles islotes de anodina calma en medio de perros muertos, patatas podridas, pajas, piñas y barcos.
Puedes, por tanto, mirar decididamente desde esta ventana o incluso salir a la calle. Una silenciosa santidad reside bajo las acciones de los hombres. Una sombra violácea guarda silencio en el hombro izquierdo de una mujer cansada por el amor que se dio la vuelta hacia el otro lado y se quedó dormida sola.
Puedes mirar los gruesos calzoncillos en el patio de al lado manchados por eyaculaciones oníricas o desenrollados condones debajo de los bancos del parque o los botones de los sujetadores de las mujeres que cayeron en la hierba como pequeñas, ebúrneas flores, un poco amargados porque no tienen ya otra cosa que dar –aroma, polen, semilla– nada.
A aquella calle dije de ir yo también alguna vez a vender esta ventana y aquél cajón grande no por otra cosa sino por librarme de su cuidado, para mezclarme yo también en las compraventas, para escuchar mi voz cuando habla una lengua extranjera. Me di cuenta pronto de que no tenía nada para vender. Un único y ulterior interés había: 38


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La ventana
la búsqueda de una nueva experiencia que de nuevo supervisara, desde esta ventana, aunque fuera sin cristales.
Nunca tuve éxito en los negocios. De todos modos, no tengo nada que merezca un pago, nada que pueda ser pagado. Y estas antiguas fotografías no tienen ningún valor para los demás incluso teniendo en cuenta que los marcos son de oro puro. No obstante, para mí, son imprescindibles.
Tampoco están muertas –no. Cuando anochece y están aún calientes las sillas fuera de los cafés y todos (tal vez yo también) buscan refugiarse en algún otro, éstas bajan silenciosamente de sus marcos como si bajaran una humilde escalera de madera, van a la cocina, encienden la luz, ponen la mesa (se oye el amistoso eco de un tenedor que golpeó el plato), ponen en orden mis escasos libros e incluso mis pensamientos con comparaciones e imágenes (antiguas y nuevas), con honrados argumentos y algunas veces con antiguas, irrefutables, experimentadas demostraciones.
Por eso, además, agarro, con gratitud esta ventana.
No me impide en modo alguno ver y ser, –justamente lo contrario.
En cuanto a aquello que te decía: “presionado entre el muro y el cristal”, era una exageración de la primavera, una exageración de la carnal abundancia de hojas verdes. La ventana es una solícita, tetragonal calma y transparencia.
Cuando las paredes se empañan al atardecer, esta ventana brilla aún como por sí sola; retiene y prolonga los últimos rayos del crepúsculo, proyecta su reflejo a la sombreada calle, ilumina los rostros de los transeúntes como si los sorprendiera fragantemente 39


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Yannis Ritsos
en su instante más sincero, ilumina las ruedas de las bicicletas o la áurea cadena que se sumerge en el pecho de una mujer o el curioso nombre de un barco que está fondeado en el puerto.
Sobre estos cristales, en el invierno, el viento dobla sus rodillas y lo veo marcharse enfurecido, girando sus anchas espaldas.
Otras veces también, escucho desde aquí, en atardeceres primaverales, como esta noche, las conversaciones de los marineros de un bote a otro como si me desvelaran la interrelación de los astros; como si me explicaran aquellos incomprensibles números en los costados de los barcos.
Súbitamente oigo el ruido de un ancla que cae en el agua como algo que se ofrece en exclusiva para mí, como algo que me autoriza a indicarlo.
¿Qué queja, pues, puedo tener de esta ventana?
Si quieres la entreabres y, sin ni si quiera mirar fuera, puedes desde estos cristales acechar, inadvertido, auténticas escenas de la calle, en un lugar más profundo y más permanente, con la apacible iluminación de una gran distancia, mientras todo esto se ejecuta bajo tus ojos, un metro más allá.
Si quieres puedes abrirla por completo y mirarte en el cristal, como en un lejano espejo mágico, y peinar tus cabellos que escasean o corregir algo tu sonrisa. Dentro de estos cristales todo parece más claro –más silencioso, más inmóvil, en consecuencia también indispensable y perenne.
¿Se te ha ocurrido mirar con un cristal dentro del mar? Debajo de la agitada superficie aparece extraordinario el fondo en su inmovilidad, en una cristalina disposición, imperturbable y frágil a la vez, en una muda santidad– como decíamos. Sólo que atrapa de alguna manera tu respiración si permaneces así durante más tiempo, por ello levantas de nuevo tu cabeza al aire o abres esta ventana (conocedor sin embargo ahora), o sales por la puerta.
Y ya no hay nada que tuerza tu vida y tus ojos, 40


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La ventana
y nada hay que no puedas mostrar orgullosamente y cantarlo, y nada hay que no puedas girar su figura hacia el sol.
(Cerraron la ventana y salieron a la calle. Las luces de los barcos estaban encendidas. Llegaron a la punta del muelle. Se pararon, miraron al mar, oyeron el entrecortado brinco de un pez en la reja y, sin motivo, estrecharon sus manos palma con palma. Después se sentaron silenciosos en una mojada maroma enrollada, encendieron un cigarro y se miraron a la llama de la cerilla. Parecían, extraña y casi sin justificación, felices, con esta incomprensible dicha que tiene siempre la vida en primavera, cuando todo alrededor huele a salobridad mezclada con el aroma de la morralla frita, lechuga cortada y vinagre. En breve, irían a la taberna de al lado para comer.
Ya tenían hambre. Y el sonido del gramófono reforzó saludablemente esta sensación de hambre. A su lado pasó el centinela con su paso reglamentario y los veraniegos uniformes blanqueaban en la noche.
Los dos amigos se levantaron de la maroma y prosiguieron).
El PIREO, abril de 1959
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CLARIDAD INVERNAL Versión de Maila García Amorós
Interminables mañanas de domingo, de un gélido sol invernal, algunas voces infantiles paradas en el camino de carros y el campo encalado que brilla en el vacío, en la asfixiante claridad– La casa del notario, con sus grandes ventanas y sus cristales limpios, abierta al exterior, que no tiene ya nada suyo que conservar, ganada toda ella por el invierno, con sus armarios, sus perchas, su cocina, con el enorme brasero de bronce del comedor – y las cortezas de mandarina consumiéndose lentas en el brasero, que perfuma viejos iconos, viejos tiempos que perdieron ya su fuerza y su color y que poco a poco, perdieron también su sentido, luego su dolor y su valor, su nostalgia más tarde – ¿Ha existido todo esto? ¿No ha existido? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Por qué?
¿Y para qué conservarlo? ¿Qué puedes hacer con ello?
¿Qué puedes hacer con el tiempo? ¿Qué puedes conservar?
Desvelos por las alfombras, por las mantas, por la ropa de lana – que, año tras año, todos los años, al entrar la primavera, hay que recoger, sacudir y cepillar, hay que meter en baúles y en armarios, unos sobre otros, entre periódicos viejos, como si enterraras, por preservarlo, algo que estimas, enterrarlo es una pena, pero ¿qué le vamos a hacer?
después llega la luz de la primavera, el verde de la primavera, después la luz del verano y el mar del verano, después, ni primavera ni verano ni verde ni mar, 43


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Yannis Ritsos
sólo la luz y sus gestos en el infinito, la blanquísima luz que todo lo quema, lo ahoga, lo destruye, el ayer, el hoy, el mañana, árboles y mármoles, gloria, sentimientos, hechos, decisiones.
Entonces también tú olvidabas penas, remordimientos, planes y arrepentimiento; volvías a empezar con los mismos errores, los mismos besos, la misma desnudez tan bien vestida, hasta que llegaban las primeras humedades, las primeras grandes estrellas arrepentidas, la silenciosa y deslumbrante incursión del otoño.
Y llegaba lenta, sigilosa, pero no triste, esa otra embriaguez, la de la reflexión para reunir lo disperso, para forzar una ganancia mágica de las perdidas –y no para forzar, sólo les ofrecían el doble o el triple, jardines y risas de muchachas entre las acacias que florecían unas veces hostiles e indiferentes y otras veces como blancos ejércitos, ahora aliados, en la diseminada oscuridad.
El banco verde en el que te sentaste tú solo una noche, rodeado de astros inútiles se desplazaba él solo entre los pálidos campos de la desolación otoñal y llega hasta tu puerta como un carro de campo; en él se sentaban dos personas –podría decirse que felices, porque ver y aceptar lo que no se tiene, lo que nunca se tendrá es casi como tenerlo, lo tienes seguro. Eso solíamos decir, tal vez hasta con sinceridad.
Carros cargados hasta arriba de heno y barriles descendían de los pueblos en unos extraños crepúsculos todo oro y púrpura y violeta todo alarde de vanidad todo lujo efímero que ya conocía el mar más allá del horizonte: efímero y aunque el mar copiaba con detalle, cual cronografía 44


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Claridad invernal
nubes, colores, mástiles, gaviotas, junto con sus profundidades; esta exactitud era ahora su vida (también efímera) su sola vida, que vida le daba.
Nada puede hacer toda esta riqueza –está de sobra.
Nada puede ocultar. Y tienes que volverte a preocupar de las prendas de lana, de sacarlas de los baúles, de sacudirlas – y, día tras día, el café se va haciendo más necesario.
Nieva naftalina en las desoladas alcobas el olor que libera aturde su libertad y más allá resuenan los morteros al machacar el clavo y la nuez moscada para la Navidad y el Año Nuevo. Y, sin embargo, a pesar de todos los cuidados el tiempo y las polillas hicieron su trabajo las alfombras se abren por doquier, los abrigos se agujerearon carcomidas las solapas, desgastados los codos.
Al año siguiente, no te preocupas ya de la naftalina y aún menos al otro y las polillas reinan cual monarca invisible en las viejas alcobas, soberano sin soberanía, ¿Qué más puede carcomer la polilla en lo carcomido?
Renuncia apacible, silenciosa, de un optimismo casi indiferente como cuando caminas una noche bajo la lluvia y te molesta en la nuca la lluvia, en los pies el barro y, sin embargo, poco a poco la lluvia te domina, el barro te entra en los zapatos, tus pies se aligeran por una gravedad inversa y caminas libre en medio de la noche sin una ventana iluminada suspendida en la oscuridad como un reloj fosfórico que determinara tu tiempo, y orientara tu camino. Caminas contento de no temer ya al barro, a la lluvia, al ningún lugar, a la noche, sin buscar ventana alguna y absolutamente seguro de que distinguirás esa ventana iluminada 45


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Yannis Ritsos
con la cabeza agachada y los ojos cerrados. Y, sin embargo, mantienes la cabeza alta, entregada a la lluvia y los ojos abiertos de par en par.
Ahora toda la ayuda proviene de ti, sólo de ti, lo sabes.
La neurastenia no es una salida ni una excusa, –los demás se acostumbraron, ya no se preocupan, no investigan, no comentan; quienes padecen del estómago dejaron su dieta –¿qué les aporta?– y los antiguos contratos, amontonados en el desván, cumplidos o sin cumplir, dan alimento a ratones desnutridos.
El período crítico ya pasó para la señora de la casa, pasó para sus hijas, pasó para los árboles del jardín. Sólo el jazmín que nevaba sus blancas estrellas todas las tardes de verano en la mesa del jardín; asilvestrado por la falta de poda, estrechaba la casa entre sus ramas como un pulpo gigante y absorbía sus cimientos. De manera que ¿qué puedes hacer con el tiempo?
¿Qué puedes hacer con la inmortalidad? No puedes pagar una sola mañana de domingo bajo el sol del invierno en esta casa con su viejo brasero y su máquina de escribir nueva con su antiguo aparador repleto de tazas y cucharitas de plata y vasos de rakí de todo tipo y aquel frutero sobre la mesa en el que el descaro de sus naranjas no ofende ya al silencio con las fotografías de los antepasados que ya nadie mira.
El agujero negro de la chimenea continúa miles de kilómetros hacia el cielo igual que el agujero del pozo ciego en la tierra ¿no irá a salirse por el otro lado? y al cortar el pan el cuchillo traza una cicatriz profunda no solo en la mesa o en suelo, sino mucho más allá.
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Claridad invernal
Pero tú no cambiarías esta despiadada belleza, esta sabiduría, esta nobleza que te dan las arrugas de los ojos del silencio por la dicha de una juventud cualquiera. Te paras a mirar a escuchar –partícipe sin participación– y la antigua lámpara con su religiosidad desacorazada por viejos banquetes y cenas secretas con su desvencijada pintura dorada cuelga todavía, inamovible y olvidada en medio del árbol vacío, como un sello irrevocable en un testamento que nunca leyó nadie, porque no quedaron herederos ni quedó herencia. Sin embargo, tú lo leíste y lo difundiste unes las épocas que no conocieron su unión y no puedes desprenderte aún del peso ni de la riqueza del día más vacío hablando, sin hablar, con los ojos cerrados, mirando.
Y esta casa despojada de sus pequeños recuerdos y de las separaciones en el gran recuerdo reconocido en toda su profundidad se eleva hacia el cielo entre la aterradora y gélida claridad suave, liviana, tolerante en un balcón azul, sujeto tan solo a una cuerda en el puño de un niño.
El niño gritó, una vocecita irreprochable, independiente más allá de tu partida o de tu regreso, voz apremiante, indefensa. Gritó su madre corrió con su blusa blanca y las casas se acomodaron de nuevo al sol como huevos de los que saldrán grandes polluelos y la cúpula de la iglesia vivía también como un gran huevo bajo las seis fuertes alas del sol.
El carro que pasó por el camino –de ningún modo se dirigía hacia el cielo – Traía fruta al mercado sus ruedas ignorantes, burladas, con su escandalosa cordialidad de pueblo 47


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tenían sendas sombras perceptibles. Te fijaste en sus ruedas y en su sombra, no sólo en sus ruedas.
Sus viejas ruedas y su sombra no eran cuatro parejas insignificantes cada círculo tenía sus divisiones normativas y libres, atraían la mirada atraían el sentir y el pensar la nueva gracia, la nueva complicación que anula el vacío que revela y esconde, revela un renovado deseo por descubrir –mira detrás de los círculos repartidos todo el cielo, el mar, los árboles como tras los encajes de las cortinas de esta casa con sus ocho círculos deliciosamente tejidos que parten y embellecen el paisaje dominical de la provincia entre el frío sol que todo lo templa y lo abre.
Y aquel que escribió la historia de una casa que se había quedado sin historia cerró sus papeles y la casa volvió a encontrar su historia.
Un niño lloró, su madre se inclinó sobre él y el que se afanaba en poner sobre el papel una carga inmemorial comprendió la inexplicable utilidad del tiempo comprendió que no puede comprender comprendió lo que llamamos duración –porque él con todos sus años, su experiencia y las heridas de tantas guerras era ahora el hijo de su hijo y sentía hambre. Era ya pasado el medio día –preparaban ricamente la mesa con manteles de lino, en el centro pusieron un florero con rosas de invierno ¡Qué hermoso olor desprendía la comida humeante en este comedor!
Con el viejo brasero, el viejo sillón y las fotografías de los antepasados que movían la nariz, como si percibieran el rico olor del pan caliente el buen presente parecían tener hambre y ciertamente, tenían hambre.
El sol relumbraba en las dos grandes ventanas y se oyó ladrar al perro que guardaba la casa de enemigos invisibles esta casa que tiene un niño que criar 48


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Claridad invernal
esta casa que un niño sujeta en su mano y un verso maltrecho como un perro abrió la boca ladrando la eternidad custodiando las acciones de los hombres, sus pequeños movimientos custodiando sus grandes ojos perplejos, solícitos y sus enormes manos custodiando su vida con el mandil de su cocina y las cancioncillas de su calendario.
Y ese hombre al que os referís preferiría que lo llamarais hipócrita o incluso granuja antes que traicionar a uno solo de sus consanguíneos que le rogara, le exigiera, le ordenara ser vencido, vivir, obrar, aunque fuera en una canción ser vencido incitando al baile a las partículas de luz y a nuestra vida.
Ordenando tanto como puede casas y árboles, pensamientos, pasos, aguas y manos.
Y los cinco campesinos con sus ropas de domingo de pie junto al pórtico de la iglesia eran como árboles podados que volverán a florecer y tenían forma de arado en pausa que mañana volverá a arar y a excavar sólo tanto como sea necesario.
SAMOS, enero de 1957
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LA SONATA A LA LUZ DE LUNA Versión de Andrés Pociña
(Noche de primavera. Sala grande de una casa antigua. Una mujer mayor, vestida de negro, habla a un joven. No han encendido la luz. Por la dos ventanas entra una implacable luz de luna. Me olvidé de decir que la Mujer de Negro ha publicado dos o tres importantes colecciones de poesías de espíritu religioso. Así pues, la Mujer de Negro habla al Joven): Déjame que vaya contigo. ¡Qué luna esta noche!
Es hermosa la luna, –no se verá que han blanqueado mis cabellos. La luna hará de nuevo dorados mis cabellos. No lo advertirás.
Déjame que vaya contigo.
Cuando hay luna crecen las sombras en la casa, manos invisibles tiran de las cortinas, un dedo pálido escribe en el polvo del piano palabras olvidadas –no quiero oírlas. Calla.
Déjame que vaya contigo un poco más abajo, hasta la tapia de la fábrica de ladrillos, hasta allí donde tuerce el camino y aparece la ciudad cementosa y etérea, enjalbegada con luz de luna, tan indiferente e intangible tan real como metafísica que puedes al fin creer que existes y no existes que nunca has existido, no ha existido el tiempo y su deterioro.
Déjame que vaya contigo.
Nos sentaremos un poco en el pretil, sobre el alto, y cuando nos sople el viento primaveral puede que imaginemos hasta que vamos a volar, 51


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Yannis Ritsos
porque muchas veces, y todavía ahora, oigo el rumor de mi falda como el rumor de dos alas poderosas que se abren y se cierran, y cuando te cierras entre el sonido del vuelo sientes tupido tu cuello, tus costados, tu carne, y así apretado entre los músculos del aire azul, entre los vigorosos nervios de la altura, no tiene importancia si marchas o regresas ni tiene importancia que hayan blanqueado mis cabellos, (no es esto mi pena – mi pena es que no blanquea también mi corazón).
Déjame que vaya contigo.
Sé que nadie camina solo hacia el amor, solo hacia la gloria y hacia la muerte.
Lo sé. Lo comprobé. No sirve.
Déjame que vaya contigo.
Esta casa se embrujó, me echa – quiero decir que ha envejecido mucho, los clavos se desprenden, los marcos se desploman como si se hundiesen en el vacío, los repellados se caen silenciosamente como cae el sombrero del muerto de la percha en el pasillo oscuro, como cae el raído guante de lana del silencio de sus rodillas o como cae una franja de luna sobre la butaca vieja, destripada.
Alguna vez fue nueva también ella, –no la fotografía que miras con tanta desconfianza – hablo de la butaca, muy confortable, podrías sentarte en ella horas enteras y con los ojos cerrados soñar lo que sea – una playa llana, mojada, lustrada por la luna, más lustrada que mis viejos zapatos de charol que cada mes doy al limpiabotas de la esquina, o una vela de una barca de pesca que se pierde en el fondo balanceada por su propia respiración, vela triangular como un pañuelo doblado en diagonal sólo en dos como si no tuviese nada que encerrar o que guardar 52


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La sonata a la luz de luna
o que ondear abierta para despedirse. Siempre tuve una fijación por los pañuelos, no para guardar algo atado, algunas semillas de flores o manzanilla recogida en los campos al atardecer o para hacerle cuatro nudos como el gorro que llevan los obreros en la obra de enfrente o para secarme los ojos, – he conservado buena la vista; nunca llevé gafas. Una simple rareza la de los pañuelos.
Ahora los doblo en cuatro, en ocho, en dieciséis para ocupar mis dedos. Y ahora recuerdo que así medía la música cuando iba al Conservatorio con uniforme azul y cuello blanco, con dos trenzas rubias – 8, 16, 32, 64, – cogida de la mano de una pequeña amiga mía, un melocotonero, todo luz y flores rosas, (perdóname estas palabras – mala costumbre) – 32, 64, – y los míos albergaban grandes esperanzas en mi talento musical. Bien, te estaba hablando de la butaca – destripada – se ven los muelles oxidados, las pajas – decía de llevarla al lado a la ebanistería, pero dónde el tiempo y dinero y ganas – ¿qué le repararías primero? – decía de echarle una sábana por encima, – me dio miedo de la sábana blanca con semejante luz de luna. Aquí se sentaron hombres que soñaron grandes sueños, como tú y como yo también y ahora descansan bajo tierra sin molestarse por la lluvia o por la luna.
Déjame que vaya contigo.
Nos pararemos un poco en la cima de la escalera de mármol de San Nicolás, después tú bajarás y yo volveré atrás teniendo en mi costado izquierdo el calor del tacto fortuito de tu chaqueta y todavía algunas luces cuadradas de las pequeñas ventanas de la vecindad y de este blanquísimo vaho de la luna que es como un gran séquito 53


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Yannis Ritsos
de cisnes de plata – y no temo esta expresión, porque yo muchas noches de primavera conversé en otro tiempo con Dios que se me apareció vestido con la bruma y la gloria de una semejante luz de luna, y a muchos jóvenes, más bellos que tú incluso, se los inmolé, para así blanca e inaccesible evaporarme en mi blanca llama, en la blancura de la luz de luna, abrasada por los insaciables ojos de los hombres y por el vacilante éxtasis de los efebos, asediada por cuerpos exquisitos, bronceados, miembros robustos ejercitados en la natación, en el remo, en la pista, en la pelota (que yo hacía como que no los veía) frentes, labios y cuellos, rodillas, dedos y ojos, pechos, y brazos y muslos (y de verdad que no los veía) – sabes, alguna vez, al admirar, olvidas lo que admiras, te basta tu admiración, – Dios mío, qué ojos todo estrellas, y me elevaban a una apoteosis de astros negados porque, así sitiada desde fuera y desde dentro, otro camino no me quedaba sino sólo hacia arriba o hacia abajo.
– No, no basta.
Déjame que vaya contigo.
Sé que la hora ya está pasada. Déjame, porque tantos años, días y noches y purpúreos mediodías, me quedé sola, rígida, sola y purísima, incluso en mi lecho conyugal purísima y sola, escribiendo versos gloriosos en las rodillas de Dios, versos que, te lo aseguro, quedarán como tallados en mármol impecable más allá de mi vida y de tu vida, mucho más allá. No basta.
Déjame que vaya contigo.
Ya no puedo estar en esta casa.
No resisto aguantarla sobre mi espalda.
Tienes siempre que cuidar, que cuidar, que asegurar la pared con el gran aparador, que asegurar el aparador con la viejísima mesa tallada 54


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La sonata a la luz de luna
que asegurar la mesa con las sillas que asegurar las sillas con tus manos que colocar tu hombro bajo la viga que se descolgó.
Y el piano, como un féretro negro cerrado. No te atreves a abrirlo.
Que cuidar sin parar, que cuidar, que no se caigan, que no caigas.
No resisto.
Déjame que vaya contigo.
Esta casa, pese a todos sus muertos, no dice de morir.
Insiste en vivir con sus muertos en vivir por sus muertos en vivir por la certeza de su muerte y en cuidar todavía a sus muertos en camas y estantes ruinosos.
Déjame que vaya contigo.
Aquí, por muy despacio que camine en el vaho de la noche, sea con las zapatillas, sea descalza, algo chirriará, – un cristal se raja o algún espejo, unos pasos se oyen, – no son míos.
Fuera, en la calle puede que no se oigan estos pasos, – el remordimiento, se dice, lleva zuecos de madera, – y si haces por mirar en este o en el otro espejo, tras el polvo y las grietas, distingues más borrosa y más partida tu cara, tu cara que nada pediste a la vida más que conservarla nítida y entera.
Los bordes del vaso brillan a la luz de la luna como una navaja circular – ¿cómo voy a llevarlo a mis labios?
por mucha sed que tenga, – ¿cómo voy a llevarlo? – ¿Ves?
tengo todavía ánimo para comparaciones, – esto me quedó, esto me asegura todavía que no estoy ausente.
Déjame que vaya contigo.
Veces y veces, a la hora en que anochece, tengo la sensación de que fuera de las ventanas pasa el hombre del oso con su vieja pesada osa con su pelaje todo pinchos y bardanas 55


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Yannis Ritsos
levantando polvo en la calle del barrio una nube solitaria de polvo que inciensa el atardecer y los niños han vuelto a sus casas para la cena y no les dejan salir ya fuera aunque tras las paredes adivinan el paso de la vieja osa – y la osa cansada avanza en la sabiduría de su soledad, no sabiendo hacia dónde y por qué – se ha vuelto lenta, ya no puede bailar sobre sus patas traseras, no puede llevar su gorrito de encaje para divertir a los niños, a los desocupados, a los exigentes, y lo único que quiere es tumbarse en el suelo dejando que la pisen en la barriga, jugando así su último juego, mostrando su terrible fuerza de renuncia, su rebeldía ante los intereses de los demás, antes las anillas de sus labios, ante la necesidad de sus dientes, su rebeldía ante el dolor y ante la vida con la alianza segura de la muerte – aunque sea de una muerte lenta – su rebeldía final ante la muerte con la continuación y la conciencia de la vida que asciende con conciencia y con acción sobre la esclavitud.
¿Pero quién puede jugar hasta el fin de este juego?
Y la osa se levanta otra vez y camina obedeciendo a su correa, a sus anillas, a sus dientes, sonriendo con sus labios rasgados a los céntimos que le arrojan los niños guapos y despreocupados (guapos precisamente porque son despreocupados) y diciendo gracias. Porque las osas que han envejecido lo único que aprendieron a decir es gracias, gracias.
Déjame que vaya contigo.
Esta casa me ahoga. Sobre todo la cocina es como el fondo del mar. Los cazos colgados brillan como ojos redondos, grandes, de fantásticos peces, los platos se mueven lentamente como las medusas, algas y conchas se agarran de mis cabellos – no puedo despegarlas después, no puedo subir de nuevo a la superficie – 56


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La sonata a la luz de luna
la bandeja se me cae de las manos sorda, – me desplomo y veo las burbujas de mi respiración subir, subir y trato de divertirme mirándolas y me pregunto qué dirá si alguien se encuentra arriba y ve estas burbujas, ¿acaso que se ahoga alguien o que un buzo investiga los fondos?
Y de verdad que no son pocas las veces que encuentro allí, en el fondo del ahogo, corales y perlas y tesoros de barcos naufragados, encuentros inesperados, y cosas de ayer y de hoy y del futuro, una confirmación casi de la eternidad, cierto desahogo, cierta sonrisa de inmortalidad, como se dice, una felicidad, una embriaguez, y un entusiasmo todavía, corales y perlas y zafiros; sólo que no sé darlos – no, los doy; sólo que no sé si pueden recibirlo – no obstante yo los doy.
Déjame que vaya contigo.
Un momento, para que coja mi toquilla.
En este tiempo inestable, al fin y al cabo, tenemos que cuidarnos.
Hay humedad por la noche, y la luna ¿no te parece, de verdad, que aumenta el frío?
Deja que te abroche la camisa – qué fuerte tu pecho, – que fuerte luna, – la butaca, quiero decir – y cuando levanto la taza de la mesa queda debajo un agujero de silencio, coloco rápido mi palma encima para no mirar dentro, – dejo de nuevo la taza en su sitio; y la luna un agujero en el cráneo del mundo – no mires dentro, es una fuerza magnética que te arrastra – no mires, no miréis, escuchad lo que os digo – caeréis dentro. Este vértigo hermoso, liviano – caerás, – un pozo de mármol la luna, se mueven sombras y alas mudas, voces misteriosas – ¿no las escucháis?
Dura dura la caída, 57


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Yannis Ritsos
duro duro el ascenso, la estatua de aire tupida entre sus alas abiertas, duro duro el inexorable beneficio del silencio, – temblorosas luminarias del otro margen, como oscilas en tu propia ola, respiración del océano. Hermoso, liviano este vértigo, – presta atención, caerás. No me mires, mi sitio es el balanceo – el extraordinario vértigo. Así cada atardecer me duele un poco la cabeza, algo de mareo.
Con frecuencia escapo a la farmacia de enfrente por una aspirina, otras veces siento pereza y me quedo con mi dolor de cabeza para escuchar en las paredes el ruido hueco que hacen las tuberías del agua, o hago un café, y, siempre absorta, me distraigo y preparo dos – ¿quién tomará el otro? – gracioso de verdad, lo dejo en el antepecho para que se enfríe o a veces me tomo también el segundo, mirando por la ventana la bombilla verde de la farmacia como la luz verde de un tren silencioso que viene a llevarme con mis pañuelos, mis zapatos torcidos al andar, mi bolso negro, mis poemas, sin mis maletas en absoluto – ¿qué les vas a hacer?
Déjame que vaya contigo.
Ah, ¿te vas? Buenas noches. No, no iré. Buenas noches.
Yo saldré dentro de un poco. Gracias. Porque, al fin, tengo que salir de esta casa destrozada.
Tengo que ver un poco la ciudad, – no, no la luna – la ciudad con sus manos encallecidas, la ciudad del jornal, la ciudad que jura por su pan y su puño, la ciudad que nos soporta a todos en su espalda con nuestras pequeñeces, nuestras maldades, nuestras aversiones, con nuestras ambiciones, nuestra ignorancia y nuestra vejez, – para escuchar los grandes pasos de la ciudad, para no escuchar más tus pasos ni los pasos de Dios, ni mis propios pasos. Buenas noches.
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La sonata a la luz de luna
(La habitación se oscurece. Parece que una nube ha ocultado la luna. De golpe, como si una mano le diese volumen a la radio del bar vecino, se oye una expresión musical muy conocida. Y entonces comprendí que toda esta escena la acompañaba en tono bajo la “Sonata de la luz de luna”, sólo su primera parte. El Joven bajará ahora con una sonrisa irónica y quizá compasiva en sus bien dibujados labios y con un sentimiento de liberación. Cuando llegue justamente a San Nicolás, antes de bajar la escalera de mármol, se reirá, – una risa poderosa, incontenible. Su risa no se escuchará nada impropiamente bajo la luna. Quizá lo único impropio sea que no resulte nada impropio. Dentro de poco el Joven se callará, se pondrá serio y dirá: “La decadencia de una época”. Así, totalmente tranquilo ya, se desabrochará otra vez la camisa y seguirá su camino.
En cuanto a la mujer de negro, no sé si salió al fin de la casa. La luz de la luna brilla de nuevo. Y en las esquinas de la habitación las sombras se aprietan por un insufrible arrepentimiento, casi ira, no tanto por la vida, como por la inútil confesión. Escucháis: la radio sigue:
ATENAS, junio de 1956
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ORESTES Versión de Maila García Amorós
(Dos jóvenes de unos 20 años se detuvieron ante los propileos con una expresión que parecía querer recordar algo, reconocer algo, aunque todo les era increíblemente conocido y emotivo, solo que un poco más pequeño, mucho más pequeño de lo que imaginaban en el extranjero, en otro lugar y en otro tiempo. Mucho más pequeñas eran también las murallas y las enormes piedras y la puerta de los leones y el palacio bajo la sombra de la montaña. Ya es verano. Los coches particulares y los autobuses de excursiones se han marchado. El lugar respira en calma, un profundo suspiro de las bocas de las antiguas tumbas y de los recuerdos. Un trozo de periódico se movió entre la hierba quemada impulsado por un soplo indefinido. Se escuchan los pasos del guarda y la gran llave que cierra la puerta interior del alcázar. Entonces, como si se hubieran liberado en el cálido rocío de la noche, los grillos tocaron sus pequeños tambores. En algún lugar, tras la montaña, se arrastra un resplandor vacilante, tal vez sea la luna. En ese mismo instante, por la pétrea escalera se escuchó agudo, seco y disonante, el alarido de una mujer. Los jóvenes no se miraron. Se unieron a la muralla como dos sombras. Al poco, uno de ellos se secó el sudor de la frente con su pañuelo, señaló más allá con el dedo relajado y habló al otro que permaneció tiernamente callado y entregado como Pilades): –Escucha, –no ha cesado todavía– no se ha callado. Insoportable, en esta noche griega tan cálida, tan serena, tan independiente de nosotros, tan indiferente, que nos permite el lujo de estar en ella, de contemplarla desde dentro y desde lejos a un tiempo, de verla desnuda, hasta las escasas voces de los grillos hasta los escasos temblores de su negra piel.
¿Cómo podríamos ser independientes también nosotros, con la hermosa alegría de la indiferencia, de la libertad de culto, más allá de todo, dentro de todo, dentro de nosotros –solos, unidos, sin compromiso, 61


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Yannis Ritsos
sin comparaciones, antagonismos, controles, sin que nos midan las expectativas ni las exigencias de los demás? De manera que vea sólo la correa de tu sandalia que guarda para mí tu impecable dedo pulgar, hacia un lugar mío, en un lugar secreto, mío, junto a las adelfas y que las hojas plateadas de la noche caigan sobre tu hombro y el sonido de la fuente pase desapercibido bajo nuestras uñas.
Escúchala, su voz la cubre como una sonora cúpula y ella misma cuelga de su voz como lengua de campana y se golpea y golpea la campana aun cuando no es ni fiesta ni entierro, sólo la intachable soledad de las rocas y abajo, la humilde tranquilidad del llano, que subraya esta injustificable desmesura en torno a la cual se mueven cual inocentes cometas infantiles las infinitas estrellas en el eterno crujir de papel de su gran cola.
Alejémonos un poco de aquí, que no nos llegue la voz de la mujer, pongámonos un poco más abajo, no en las tumbas de los antepasados, nada de libaciones esta noche. No quiero cortar mis cabellos, aquí arriba solía pasear tu mano. ¡Qué noche tan hermosa!
Es algo nuestro que, desprendido de nosotros, se aleja y lo oímos como un río oscuro que corre hacia el mar y brilla de cuando en cuando bajo las ramas, en el fulgor de las estrellas en este verano tiránico e inmisericorde de pausas imperceptibles, efímeras, de ilusiones corrientes (tal vez alguien arroje piedras al río) una pequeña ilusión y centellean levemente los cristales de los viñadores. Es extraño toda una vida me prepararon y me preparé para esto. Y ahora, ante esta puerta, me siento completamente desvalido, los dos marmóreos leones –¿los has visto?– han sido domados, los mismos que en nuestra infancia empezaron tan implacables, casi salvajes, con las crines alzadas para un salto temerario, 62


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Orestes
se han sosegado, conformados ya en sendos extremos de la puerta con el pelaje muerto, con los ojos ausentes –ya no asustan a nadie– con expresión de perros castigados, ni siquiera tristes, de perros fieles, ciegos, sin rencor, que chupan de cuando en cuando con su lengua la templada base de la noche.
Desvalido, sí. No puedo, me hace falta esa analogía con el lugar, con el momento, con las cosas y con los hechos –no cobardía– desvalido ante el umbral de la acción, completamente ajeno al destino que otros urdieron para mí ¿Cómo es posible que otros vayan disponiendo nuestro sino, que nos lo impongan y que nosotros lo aceptemos? ¿Cómo es posible que con unos pocos hilos de algunos instantes nuestros tejan todo nuestro tiempo, arduo, sombrío, echado como un velo, desde la cabeza hasta los pies, y cubra todo nuestro rostro y nuestras manos, en las que colocaron un cuchillo desconocido –desconocido por completo– para alumbrar con su resplandor atroz un lugar que no es nuestro, lo sé, no es nuestro. Y ¿cómo es posible que lo acepte nuestro sino, que ceda y que como un extraño nos mire a nosotros mismos y a nuestro extraño hado?
Mudo, severo, abandonado, al margen sin un gesto siquiera de valentía o de estoicismo sin que desaparezca al menos, sin que muera, quedar a merced siquiera de un destino ajeno pero de uno solo –no indecisos ni divididos–. Mírala, se queda ahí como dormida– con un ojo cerrado y el otro de par en par dejándonos ver que nos observa y vislumbra nuestra duda eterna, ni conforme ni disconforme.
Se me figura que nuestras piernas encarnan dos fuerzas opuestas la una se aleja cada vez más de la otra agrandando nuestro paso hasta desunirlas. Y la cabeza 63


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es un nudo que sujeta todavía este cuerpo desmembrado, mientras que las piernas, creo, están hechas para desplazarse cada una de ellas sola, ambas a un mismo ritmo, en una dirección, hacia el llano, junto a los racimos de uva, hasta el horizonte que se sonrosa a lo lejos transportando todo nuestro cuerpo –¿o acaso fuimos creados para este gran paso terrible sobre el desconocido abismo, sobre las tumbas y sobre nuestras tumbas?
No lo sé.
Sin embargo, adivino que tras tantos estratos de turbación y de miedo se extiende un silencio inmenso, la justicia, un equilibrio consustancial que nos incluye en la categoría de las semillas y de las estrellas ¿Te has dado cuenta?
Este mediodía viniendo hacia aquí, la sombra de una nube se extendía sobre el llano cubriendo los campos de trigo, las vides, los olivos, los caballos, los pájaros, las hojas –un dibujo diáfano de un lejano lugar del infinito sobre esta tierra–.
Y era como si el labrador que corría hacia el extremo del llano sujetara bajo su axila al pasar toda la sombra de la nube, como un enorme manto majestuoso y, sin embargo, sencillo como su zalea.
Así, se confunde la tierra con el infinito, y le usurpa un poco de azul y de vaguedad y el infinito, a su vez, a la tierra algo castaño y cálido, algo de las hojas algo de los cántaros y de las raíces, algo de los ojos de aquella vaca paciente (¿la recuerdas?) y algo de las firmes piernas del labrador que se perdía a lo lejos.
Pero esta mujer no parece querer callarse. Escúchala.
¿Cómo es que ella misma no oye su voz? ¿Cómo puede quedarse opresivamente encerrada en un instante de tiempo remoto y de sentimientos remotos? ¿Cómo puede, con qué renovar esa obsesión por la venganza y la voz de la obsesión cuando todos los ecos la contradicen, se burlan de ella? Los ecos de las estoas, de las columnas, de las escaleras, de los muebles, 64


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Orestes
de las tinajas del jardín, de las cuevas de Zara, del acueducto, de los establos de los caballos, de las atalayas de las fortalezas sobre las colinas, de los pliegues de las estatuas femeninas del pórtico, de los amables falos de los corredores y los discóbolos de piedra.
Hasta los floreros de la casa parecen objetar a sus sollozos un gesto de indulgencia de algunos rosales sensibles que la mano de la madre situó con gracia allí, en la consola tallada, frente al gran espejo ancestral en un doble resplandor de agua, de destello en destello, lo recuerdo de mis años de niño, esto permaneció imborrable, un resplandor de agua, apenas perceptible, neutro, ambiguo, intemporal, sin pecado, una cosa suave y exquisita como el vello del cuello de las muchachas o de los labios de los mozos como el aroma de un cuerpo recién bañado en las frías sábanas caldeadas por el aliento de una noche de verano llena de estrellas.
Pero ella no se percata de nada, ni de los ecos que se mofan de su voz improcedente. Tengo miedo, no soy capaz de responder a su llamada, tan desmesurada y ridícula al mismo tiempo, a estas palabras pomposas, antiguas, como desenterradas de los baúles de los “buenos tiempos” (como dicen los ancianos), como grandes banderas sin planchar en cuyas arrugas ha calado la naftalina, la desilusión, el silencio, –tan envejecidas que apenas sospechan su vejez y se empeñan en farfullar con gestos antiguos a los incautos viandantes ocupados o hartos sobre los caminos asfaltados, humildes a pesar de su anchura y su tamaño, con sus elegantes escaparates llenos de corbatas, cristales, bañadores, sombreros, bolsos, cepillos que responden mejor a las necesidades del momento y por ello también a la eterna necesidad de la vida que se nos impone.
Y ella insiste en preparar hidromiel y alimentos para difuntos que ya no tienen sed, que no tienen hambre, que no tienen ni boca ni sueñan ya con reinstauraciones ni venganzas. No hace sino invocar su certidumbre (¿qué certidumbre?) tal vez por despojarse de 65


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la responsabilidad de una elección y de una decisión propia cuando los dientes de los muertos, desnudos, dispersos en la tierra son la blanca simiente en un extenso valle negro que hacen brotar los únicos árboles ciertos, abstractos y níveos que brillan al claro de luna hasta el final del año.
¡Ah! ¿Cómo puede su boca soportar tales palabras?
sacadas, sí, de los viejos baúles (como aquellos adornados con grandes clavos) sacadas de entre los viejos sombreros pasados de moda de la madre, que no se digna ya a ponérselos. ¿La has visto esta tarde en el jardín? ¡Qué hermosa es todavía! No ha envejecido nada.
Tal vez porque controla y dirige el tiempo a cada instante –quiero decir que se renueva asumiendo la juventud que pierde y tal vez por eso vuelve a ella.
La voz de la madre, tan actual, cotidiana y correcta, puede pronunciar de manera natural las más grandes palabras o las más pequeñas con su más grande significado, como “ha entrado una mariposa por la ventana” o “el mundo es insoportablemente maravilloso” o “a las toallas de lino les haría falta un poco más de añil” o “se me escapa una nota de fragancia de la noche” y ríe tal vez por adelantarse a quien podría reírse.
Esta profunda comprensión y esta tierna indulgencia (casi desdén) hacia todos y hacia todo, siempre la admiré y la temí, con su insistente y elevado orgullo que mezclaba su risa pequeña, taimada y multidimensional con el ruido seco de la cerilla y la llama de la cerilla al encender la lámpara colgante del comedor y allí estaba, iluminada justo debajo con una luz aún más intensa centrada en su graciosa barbilla y en su fina y palpitante nariz que, por un momento, se paraba a respirar y se hacía más estrecha, como para quedarse junto a nosotros, detenerse, paralizarse, para no desvanecerse como una columna de humo azul en la respiración de la noche para que no se la llevaran los árboles en sus largas ramas, para no llevar 66


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el dedal de una estrella para tejer un gran encaje.
De este modo, la madre siempre encontraba un movimiento exacto, una postura en el preciso momento de ausentarse –siempre temí que nuestros ojos la perdieran, que se elevara mejor cuando se agachaba a atarse la sandalia que dejaba ver sus maravillosas uñas pintadas de blanco o cuando se retocaba los cabellos frente al gran espejo, con un delicado, joven y etéreo movimiento de la mano, como si pusiera tres o cuatro estrellas en la frente del mundo, como si hiciera besarse dos margaritas junto a la fuente, como si mirara con tierna osadía a dos perros haciendo el amor en medio de la calle polvorienta un tórrido mediodía estival. Así de sencilla y persuasiva era la madre así de fuerte, sorprendente e insondable.
Tal vez fue esta juventud eterna lo que jamás perdonó mi hermana, una niña anciana, sensata por contradecir, empeñada en negar la belleza y la alegría, ascética, de repelente prudencia sola e incoherente. Obstinada en llevar ropa de anciana, holgada, decadente, vieja, con el cordón de la cintura flojo y raído como una vena sin sangre en torno a su vientre (y con todo, aún se lo ciñe) como el cordón de una cortina caída que ni abre ni cierra y que deja ver, de soslayo, el paisaje de una severidad eternamente adusta, con rocas cortadas y árboles colosales, desnudos, ramificados, sobre nubes estereotipadas y pomposas, y al fondo, la imperceptible presencia de una oveja perdida.
No se ve una límpida marca blanca, un ápice de ternura y mi propia hermana es una roca vertical encerrada en su dureza, insoportable. Escúchala, es casi nimia. Observa a su madre y se rebela cuando se pone una flor en el pelo o en el pecho, cuando atraviesa el pasillo con gráciles pasos musicales, cuando con afligida facilidad inclina un poco la cabeza vertiendo desde su largo pendiente hasta el hombro un sonido trascendental 67


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que sólo ella escucha– es su dulce privilegio– la otra rabia.
Conserva su ira con la intensidad de su propia voz (si la perdiera ¿qué le quedaría?) Creo que teme que se cumpla el castigo, no sea que ya no le quede nada. Ella jamás escuchó la hierba nocturna crujir misteriosamente al paso de un ágil animal invisible frente a la ventana a la hora de la cena, nunca vio una escalera colgada sin motivo en una pared alta y desnuda un día de fiesta; no prestó atención a este “sin motivo”, no vislumbró la mazorca de maíz rascar la base de una nube diminuta o la forma del cántaro ante el cielo estrellado, o una hoz abandonada junto a la fuente un mediodía, o la sombra del telar en la estancia cerrada, cuando azufran los viñedos y se escuchan las voces de los campesinos en el llano y un gorrión, solo en el mundo, picoteando moscas, semillas o migas en el jardín trata de balbucear su libertad. No ve nada.
Ciega, encerrada en su ceguera, ¿cómo puede basar su vida sólo en su rivalidad con otra, sólo en el odio hacia otra, en lugar de en el amor a su propia vida, sin un lugar propio ¿Qué quieren?
¿qué quieren de mí? “Venganza, venganza” gritan que la ejecuten ellos solos, ya que es la venganza lo que les alimenta.
No quiero escucharla. No lo soporto. Nadie tiene derecho a mandar sobre mis ojos, sobre mi boca, sobre mis manos, sobre estos pies que pisan la tierra. Dame la mano, vamos.
Largas noches estivales, absolutas, nuestras, mezcladas con estrellas, axilas sudadas, vasos rotos, un insecto susurra amablemente al oído de la calma, los acalorados lagartos a los pies de las estatuas de los jóvenes, las babosas en los bancos de los parques o en la herrería cerrada paseando sobre el enorme yunque, dejando en el negro hierro blancas líneas de esperma y saliva.
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Orestes
¿Y si abandonáramos de nuevo esta tierra de Micenas, cuyo suelo huele a herrumbre de bronce y a sangre negra? ¿No es el Ática mucho más tranquila?
Siento que ahora, este momento en concreto, es el momento de mi renuncia definitiva. No quiero ser su tema, su empleado, su instrumento ni su líder.
Yo tengo mi propia vida y tengo que vivirla. Nada de venganza.
¿Qué puede arrebatar a la muerte otra muerte y además violenta? ¿Qué podría aportar a la vida? Ha pasado mucho tiempo, ya no siento odio. ¿Tal vez he olvidado? ¿Tal vez estoy cansado?
No lo sé.
Siento, por otro lado, cierta simpatía por la asesina –se enfrentó a muchos abismos– una inmensa sabiduría agrandó sus ojos en la oscuridad y ve lo inagotable, lo inalcanzable y lo irrevocable.
Me ve.
También yo quiero ver el asesinato de mi padre entre la reconfortante generalidad de la muerte, olvidarlo con toda la muerte que nos separa también a nosotros. Esta noche nos ha mostrado la inocencia de todos los usurpadores. Todos nosotros hemos sido usurpadores de algo, de pueblos, de tronos, de amor o incluso de muerte. Mi hermana fue usurpadora de mi única vida y yo de la suya.
¡Dios mío, con qué paciencia compartes asuntos ajenos y absurdos! Sin embargo, mi mano es tuya, tómala, usúrpala, es tuya y por eso también mía, tómala, estréchala, la esperas libre de castigos, de venganzas, de recuerdos libre –así la quiero también yo para que me pertenezca por completo y sólo así poder entregártela por completo. Perdóname por esta soledad secreta y por este reparto – ya lo conoces– que me parte en dos. ¡Qué noche tan hermosa!
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Un silencioso aroma a orégano, a tomillo y a alcaparra ¿o tal vez a geranio? Confundo los olores –a veces la sangre huele a sal marina y la simiente a bosque– tal vez esta noche estoy buscando un desplazamiento voluntario como aquel soldado que una noche en Atenas, nos decía, resonaba la orilla por el estruendo y los sollozos y él, escondido entre los arbustos quemados, miraba, sobre la orilla a la luz de la luna, la sombra oscilante de su pubis, en sus muslos, en una titubeante erección que lucha por existir y pone a prueba su voluntad en su propio cuerpo, por alejarse del campo de la muerte en la dudosa esperanza de ser dueño de sus actos.
Vamos un poco más abajo, no puedo oírla, sus lamentos me destrozan los nervios y los sueños, como destrozaban aquellos remos a los muertos que flotaban y que iluminaban de cuando en cuando las antorchas de los barcos y las estrellas fugaces de agosto y brillaban todos, jóvenes y sensuales, inevitablemente inmortales en una muerte de agua que refrescaba sus espaldas, sus tobillos y sus extremidades.
¡Qué callando cambian los tiempos! Un anochecer infinito, una silla de paja se queda sola, olvidada bajo los árboles, entre la leve humedad y los vahos que exhala la tierra.
No es pena, no es casi ni espera, no es nada.
Un movimiento inamovible se extiende por el ayer y por el mañana.
La tortuga es una piedra en la hierba, al poco se mueve, sosegado imprevisto, complicidad oculta, éxito.
En tu sonrisa queda una pequeña marca de vacío –tal vez por lo que te estoy contando o por lo que te tengo que contar y que ignoro todavía, aún no lo he encontrado en el ritmo del discurso que camina por delante de mí sin pensar –mucho más delante– y me descubre mi propio ritmo y a mi propio ser. Como cuando en la pista a la que llegaban sudados los corredores, me fijé en uno que llevaba, sin motivo y de manera casual, un trozo de cuerda atada al tobillo. Y era esto exactamente, nada más.
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Orestes
Sacrificios, dice y heroísmo –¿Cuál es la diferencia? Años y años.
Tal vez vinimos para hacer el pequeño descubrimiento del gran milagro que ya nada tiene de grande ni de pequeño, ni asesinato ni pecado.
Todo es amor, magia y encanto (como solía decir la madre) cuando anchas, carnosas y frescas, las hojas de la noche rozan nuestra frente y el fruto que cae es un mensaje definido e intransferible como el círculo, el triángulo o el rombo. Pienso en una sierra que se oxida en una serrería abandonada y en los números de las casas que se trasladan al horizonte 3, 7, 9 el número innumerable. Escucha, se ha callado.
Tranquilidad inmensa, inalcanzable. Tengo la impresión de que miles de negrísimos caballos ascienden a oscuras el Treto, mientras que por el otro lado un río dorado desciende hacia el llano con las fuentes muertas, los inhabitables barracones y los establos donde se empaña la paja por una antigua calidez de animales perdidos, y los perros, con el rabo entre las piernas, se pierden como marcas negras, en el plateado fondo de la noche.
Por fin se ha callado, –calma–. ¡Qué liberación! ¡Qué hermoso es!
Mira, la sombra de los insectos pasajeros sobre la pared deja una gotita de humedad o una pequeña campanilla que resuena algo más tarde. Más allá un resplandor – una prolongada sospecha, purpúrea – la luna pequeña, única llama tras los árboles, tras las chimeneas de las casas y tras las veletas, quema las grandes espinas y los periódicos de ayer y deja esta confirmación – casi gloriosa – de la falta de espera, de falta de esperanza, de vanidad aceptada hasta más allá del sosiego impasible, hasta el extremo del camino con el paso espectral y violeta de un gato.
Cuando sale la luna, las casas descienden al llano, el maíz cruje bajo la escarcha o bajo la luz del desarrollo 71


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Yannis Ritsos
los árboles encalados relumbran en su base cual columnas segadas en una guerra silenciosa y los letreros de las tiendecillas cuelgan cual oráculos confirmados sobre las puertas cerradas.
Los campesinos habrán dormido con sus grandes manos sobre el vientre y los pájaros con sus pequeñas manos ligeras enganchadas en las ramas duermen como si no se esforzaran por sujetarse, como si este esfuerzo no fuera nada como si no pasara nada, como si no fuera a pasar nada– etéreos, como si el sol hubiera penetrado en sus alas, como si alguien atravesara un largo y estrecho corredor con un candil en la mano y estuvieran todas las ventanas abiertas y fuera, en el campo, se oyera rumiar a los animales serenamente, como en la eternidad.
Me gusta esta reciente tranquilidad. En algún lugar cerca de aquí, en un pasillo una mujer joven cepillará sus largos cabellos y a su lado, la ropa interior tendida respirará al claro de luna.
Todo será fluido, escurridizo, feliz. Se me figura que en la bañera vierten grandes cántaros sobre la nuca y los pechos de las muchachas, resbalan los pequeños y aromáticos jabones en los baldosines las burbujas surcan el sonido del agua y de la risa.
Una mujer se deslizó y se cayó, se deslizó la luna por el tragaluz todo resbala por el jabón –no puedes sujetarlo ni puedes sujetarte– estos resbalones conforman el repetitivo ritmo de la vida. Las mujeres ríen zarandeando blancos y livianos castillos de jabón sobre el bosquecillo de su pubis. ¿Será esto la felicidad?
Esta noche de la víspera me deja una obertura hacia fuera y hacia dentro. No distingo estrellas. Tal vez sean grandes máscaras despeñadas, puertas metálicas y las sandalias de los muertos, alabeadas por la humedad se mueven solas, como si caminaran sin pies, no caminan.
Y aquella gran red del baño –¿Quién la tejió?– El nudo, el nudo negro que no se desata, no lo tejió la madre.
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Orestes
Una sombra infinita se extiende sobre los ábsides: una piedra se desprende y cae al barranco– pero no pasaba nadie– después nada; y de nuevo una rama que se rompe por el peso leve del cielo. Pequeñas ranas saltan blandamente y en silencio sobre la hierba fresca. Tranquilidad.
Caen y se ahogan en las fuentes cenicientos ratones, densas constelaciones se mueven despacio. Allí dentro arrojan de los banquetes cántaros, copas, espejos y sillas huesos de animales, liras y sabios diálogos. Las fuentes nunca se llenan.
Algo atraviesa sucesivamente nuestro pecho, como dedos de fuego y frescura, dibujando ciclos de reconocimiento en torno a los granos de uva y somos oreados también nosotros, ciclo a ciclo, en torno a un centro desconocido, indefinido y definido, sin embargo –ciclos infinitos en torno a un grito mudo, en torno a una cuchillada y adivino que el cuchillo está clavado en nuestro corazón, haciendo de él el centro, como la estaca en medio de la era de la colina.
Y en derredor, los caballos, las espigas, los aventadores, los arrieros y las segadoras junto a los pájaros, con la cabeza de la luna en sus hombros escuchando los relinchos de los caballos hasta el paso de su sueño, escuchando el orinar de los toros en las mimbres y en los matorrales los mil pies del ciempiés sobre el botijo el reptar de la dócil serpiente en el olivar y el crujir de la piedra caliente que se refresca y se encoge.
Una palabra erótica siempre encerrada en nuestra boca, sin pronunciar como una piedra en la sandalia, o como un clavo. Te da pereza pararte a sacarla, desatarte los cordones retrasarte –te domina el misterioso ritmo del camino más que el dolor de la piedra, más que el insistente recordatorio de tu cansancio, de tu demora y supone incluso una pequeña y espinosa alegría al acordarte de que esa piedra la traes de la orilla querida, de un agradable paseo con hermosos pensamientos con imágenes acuáticas, 73


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Yannis Ritsos
en que se escuchaban, desde la taberna junto al mar, las conversaciones de los tabacaleros junto a la canción de los marinos y la canción del mar lejos, lejos, perdida, cercana, extraña, nuestra.
Se ha callado la desgraciada. Es como si en su silencio escuchara sus motivos, tan desprotegida en su furor, tan desfavorecida con los amargos cabellos caídos sobre los hombros como hierba sepultada encerrada en su estrecha justicia. Tal vez se ha dormido puede que esté soñando con una región inocente y con animales buenos con casas encaladas, con aromas a pan caliente y a rosas.
Ahora me he acordado –no sé por qué– de aquella vaca que vimos una tarde en un llano del Ática –¿Te acuerdas?
Estaba desuncida del arado, humeando, con dos pequeños vahos en el hocico y miraba a lo lejos el purpúreo, violeta y dorado crepúsculo, muda, herida en el costado y en el lomo, fustigada en la frente consciente, tal vez, de la negación y del sometimiento, de la intransigencia y de la hostilidad del acuerdo.
Entre sus dos cuernos sostenía el pedazo más pesado de cielo cual si fuera una corona. Al poco bajó la frente para beber agua en el riachuelo chupando con su lengua ensangrentada aquella otra lengua fresca de su reflejo de agua, como si chupara extensa, sosegada, maternal e ineludiblemente por fuera su herida interna, como si chupara la silenciosa, enorme y redonda herida del mundo –tal vez colmó su sed– tal vez nuestra propia sangre nos colme la sed ¿Quién sabe?
Después levantó la cabeza del agua sin tocar nada, intacta también ella, tranquila como un santo y sólo entre sus piernas, como enraizadas en el río, quedó y se formó un pequeño lago de la sangre de sus labios, un lago rojo en forma de mapa que, poco a poco, se fue extendiendo y deshaciéndose. Se difuminó como si, a lo lejos, su sangre liberada y anodina pasara 74


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Orestes
por la invisible vena del mundo y por esto mismo estaba tranquila, como si hubiera aprendido que nuestra sangre no se pierde, que nada se pierde nada, nada se pierde dentro de esta gran nada inconsolable, despiadada, incomparable tan dulce, tan reconfortante, tan nada.
Esta nada es nuestra familiar inmensidad. Así pues, el resuello, la expectación, la gloria son en vano. Arrastro en mi sombra una vaca como esta, no la llevo atada, ella me sigue sola, es mi sombra en el camino cuando hay luna, es mi sombra sobre una puerta cerrada y sabes que la sombra es siempre blanda e incorpórea. Y la sombra de sus dos cuernos pueden ser dos alas punzantes con las que puedes volar y puedes, tal vez, atravesar de otro modo la puerta cerrada.
Acabo de recordar (aunque esto carece de importancia) los ojos de la vaca –oscuros, ciegos, supremos, curvos– como dos colinas de oscuridad o de cristal negro; en ellos se reflejaba imperceptiblemente un campanario y los grajos posados sombre la cruz; entonces, alguien gritó y los pájaros desaparecieron de los ojos de la vaca. Adivino que la vaca era el símbolo de alguna religión antigua. Lejos de mí esas ideas, esas abstracciones. Una vaca común para dar leche a los aldeanos, para el arado, con toda la sabiduría del trabajo, del tesón, de la utilidad. Sin embargo, en el último instante, poco antes de que los animales regresaran al pueblo ¿recuerdas?
dejó un silencio desgarrador hacia el horizonte tanto, que se dispersaron las ramas, las golondrinas, los gorriones, los caballos, los corderos y los campesinos dejándola sola en un círculo desnudo desde donde se elevaba hacia el universo el conjunto de constelaciones hasta que la vaca ascendió, no, creo que mis ojos la distinguieron entre la oscuridad subiendo hacia el pueblo por el sendero de arbustos, 75


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Yannis Ritsos
silenciosa, mansa, cuando, tras los árboles, se encendían los candiles de los patios.
Mira, está amaneciendo. Mira, el primer gallo canta sobre la valla.
Se ha despertado el jardinero; algún arbolito se afianzará en el huerto.
El sonido familiar de las herramientas de trabajo –serruchos, piquetas– y el grifo del jardín –alguien se está lavando– huele la tierra, borbotea el agua en los cazos, plácidas columnas de humo sobre los tejados, un cálido aroma a salvia. Hemos sobrevivido a esta noche.
Levantemos ahora esta urna con mis supuestas cenizas, – la escena de reconocimiento está a punto de empezar.
Todos hallarán en mí a aquel que esperaban, hallarán al justo, según su justicia y sus leyes y sólo tú y yo sabremos que en esta urna llevo en realidad mis auténticas cenizas, – sólo nosotros dos.
Y cuando los demás canten victoria con mi acción, nosotros dos lloraremos sobre la reluciente espada ensangrentada, digna de gloria.
Lloraremos estas cenizas, este muerto, cuyo lugar asumió algún otro ocultando su rostro desollado tras una máscara dorada, honrada, respetable tal vez hasta útil, de formas toscas, para aconsejar, para dar ejemplo, para regocijo del pueblo y temor del tirano, para el ejercicio que continúa lenta y pesadamente la historia con sucesivas muertes y victorias, sin demasiado sentido común (inalcanzable para las masas) pero con una acción ardua y una fe fácil una fe firme, necesaria y desgraciada, mil veces frustrada y otras tantas contenida con uñas y dientes en el alma del hombre –una fe profana que entre la oscuridad, como una hormiguita, realiza proezas en secreto.
Esta es la que yo elijo, infiel (los demás no me eligen), Pero consciente. Elijo 76


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Orestes
el conocimiento y la acción de morir que eleva la vida. Vamos, no por mi padre, no por mi hermana, (ambos tal vez deberían faltar algún día) no por venganza, no por odio –demasiado odio– ni para castigar (¿quién ha de castigar y a quién?) sino tal vez para completar un tiempo, para liberar al tiempo tal vez para vencer infructuosamente nuestro primer y nuestro último temor tal vez para proferir un sí que resplandezca indefinido e intachable más allá de ti y de mi para que respire, si es posible, este lugar. Mira qué hermoso amanecer.
Las mañanas en la Argólida son un poco húmedas. La urna está casi helada, con algunas gotas de escarcha como si la hubiera rociado con sus lágrimas la aurora de dedos de rosa, como se dice, sosteniéndola en sus rodillas. Vamos, la hora fijada ha llegado ¿Por qué sonríes? ¿Das tu aprobación?
¿Era esto lo que sabías y te callabas?
Este final tan justo, ¿sí? Tras la batalla más justa.
Déjame besar por última vez tu sonrisa mientras tenga labios. Vamos. Sé cual es mi destino. Vamos.
(Avanzaron hacia la puerta. Los guardias se apartaron como si los estuvieran esperando. El viejo portero abrió la gran puerta con la cabeza siempre humildemente agachada como dándoles la bienvenida. Al poco, se escuchó el denso grito de un hombre y después el asustado y desgarrador alarido de una mujer. Luego, una extensa calma. Sólo abajo, en el llano, los dispersos disparos de los cazadores y el trino de los invisibles gorriones, pinzones, alondras y mirlos. Las golondrinas giran insistentemente hacia la esquina norte del palacio. Los guardias, imperturbables, se quitaron sus quepis y se secaron el pliegue de piel de dentro con la manga. Entonces, en medio de la puerta de los leones se paró una gran vaca mirando fijamente al cielo matutino con sus enormes, negrísimos e insondables ojos).
BUCAREST, ATENAS, SAMOS, junio de 1962 – julio de 1966 77


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PERSÉFONE Versión de Maila García Amorós
(Ha regresado, como cada año, desde la oscura tierra extranjera a la casa de campo paterna, muy pálida, como cansada del viaje, como enferma por la gran diferencia de clima, de luz y de temperatura. Un manto de sombra protectora cubre todavía su rostro y sus manos. Se queda recostada sobre el sofá, en una habitación amplia y recién encalada en la planta de arriba, con las persianas de las tres ventanas y de la puerta del balcón cerradas. Sin embargo, la luz cegadora ilumina intensamente las paredes con acanalados rayos palpitantes. En el suelo, un montón de cestas llenas de flores silvestres, semejantes a aquellas que no llegó a llevar con ella en aquel primer viaje. Al parecer, hacía poco las habían llevado sus amigas para darle la bienvenida. Ahora hay junto a ella una joven con un vaporoso vestido azul y una cinta azul en el pelo, cual si fuera la más fiel, su amiga sacrificada, la acuática Ciane. Junto al sofá, sobre una silla, un plato con agua fresca. Su amiga humedece de cuando en cuando un pañuelo de batista bordado, lo escurre y se lo pone sobre la frente a la viajera cubriendo sus cejas. A veces, alguna gota se desliza inclinada por su mejilla y humedece el ancho cojín de colores y es como si llorara con lágrimas ajenas. También sus cabellos están algo húmedos. Fuera, apenas se oye el mar, severo, como una balsa y a veces la voz de algún nadador. La resplandeciente luz se hace más intensa en la habitación. Habla la viajera): Te digo la verdad, estaba bien allí. Me he acostumbrado, aquí no aguanto; hay demasiada luz, me hace enfermar, despojadora, inaccesible; todo lo muestra y lo esconde; cambia continuamente, no llegas a tiempo, cambias, sientes el tiempo que se va, un interminable y agotador desplazamiento; la cristalería se rompe en el traslado, se queda en el camino, relumbra.
Unos saltan a tierra firme, otros embarcan, como cuando antaño venían y se marchaban nuestros visitantes, venían otros; 79


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Yannis Ritsos
sus grandes maletas se quedaban un tiempo en los pasillos un olor extraño, países extraños, extraños nombres, la casa no nos pertenecía; era también ella una maleta con ropa interior nueva y desconocida, podrías cogerla de su asa de piel y marcharte.
En aquel tiempo nos gustaba, claro está. Entonces, un movimiento se nos figuraba una elevación; siempre venía algo y por mucho que entonces temiéramos que se fuera, ignorábamos todavía el secreto salto del barco desde el otro lado del horizonte o de la golondrina y de la oca salvaje desde el otro lado de la colina.
Sobre la mesa relucían los vasos, los platos, los tenedores dorados y azules por el reflejo del mar. El mantel blanco y bien almidonado, era de un resplandor nivelado, no tenía un solo hueco que albergara otros sentidos, otras conclusiones. Ahora esta luz insoportable lo altera todo, lo muestra todo en su alteración; y la voz del mar resulta agotadora, con aquella inestable inmensidad, sus efímeros colores y su humor cambiante. Y estos estúpidos barqueros con sus calzones desabrochados, mojados, te sacan de quicio; y a un lado, los nadadores, cual carboneros, embadurnados de arena, ríen y gritan (como si estuvieran alegres) sólo para que los oigan como si no se bastaran a sí mismos.
Allí nadie cae al agua, nadie grita. Los tres ríos cenicientos, arrogantes, conforme fluyen juntos en torno a la gran roca, tienen un sonido completamente distinto, fuerte, unísono, te acostumbras a ese sonido inmóvil del fluir eterno, casi ni lo oyes.
Cuando vino por primera vez el hermano de mi madre tenía, como esos ríos, algo de ceniciento. De pronto enfermó.
Lo pusieron en la cama, le compraron ventosas (creo que se había enfriado por la intensa luz y por el calor). Recuerdo sus espaldas morenas, anchas, fuertes, como un frondoso valle. Temía no fuera a arder su vello tan cerca del cirio, del blanco cirio en el candelabro de plata. Después lo apoyaron 80


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Perséfone
en el mármol del lavabo. La habitación olía a algodón quemado.
Sus ropas, aún calientes, tiradas en una silla. Miraba al cirio verter grandes gotas sobre el mármol.
La mirada del tío se cruzó con la mía. Sentí vergüenza, quería irme, no podía.
Se había vuelto boca arriba, se había bajado la camiseta, y aunque todo su pecho era oscuro y su camiseta blanquísima, tenías la impresión de que una negrísima cortina había cubierto algo muy radiante y peligroso.
Con la sábana subida hasta la barbilla, el tío sonreía sereno entre la fiebre. Bajo la sábana se distinguían sus fuertes piernas hasta la raíz. Salí del cuarto.
No volví a verlo mientras estuvo allí, paseaba por los campos.
Tres meses más tarde envió a mi madre, desde un país extranjero, un montón de ropa vieja para los pobres. Enseguida reconocí su cuerpo. Durante días dejaron en el perchero del pasillo un pantalón. Lo miraba durante horas, lo cogía entre mis manos, pensaba en robarlo, en esconderlo bajo mi colchón, en ponérmelo. Me daba miedo. Un día cogí una silla y me subí. Hundí en él mi rostro y aspiré el olor.
Me caí de la silla. Me asusté. Al oír el ruido acudieron.
No dije nada. No sentía dolor, tan solo un profundo sabor a pecado.
Aquel pantalón se lo dieron a uno de nuestros sirvientes, le quedaba más o menos bien. Los sirvientes (te habrás dado cuenta) tienen un extraño y peculiar modo de ser, una vida peculiar, totalmente distinta, hermética y pérfida, a pesar de ese mudo esmero que muestran, a pesar de su respeto, hay cierta hostilidad y avidez en sus ojos, en sus labios, sobre todo en sus manos vigorosas, severas, hábiles, confiadas, pesadas, bastas como osos, lentas y, sin embargo, ágiles cuando almohazaban los caballos cuando enganchaban el coche o cuando troceaban un buey o clavaban una mesa o cavaban en el jardín.
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Dios mío, qué necios e ignorantes son, ni siquiera saben cuán bellos son con su tupida piel sudada, entregados a su trabajo entre martillos, clavos, serruchos, un montón de herramientas con nombres desconocidos, cuya utilidad asusta, asusta su misterio y probablemente su capacidad de conspirar, maderas o hierros complejos, chapas afiladas, brillos.
Todos ellos poseen un fuerte olor a agua estancada y a pino o a leche de higo. Jamás se desabrochan ante nosotros ni un solo botón de su camisa. Nunca se ríen. Sin embargo, sabes que entre ellos se quedan desnudos, bromean, combaten los mediodías estivales en las habitaciones de abajo.
Un día los vi por la cerradura. Uno de ellos dormía en un colchón en el suelo los otros lo desnudaron con sigilo, le pintaron con hollín el miembro a franjas, como una culebra erguida. Él se despertó, comenzó a perseguirlos; corrían bajo los arcos, en torno a las columnas y reían con una gran risa histórica.
Me asusté. Eché a correr, Dios mío, franjas, franjas, una luz, una sombra en un inmenso túnel vertical, algo cerrado, traicionero. Me ahogaba. Quise gritar, pero no lo hice.
Subí las escaleras de dos en dos, la escalera zumbaba húmeda, ensombrecida y fuera se oían la dorada canícula y las voces de los barqueros lejanas, lejanas y oscuras como el vello de una axila masculina.
Me ahogaba.
Corrí arriba, a la habitación grande, abrí la puerta del balcón, entró un olor a brea y a algarrobo, un olor rojo, el perro de mi madre dormía a la sombra del gran níspero con el hocico sobre las patas. Volví a cerrar la puerta.
Tal vez por eso al final escogemos la sombra. La oscuridad es negra negra, pulida, inalterable, sin matices. Te libras 82


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Perséfone
del esfuerzo de distinguir ¿qué?
Aquel sirviente estaba como hecho de oscuridad, ¿te acuerdas? Cuando me raptó recogíamos flores en la extensa pradera. Las cestas repletas de azafrán, de violetas, de lirios, de rosas, de amarantos, de jacintos, Yo me había inclinado sobre una extraña flor, parecía un narciso, un narciso nunca visto, de cien flores, de cien tallos; brillaban sobre él las gotas de rocío. Y yo allí, deslumbrada, inclinada, como doblada hacia mi interior, como agachada en una fuente contemplando mi imagen (casi independiente) enamorada de la sombra de rosa de los extremos de mis labios del tupido hueco nacarado de mis pechos.
Sobre mi espalda se extendía la canícula como una bandera, me quemaba el cabello, miles de finísimas estrellas titilaban una en cada uno de mis cabellos con brillantísimos colores. Las veía entre el agua fresca (¿o entre aquel narciso? No sé) innumerables centelleaban alrededor de mi rostro, como si hubiera prendido el fuego, como si quisiera caer en mi imagen de agua y apagarlo.
Y de pronto, vi erguirse ante mis ojos sus dos negrísimos caballos como cegados por la luz (los vi también a ellos en el agua) grité, no de miedo, sino de fascinación, como si aquella flor me tragara, como si cayera en la fuente, como si saltara de una toda la escalera hasta las habitaciones de los sirvientes y sentí en mis pies desnudos el delicioso desliz del hemiciclo inferior. Apenas tuve tiempo de ver cómo caían a aquella grieta las cestas de flores, la fuente del jardín, el león de piedra, la tortuga de bronce.
Recuerdo aquella rigurosa densidad interior y sobre ella, os oía llamarme por mi nombre; mi nombre me resultaba extraño como extrañas mis amigas y extraña la luz de arriba con las blanquísimas casas cuadradas, con los frutos carnosos y coloreados, falsos e insolentes 83


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con aquella frágil y voraz boca de los cereales. No tuve ningún miedo.
Apenas sentí la pérdida en el extremo de mis labios que se secaron de pronto, no profirieron sonido, ni ademán de sonido, tan sólo la lejana y oscura libertad que esperaba cuerpo a cuerpo –ella y yo– una dentro de otra, un cuerpo increíble.
Y entonces sentí su mano tosca, velluda, musculosa envolver mi cintura y contener mi resistencia, ¿Qué resistencia?
Yo no era yo, no había miedo a la humillación. Todo se había paralizado en una claridad inmensa, en un imposible logrado.
“¿Tienes miedo?” Me dijo.
¡Qué inseguros son los fuertes! Siempre temen que no les temamos lo suficiente, bellos, incautos en su granujería infantil. Sí, le dije, tengo miedo y él me estrechó aún más contra él, tanto que sentí el vello de su brazo penetrar en mis poros cual si estuviera unida a su cuerpo por mil finísimas raíces, no sometida, ya que me había entregado.
Allí todo es subterráneo, los ríos subterráneos, subterráneo el cielo; sólo algunos chopos grisáceos en el subterráneo huerto los negros cipreses, los estériles sauces, la menta salvaje, y algunos granados.
Me limpió granadas con sus propias manos, sus dedos se hicieron aún más negros. Los granos de la granada fulguraban como frasquitos de cristal llenos de sangre. Me daba de comer en la palma de su mano, entre las grandes tinajas y los bancos de piedra, no fuera a olvidarme de regresar a su lado. ¿Cómo no iba a regresar? Este mar te arroja su brillo como cristal rallado, a los ojos, a la boca, entre la camisa y a las sandalias.
“Retenme –le decía– déjame ser sólo uno –la mitad aunque sea– la mitad entera (sea cual sea) 84


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no dos separados e inmiscibles, porque no me queda sino ser el corte –es decir, sino no ser– una cuchillada vertical y el dolor arraigado y que ni el cuchillo sea tuyo. No lo aguanto –le decía– retenme.
Él es la grande y oscura certidumbre, la única. Siempre melancólico, con sus gruesas cejas tapándole los ojos, tan recto y, sin embargo, como inclinado, encerrado en sí mismo, en su vello, casi invisible, mordiendo una hoja o fumando su pipa de arcilla cuya pequeña llama ilumina por debajo su nariz cual si relampagueara a lo lejos, en el desierto de carne de un paraje absorbente. Me absorbía.
En la ciega pared del sótano había colgadas dos anillas de bronce. Brillaban con una luz misteriosa, verdinegra, tal vez alguien se ejercitaba allí o un hermoso joven se habría colgado en ellas. Me gustó verlas, dos agujeros abiertos en el vacío, los llené con lo que quise.
¿Recuerdas aquella estatua que contemplábamos una mañana en el colegio, hecha de oro, plata, bronce, estaño, bañada en un color oscuro? (ahora me percato de cuánto se le parecía) creo que era de Serapis, obra de Briaxes el Ateniense, también él se había percatado. Nos gustó mucho, con el laurel sobre la frente, hermoso, con aquel sutil cansancio recorriendo su cuerpo, como vencedor del pentatlón que hace su aparición tras los juegos, desnudo, un poco antes de entrar en el baño, entre su estrecho círculo de amigos (los vencedores suelen tener muy pocos amigos o ninguno).
Estaba un poco paralizado ante su victoria, no sabía cómo reaccionar si complaciente o inaccesible. Entonces, una nube, creo que de rosa, ensombreció todo el anfiteatro. La gran uña de su pulgar se fue haciendo más ancha poco a poco (lo observé sin decírtelo) 85


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esa inmensa melancolía de los héroes es como una playa inhabitable y húmeda. Sobre una grada, se quedó una botella de limonada vacía, reflejando con una familiaridad artificial, algo severo y terminado.
Ahora se me hace raro hablar y escuchar mi voz. Antes me asustaba ser traicionada. Tan sólo dentro de mí decía y repetía lenta y profundamente su nombre. Lo llamaba en silencio por las noches “Nocturno, Nocturno” vuelta hacia la pared.
¿Cómo ocurrió que todo se mezclara allá abajo, en el bajo cielo que a veces atraviesa la voz de un pájaro? El sirviente, la estatua, el tío mudo, de carne y sombra.
Aquí te persigue un olor a resina caliente y a cebada quemada. Las islas diseminadas entre el brillo del mar siempre te exigen algo, te quitan algo o te lo prohíben. Aquí, los mediodías abigarrados bajo la luz se asemejan a un balneario muerto. Una mujer frenética corre desnuda, gritando entre las casas encaladas, cerradas a cal y canto entre el aire amarillo; y el mar reluce petrificado con mástiles y banderas inmóviles, por momentos se oye sobre la colina el vivaz alarido de esa mujer que corre fuera de sí, y otras veces aquí, bajo las ventanas su jadeo.
Allí, nada perturba el silencio. Sólo un perro (que no ladra), un perro feo, el suyo, oscuro, con los dientes torcidos, con dos grandes ojos perdidos, fieles y extraños, oscuros como fuentes, en ellos no distingues tu rostro, tus manos, su rostro.
Sin embargo, distingues la absoluta oscuridad, densa y diáfana, plena, consoladora, infalible. Hace como que no te ve y, sin embargo, lo olfatea todo continuamente.
Cuando sueño, siento de pronto que su respiración empaña mi barbilla por debajo 86


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o que pasa por mis sienes como si leyera mi pensamiento, mi estremecimiento, mi deseo (y también yo lo veo). Todos mis movimientos, hasta los más tranquilos y simples, cuando me peino, cuando me lavo siento que se reflejan en el lago de su respiración, que dibujan interminables círculos hasta aquel fondo grande y profundo, impenetrable como la inexistencia. Cada palabra silenciada, cada gesto aplazado pasan a su terreno, a su autoridad, las aspira.
A veces, al pasear distraída bajo los chopos del jardín o al lavar una camisa en el pilar de piedra o al posar una mano en mi pecho o al coger una flor con una ternura sólo mía, de pronto me siento desnuda, clavada en la pared o en el tronco de un árbol, o en el metálico espejo de la entrada.
Sobre todo allí, en el espejo, doblemente clavada, doblemente visible, sin refugio, sin una hoja, en una transparencia condensada, iluminada por dentro y por fuera por los focos de su respiración, que se agitan desde su estrecho y sugerente hocico, su adivino, sensual y religioso hocico.
“Échalo, échalo”, le gritaba a veces, inmóvil, enfurecida, con un vago sentimiento de culpa o de inocencia, sin nada que esconder, libre en mi impotencia. Sólo mis cabellos que corren de aquí para allá, que entran y salen de su hocico cual raíces en eterno movimiento, brillantes, en torno a mí, como alas o como ondas. Los veía. Me daban un nuevo orgullo –el mío– una independencia frente al perro y frente a mi señor.
Y por otro lado, ¿de quién y por quién me vigilaba? ¿Acaso por mi señor? ¿Por mí?
Una noche en el jardín saltó y me abrazó la cintura con sus patas delanteras. En mi muslo derecho 87


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se quedó algo líquido, tibio. Tuve miedo. Y ciertamente, frente a mí se erguía la gran serpiente con la lengua fuera. Tal vez me protegía de ella ¿de quién y por quién me protege?
Todavía llevo la marca pulida y lechosa en el muslo, como la piel nueva de una herida cerrada. ¿Eyaculación tal vez o acaso lágrimas? Los perros lloran, lo sé, tanto que a veces me resulta hasta simpático, cuando contempla su fealdad en el río las noches de luna. Cuando, sumiso, deja que le pase por su áspero pelaje flores de asfódelo, margaritas, menta, tan gracioso en su ruda sumisión, que tiene algo de la debilidad de los hombres.
Pero ¿acaso él no fue vencido alguna vez por hombre? Lo arrastraron a la luz, se mofaron de él; un día una multitud de niños y viejos malvados observaron en medio de la calle su oscuro hocico, sus dientes torcidos su negro y sombrío pelaje en el que quedaba todavía una margarita mía.
No quiero que lo eche, me hace compañía al fin y al cabo, vigila constantemente obligándome a vigilarme a mi misma, a encontrarme conmigo misma.
Aquí, un montón de voces y destellos te llaman de distintas partes, te dividen, como cuando entramos en el estadio, ¿te acuerdas? Eran tardes de calima, el mármol ardía, nos quemaba los pies. Las gradas humeaban, no sabíamos a cuál de todos aquellos cuerpos desnudos mirar. Un estiramiento interminable; se multiplicaban nuestros ojos, nos rodeaban el rostro luchando por ver en círculos, en torno a los cuerpos. Las jabalinas se sopesaban, una pierna se sacudía al viento, el disco centelleaba miles de suelas brillaban al volar. Un pecho sudoroso tocaba jadeante el hilo, no te daba tiempo.
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Nunca satisfacemos nuestros deseos. El deseo no se satisface. Queda el cansancio, el abandono, una apatía casi feliz, el sudor, la ruptura, el calor. Hasta que por fin llega la noche a apagarlo todo, a unirlo a un cuerpo firme y etéreo, tuyo, a soplar una pizca del bosque de pinos o a hundir las luces bajo el mar, a hundirnos.
Tras las ventanas se oye pasar al violinista ambulante, al sereno cojo, a aquellos callados y demorados caminantes que llevan en sus manos cajas de roble atadas con cintas rojas y a los otros caídos boca abajo, que golpean el suelo con las palmas de sus manos.
Se oye también a los caballos en el establo y el agua que cae cuando los peregrinos elevan dos recipientes de barro, uno hacia el Este, otro hacia el Oeste, vertiendo hidromiel y agua de cebada mezclada con menta silvestre sobre un hoyo con laureles, mientras susurran palabras ambiguas, ruegos y conjuros. Y se oye la voz de la madre decir algo sobre la espiga dorada, sembrada en el silencio. Ni siquiera la noche descansa, un inmenso corredor misterioso con enormes estatuas, cortinas estampadas, máscaras, espejos, engaños ópticos, objetos metálicos, cristales, puertas, piedras, una en la oscuridad, otra a la luz, esa misma escalera un escalón dorado y otro negro.
“Rómpela” le decía.
Y las tres mujeres siempre allí, vueltas de espaldas con los rostros cubiertos, agachadas sobre la fuente vacía, gritando palabras incomprensibles; y los ecos multiplicaban en la fuente su voz inexplicable. No aguanto estar aquí.
Esta luz de Pascua es muerte. Cierra las cortinas.
Es un verano largo, despiadado, hostil. El sol te coge por el pelo y te cuelga en el barranco. ¿Quién me determina?
¿Él? ¿Su perro? ¿Mi madre? Cada uno de ellos por algún motivo que me incumbe y que yo ignoro.
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Los días son interminables. Tarda en anochecer. Y la noche, igual que el día – no te oculta El mar reluce también a media noche, rosa y verde dorado.
Crepita la sal al impregnar las rocas. Un barquero orina en el mar desde su barca. Se oye el ruido entre silencios y bramidos; son los cabos amarrados a ganchos metálicos, un tira y afloja entre el agua y la tierra, la misma escalera. Sobre la orilla el camino discurre entre dos hileras de polvorientas adelfas. Una espina tiembla profunda en el campo, como un capitel a punto de caerse.
El zumbido de un mosquito se traslada al interior de la sala haciendo señales engañosas, dibujando rápidos rombos fatigando tu atención con ángulos agudos y romos. El viento desprende un fuerte olor a resina y simiente. No puedes respirar.
A media noche se oyen pasos; tal vez sean los sirvientes, arrojan sus viejos objetos de hierro a la parte trasera del jardín. Poco a poco las ahogan las ortigas, un plato de aluminio, una cuchara, una estatuilla rota, una mesa de hojalata. Al entrar el otoño salen se nuevo a la luz la rueda, un remo, el timón, aquel eje del antiquísimo coche, cosas del recuerdo, cosas nuestras, inútiles, atormentadas, oxidadas y, sin embargo, casi redondas como las tinajas del sótano o como las estrellas.
Se hace entonces una gran calma, suave, amable, hermosa hasta más allá del jardín, hasta más allá del recuerdo, como si de pronto ya fuera otoño.
En algún lugar, al fondo, se oyen recientes ruidos secos, en lejanas serrerías, como si a lo lejos clavasen tablas planas. La ropa interior tendida en la cuerda del jardín tarda en secarse.
A esa hora bajan al camino las liebres. Brillan sus ojos ante los focos de los últimos coches. Una gran calma, nivelada, se extiende, no puedes doblarla; una de sus esquinas se humedece en el río, 90


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Perséfone
la segunda se eleva hacia el sur hasta llegar al mar, la tercera se pierde en la isla de enfrente, en el bosque, la cuarta en la luna, entre la verde hierba.
Es hermoso el otoño. Respiro. El sol pierde su dominio, su terrible arrogancia. Todo se serena, todo vuelve a su ser, tanto que pienso si no será la muerte nuestro ser más auténtico. El blancor vespertino nace mucho más alto, cristalino, diáfano, destella propicio sobre el negro bosque, como una escasa gota de agua límpida, que resplandece muy cerca, como pegada al cristal de la ventana y al mismo tiempo inmensamente lejos, un resplandor blanco, una lágrima destilada que es todo claridad, independencia, gozo y vanidad, una certidumbre silenciosa y profunda en el final y en lo eterno.
Entonces es el momento de regresar junto a él, casi liberada o mejor, para liberarme en su sombra. Corre las cortinas. Mira, una abeja se ha posado inmóvil sobre mi anillo, susurra y todo, ¿la oyes? Una piedra preciosa sonora.
Cierra las cortinas, ya no aguanto más aquí.
Esta luz se me clava como mil agujas, Me ciega los ojos. No la soporto. Corre las cortinas de digo.
(Su amiga se levanta a cerrar las cortinas. Pero ella saltó del sofá. El pañuelo mojado cayó al suelo. En dos pasos llegó a la ventana. Cogió el cordón. Se paró ahí, con la mano levantada. Y de una abrió de par en par las persianas. Se quedó así, en medio de la luz cegadora, como una estatua que poco a poco va cobrando vida.
Mueve su mano. Hace una señal hacia fuera. Pasa una barca llena de jóvenes nadadoras. Gritan. Saludan. Por el camino de la playa humeante por el calor, pasa un gran perro negro (¿él acaso?) con una cesta llena de coloridas frutas entre los dientes. Mira hacia la ventana con la mirada perdida, como si fuera ciego. Un hermoso nadador, bruñido por el sol, al pasar junto a él, le da una patada en el vientre con su pie desnudo. La muchacha, en la ventana, se rió. El perro siguió su camino. La joven volvió dentro. Sonó en timbre. Un 91


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Yannis Ritsos
sirviente, con un pantalón de rayas gris oscuro que le quedaba muy bien (tal vez el de su tío) se presentó en la puerta. “Que preparen la mesa” le dijo. Él se fue. Sus dos amigas abrieron la puerta del balcón y otras dos ventanas. La cámara se llenó de luz. Las flores desprenden un rico aroma desde la cesta. Se oyen aún más fuertes las voces del mar, mezcladas con los golpes de los platos y los cubiertos en la mesa del comedor. El pañuelo empapado se queda en el suelo como un pequeño pájaro blanco y audaz, dócil y obediente.
Al rato se seca y se evapora).
ATENAS, ELEUSIS, DIMINO, SAMOS, diciembre de 1965 – diciembre de 1970
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ÁYAX Versión de Concepción López Rodríguez
(Un hombre corpulento, muy fuerte, yace abajo, en el suelo, entre platos rotos, cacerolas, animales degollados, gatos, perros, gallinas, corderos, chivos, un carnero blanco atado de pie al poste, un burro, dos caballos. Lleva un camisón blanco desgarrado, ensangrentado –algo semejante a una túnica antigua– que deja casi al descubierto su fornido cuerpo. Parece cansado, como si acabara de recuperarse de una borrachera de toda la noche. En su rostro, una expresión de desamparo y aflicción totalmente incompatible, y además muy inadecuada, con sus dimensiones corporales, los tensos músculos de los brazos, de los muslos, de las pantorrillas.
Una mujer, de rasgos extranjeros, pálida, desvelada, asustada y tal vez secretamente irritada, permanece sin hablar frente a la puerta; su postura, algo rara –como si escondiera tras de sí a un niño pequeño. Ha amanecido desde hace rato. Fuera debe de haber una potente luz. Aquí, un reflejo enfermizo serpentea hasta las paredes de las cerradas contraventanas. Se oyen en la calle gritos de los fruteros, los afiladores, los vendedores de pescado, y un poco más abajo, en la orilla del mar, voces de marineros que lavan y arreglan las embarcaciones ancladas. El hombre inmóvil en la tierra. No sabes a dónde mira, qué ve. Habla despacio, fatigosamente y, de vez en cuando, febrilmente, o incluso como temerosamente): Mujer, ¿qué miras? Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla, tapona las rendijas, entran bichos dañinos, lagartijas, entran grandes moscas y sigilosas risas. Mira, en la pared, una mosca negra, negra, negra, crece, ennegrece el día, negro aire resopla, –tápala con la mano, mátala, no puedo verla. ¿Por qué te quedaste así petrificada? Eh, vamos, mírame– 93


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Yannis Ritsos
Yo soy el fuerte, el indomable,– mucho me cargasteis de elogios, mucho me abrumasteis, me asfixiasteis, –uno a uno y todos juntos colgados de mi cuello;–me asfixiasteis. He aquí vuestro trabajo. Disfrutadlo.
Nadie me perdona el que yo también esté cansado alguna vez. Nadie me perdona que sea débil. Vosotros, vuestros más pequeños desasosiegos, magnificados, me los lanzáis a la espalda –todo quejas y llantos:–la esclava perdió la cabeza por un marinero, otra lleva blusa de seda, otra se pinta grandes sus ojos, otra se pinta las uñas de color ciclamen, la tercera, la menor, se alzó el pelo en un moño, olvidó el jabón en la cuba; las lechugas se marchitaron; quedó poco carbón; vuestros sufrimientos los ponéis a desfilar a la hora de la cena, en esa hora tranquila cuando los combates y las peleas se detienen, y cada uno va en pos de una gota de olvido, cediendo a las necesidades primarias de su cuerpo, en medio de los platos, de los vasos que proyectan una tenue luz, apacibles bajo los candiles– y vosotras continuamente haciendo muecas, resoplando, moviendo las manos, abriendo una boca enorme, tragándoos el aire, los astros y una pequeña estrellita astuta, como un garbanzo plateado, y yo diciendo: ahora se le parará en la laringe, estornudará, se ahogará, se quedará muda.
Incluso en la hora del amor, la noche, en la cama, de repente recordáis que habían quedado olvidadas en el patio las pinzas del lavado y que se pudrirán por la humedad. ¡Ah, necias!, así nos echáis fuera de la cama, fuera de la casa, fuera del mundo, fuera de vuestro sabio cerebro práctico, ejercitado con recetas de cocina, de dulces, de bebidas, de pócimas, fuera de la propia vida, con sus pequeños, sagrados, cotidianos aconteceres, con los pequeños, tangibles objetos que nos relajan de los grandes, inasibles.
A mí nunca me preguntó ninguno de vosotros a dónde se dirige mi mente y mi mirada, a qué terrores, a qué injusticias, a qué envidias me enfrento (el intrépido, mirad) o bien 94


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Áyax
si al menos me duele una muela o la cabeza, como si yo tampoco tuviera dientes o cabeza, sino piedras o simple aire. ¿Qué miras, así?
Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Y la mosca negra, ahí está, en el cuerno del buey afila sus uñas.
¡Eh! aquí estoy pues, yo, el fuerte, el indomable; –observadme. Nadie reclamó jamás parte de mis sufrimientos. Vosotros, los inocentes, los pillos, los desesperados, los aprovechados, para conmigo no tuvisteis otra cosa que una admiración interesada, en absoluto amor, solo admiración exigente. Encima os enfadáis por cada impotencia mía, como si os hubiera traicionado. Y en verdad os traicioné, solo que me he traicionado a mí mismo. Heme aquí, desmoronado en el suelo; y mis enemigos burlándose de mí, riéndose disimuladamente. Ayer, durante toda la noche, andaban al acecho, daban vueltas alrededor de la casa; me veían.
Miraban por detrás de las contraventanas, de las cortinas, de los ojos de las cerraduras, de los armarios– oía los crujidos en el suelo, los arañazos en la pared. Cuando salí, se escondieron detrás de los árboles. Me acechaban. Una luna blanca, blanca como el percal, enorme, subía desde el Ida; una escarcha blanca me cubrió los ojos; me encontré perdido,– ¿qué era?– un pañuelo blanco como cuando de niños jugábamos a la mosca ciega en Salamina, sin saber quién y de dónde te llama con voz modificada, como si estuvieras dentro de una gran iglesia, sombría, en medio de un calor sofocante, y las imágenes pálidas, elevadas, algo hablaran entre ellas en voz baja sobre ti– una enorme serpiente, un león con una espina en la planta del pie, una cabeza cortada en una bandeja, dos ojos asustados, un solitario ojo grande, barbas, la sangre que gotea desde la punta de la lanza, humo, laurel quemado, pequeñas campanillas.
Pensé en retroceder– ¿Qué quiere decir delante? ¿Qué quiere decir atrás? La luna había encalado el camino; 95


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Yannis Ritsos
brillaba entero el camino, y yo parecía enorme; me veían desde todas partes. ¿Cómo iba a volver? Incluso mi sombra me había abandonado –se había disuelto en el resplandor de la cal– a no ser que fuera sal. Grandes pulpos, secos, crucificados sobre cañas, pendían de las paredes. Mi espada a veces se agrandaba reluciendo imposible de levantar, iluminándome por completo y otras se hacía muy pequeña como una desprendida uña de niño.
Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Todas las casas cerradas, –a mí me habían encerrado fuera–.
Broncíneas aldabas relucían en las puertas. Grandes aros de cubas rodaban desde las colinas;–me acorralaban. La descomunal luna dando vueltas abría pozos secos para que cayera dentro. No podía ni andar ni quedarme quieto. Y se oían mis pasos en el empedrado, ajenos, decisivos, traicioneros, hasta que abajo en el puerto se oyó arrastrar una cadena, y todo quedó en silencio.
Entonces me cerraron todos los pasos; –sogas deshechas, secos ruidos camuflados; arriba en los campamentos habían apagado las hogueras; alrededor, las vallas chisporroteaban con pequeñas pipas de arcilla. Grandes máscaras pendían en el aire,–y eran ellos, en los patios de los vecinos, ellos, con carnavalescas caretas de cartón, representando a bueyes, burros, caballos, ovejas,–no podían ya eludirme; andaban a cuatro patas haciéndose pasar por cuadrúpedos– no mugían; gateaban por la tierra como enormes bebés. El silencio se curvaba sobre mí como una campana de cristal,–sentía miedo no fuera a romperla. Y, de repente, escuché desde miles de secretos rincones que gritaban horriblemente mi nombre, una y otra vez mi nombre, zumbando dentro de los tubos de desagüe, dentro de las tinajas vacías, dentro de las tazas de los retretes, dentro de las chimeneas; mi nombre, 96


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Áyax
unos, desde lejos, con femeninas voces, y otros, cerca de mi, con voz atronadora imitando mi propia voz “Áyax, Áyax, Áyax” con una necia jactancia “Áyax, Áyax”, tanto que odié para siempre mi nombre, –oh, jamás, que no lo oiga, que nadie lo pronuncie jamás; que viva sin nombre, olvidado, atado bajo la panza de mi caballo. No aguanté entonces, levanté mi espada, los golpeé, los acorralé a todos, los arrastré aquí dentro –míralos– y eran los animales esos.
Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Mujer, ¿qué observas con esa mirada? La mosca –mátala.
¿Acaso no soy yo también un hombre? ¿Por qué, entonces? Toda la noche me acechabas también tú detrás de la puerta, sí, junto con mi hijo,– me mostrabas al niño, para que viera mi desmoronamiento; –no, no, le tapabas los ojos con tus dos palmas, para que no me viera. Toda la noche, broncíneas flechas clavadas en las paredes temblaban haciendo resonar cada sonido multiplicado –mi paso, mi respiración, mi pulso, la fricción de la ropa en mis rodillas, en el pecho, –¿cómo evitarlo?
¿De qué protegerte en primer lugar? Mis enemigos me habían clavado las flechas, secretas antenas, para que siguieran mi movimiento. Los pillé. A uno lo atrapé por la oreja. Lo arrastraba hacia aquí. Y su oreja de goma se alargaba, se alargaba, conforme lo arrastraba, y él permanecía siempre allí.
Otro me clavó los dientes en el muslo –perro rabioso;–¡Perversos Atridas!– y Teucro, ausente, en las montañas. Grité: Teucro, Teucro; pero la voz no me salía. Volví a gritar. Por debajo de mis pies perdía la tierra.
No tenía por ningún lado de dónde sujetarme, ni de mi propio cinturón– mientras a ciegas lo buscaba, me di cuenta de improviso de que estaba roto y en vez de sujetarme, lo sujetaba en la mano yo cual cola desollada de un desconocido, increíble animal.
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Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Esta noche se fue. Me sentí aliviado. No temas mujer.
Salí de nuevo al alba. Te vi cuando en vela estabas junto a la puerta.
Bajé hasta la orilla del mar, antes de que se despertaran los marineros, cogí en mi mano agua y me mojé las sienes. Qué pequeños, Dios mío, qué pequeños somos frente al ilimitado cosmos que despierta, frente a la luz serena, inmortal. Y sentí de repente que disminuía toda la maldición y el terror de la noche; –así, pequeño, encogido en medio de las rocas, con una tristeza hermosa, silenciosa, una lástima para conmigo mismo, –observando los quietos barcos, mirándolos de nuevo, y sabiendo que veo –me alegraba,– y que oigo.
Una barca tenía una cercha roja alrededor; su reflejo en el agua era más rojo y refrescante, como un fuego apagado; y dije otra vez: “como un fuego apagado”; –un dulce regocijo me aflojó los dientes y las rodillas por ese “como”, –por ser capaz de poner de nuevo una cosa al lado de la otra, hablar, transformar, – “como un fuego apagado”, y no me quemó. Qué calma entonces cuando se oía el crujido aislado de los tablones y de las sogas con la respiración del agua,– apacible crujido de imperceptibles remos y de escálamos, un misterioso remar que me lleva lejos, olvidado, totalmente inerme.
Entonces se levantó cerca de mí una bandada de gaviotas –me albergó un trémulo arco blanco –sosegadas, livianas, amables alas moviéndose en el aire con gesto de aprobación –grandes, amistosas palmas aplaudiendo sordamente el silencio, dándome en el hombro con confianza de nuevo, –sí, con una nueva confianza. Por tanto, no tengas pena.
Te aseguro que ahora estoy tranquilo; –ni la muerte de los otros ni la mía propia ansío. No me importa nada en absoluto el engaño de los dioses ni mi autoengaño, ni siquiera la burla de mis compañeros de armas, –estoy lejos, no me alcanza. ¿Qué voy a hacer 98


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con botines inútiles y con el gran escudo y con la lanza?
¿Para protegerte de qué? ¿Y de qué forma? No me doblegaron los Troyanos – nada es el miedo del enemigo frente al miedo del amigo que conoce las heridas secretas y ahí apunta. Yacía en la orilla del mar mirando la aurora pálida, sombría, sin el peso de ninguna espera ni esperanza. El corazón del hombre es una raíz húmeda en la tierra, paciente, oculta tan profundamente, –se acerca la primavera– que puede de nuevo echar brotes.
Vi las tiendas relucir por la humedad del alba;– un resplandor ceniciento y rosado se arrastraba como la convalecencia por las rocas. Recordaba otras mañanas, lejanas, libres de sospechas, llenas de prisa y de ruidos procedentes de anclas, remos, perolas, poleas, cuando los marineros recién despiertos orinaban en la orilla del mar, en hilera, y aquel resplandor rosado en el horizonte, en las playas, en sus brazos, en sus rostros, en sus falos, temblaba como hechizado tanto que nos inclinábamos sin quererlo hacia el agua para ver nuestra imagen y otra vez quedábamos enamorados de nuestro cuerpo en su libre virilidad hasta que emergía del mar, descomunal, el espectro del sol y de nuevo nos olvidábamos en estúpidas jactancias y combates.
No quiero nada de esto –¿cuál puede ser el beneficio? – ahí se queden.
Mentiras me parecen mis antiguas hazañas. Todos los premios que eran para mí, los otros me los quitaron con engañosos sorteos y sobornos; cuando yo, en el momento en el que se decidía la vida de los griegos, arrojé en el casco no húmedos bolos de tierra sino mi grande, bien discernible anillo de boda y salí el primero frente al enemigo, cuerpo a cuerpo; y cuando de nuevo ardían los barcos y el humo y las llamas subían hasta los cielos tanto que podrías creer que el mar ardía, entonces, cuando Héctor se abalanzó irrefrenable por encima de las fosas, de nuevo yo fui el primero que se le plantó delante. Tal vez no lo recuerden los Atridas; 99


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Estos solo se preocupan por los botines y los trofeos. Bien, que se los repartan mediante astucias, engaños y amenazas –¿Hasta cuándo? Un día también ellos se quedarán desnudos frente a la noche y a su largo camino; De nada les servirá ya el escudo robado, tan hermoso y grande.
Un poco más arriba de la playa, formando cerros enteros, se pudren las ropas de los guerreros muertos, se comban los zapatos, se oxidan las hebillas por la gran humedad y por las lluvias; poco a poco se ha convertido en una gruesa capa blanda; con la primavera asoman por allí miles de multicolores flores silvestres; –puede que adquieran sus colores de aquellas ropas de los muertos. Si andas sobre ellas sentirás cierta suavidad profunda, sosegada –no esa del deterioro ni de la dilución, no, una suavidad distinta, la de lo acabado e inexistente. Muerdes una hoja y no tiene sabor. Cortas una flor; la observas; ves a través de sus pétalos un diáfano paisaje con el color y la forma de la flor; –todo es cóncavo, en profunda cavidad. Puede que con un paso atravieses al lado de enfrente de los plácidos álamos y del blanco río.
Los que se fueron vuelven sin ruido junto a nosotros, desde los caminos más cercanos, desde las cimas de las colinas con olivos, de entre las viñas, – los vi cuando volvía a casa. Me hacían señas. Las chimeneas eran como negras estatuas sobre los tejados. Pasaban oscuras, oscuras y mudas, como los árboles de la orilla grabados en el luminoso fragmento de las aguas. Una luna blanca se queda fija encima de ellos todo el día – no los alumbra. Recorren el camino, miran en los puestos de chucherías los caramelos tapados con un paño de tul, miran las muñecas de cartón con las cuerdas, los cigarros, las cerillas, las horquillas, los periódicos – no leen ni los titulares. – se miran en la polvorienta vitrina de la panadería. Como hierba seca 100


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les caen los cabellos hasta las mejillas, hasta el mentón, hasta los hombros.
Sus brazos son largos y están marchitos –no pueden sostener escudos ni arcos – ni siquiera lo piensan; ni rectifican la expresión de sus relajados labios. Incontrolables, invisibles, con aquella agradable severidad vertida sobre su pose, en armonía con su hermoso movimiento, con la ausencia de cualquier inquietud, con su tiempo lento, duradero. Invulnerables. Los envidié.
En el puente se cruzaron con una comparsa de gitanos. Nadie los distinguió. En un solo instante el frufrú de sus vestidos amarillos se paró de golpe, y los molinillos de café chispearon inesperadamente con chispas rojo–doradas. Los siete negrísimos caballos inclinaron sus cabezas hacia la tierra; aguzaron el oído. Nada más que el gigantesco oso con las argollas se quedó parado irguiéndose sobre sus patas traseras en medio del puente, obstaculizando el desplazamiento de la gente.
No tenía intención de moverse de aquí – miraba hacia atrás, olfateaba el aire– un aroma de azufre, incienso y uvas. Sus ojos grandes, negros, impenetrables. Hizo falta que le tiraran de la cadena muchas veces; alzaron también los látigos. Se fue girando de tanto en tanto su cabeza hacia atrás, mirando hacia donde yo miraba.
La sombra de un pájaro pasó entonces frente a mis pies –no levanté los ojos;– lejana simpatía y perdón. Y deseé dentro de mí un poco de tranquilidad –no gloria, no gloria. Llevaos estos corderos y bueyes degollados– corderos y bueyes, sí; – y mis enemigos indemnes burlándose de mí.
Lleváoslos de aquí, lejos –no puedo verlos. Ah, así siempre, toda mi fuerza la gasté luchando contra fantasmas, cosechando victorias totalmente fantásticas, conquistando doradas ciudades, inexistentes, inexistentes, inexistentes. En definitiva, corderos y bueyes. Ninguna otra cosa.
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Ayer, durante toda la noche, oías tú también sus dolorosos mugidos.
Mira este carnero blanco,– qué serenos, qué tristes sus ojos, Dios mío, –un pequeño San Juan– estos me enseñaron la apacible humildad. Que se rían cuanto quieran los Atridas con mis ciegas “bravuconadas” y con aquellas otras obras que alguna vez llevé a cabo para la Hélade y los helenos,– algún día me recordarán.
Que no me recuerden. ¿Qué puede importar? A mí me basta lo que encontré, al perderlo todo. Pronto saldré a lavarme en el río, a lavar mi espada. Sería hermoso embalsamar estos animales, – sobre todo este carnero blanco– pero ¿cómo preservaremos su expresión? Dentro de sus ojos resplandece la puerta disminuida, la mañana, dos hojas y una pequeña mota brilla –¿tal vez sea la fuente donde abrevaban los caballos de Aquiles? Échalos de aquí; –¿Por qué los retienes aún?
Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Escucha, –ríen de nuevo en el patio. ¿No es así? Calla. Calla.
Mujer, tengo frío. Trae una manta. Tápame.
¿De verdad no hace frío? ¿Te castañean a ti también los dientes?
¡Qué bueno sería si pudieras empequeñecer, empequeñecer, empequeñecer, inmóvil, hecho completamente un ovillo, tapado, oculto detrás de tu escudo caído, oxidado también él por las lluvias y la sal, con las antiguas representaciones heroicas borradas todas, y así desde dentro, apretar su correa hacia la tierra hasta hacerse uno con el suelo – !
¡Ah!, y mantener todo el tiempo el oído atento –no sea que pase alguien y dé una patada por error al escudo, y el ruido del metal, al lado de tu oreja, clang–clang, gran estrépito; de golpe tu sangre se evacuará; en tus venas correrá solo el terrorífico estrépito, sonando interminablemente en lo hondo de ti, 102


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clang, clang, haciendo así por todos audible tu contorsión, poniendo en toda su evidencia la forma de tu humillación; –ese sonido lo escucho, me domina como traición de mi propio yo por mi propio yo, ese propio yo que había entrenado y fortalecido con el engaño y el orgullo del valor invicto –¿qué valor cuando nos gobierna más adentro nuestra ajena vida y nuestra ajena muerte?
No, no es ninguna humillación. Si fui vencido, fui vencido no por hombres, solo por dioses. Ninguna victoria o derrota es nuestra.
Cierra las puertas, cierra las ventanas, atranca la valla.
Ah, nada es nuestro; –lo que construimos y lo que somos, otro nos lo dio y se lo lleva de vuelta; –ajeno, desconocido, sin nuestra aquiescencia.
Y esta mosca zumba, zumba –mátala. Un pie ajeno golpeó de nuevo el escudo caído. ¿Lo oyes? Clang, clang, –el escudo;– clang, clang; –se va, pasó. No era nada. Llévate también la manta.
No tengo frío.
Solo este zumbido aquí, en las sienes, y la sombra en el muro – Gira, gira el engranaje tras el engranaje en derredor, vuelve a girar.
Quiero recordar algo bueno –un día bañado por el sol en Salamina en aquel entonces cuando calafateaban los nuevos armazones en la orilla del mar, y en el aire ondeaba la fragancia de la madera cepillada, y más arriba en el pequeño pinar cantaban frenéticamente las cigarras. Quiero. No puedo. Se interrumpe el recuerdo en la mitad; todo se hunde en este abismo; solo lo malo queda fuera– la linterna del enemigo en tus ojos mientras duermes, el hierro en los pies, el arpón en la sien, los gritos de los heridos durante la noche en los barrancos, junto con los chacales, y el grito mío que llega desde lejos hasta mi propio oído. No puedo. Miro alrededor.
No veo.
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Quiero ver por encima de los lomos de estos animales degollados.
“Un árbol”, digo; “un árbol”, contesto. Esto. Nada más. Desaparece el árbol. No estaba.
Incluso mi cuerpo, inaceptable, ¡ah! no quiero tocarlo – una repugnancia –extraño, desconocido; un olor a macho cabrío; –¿Qué es el cuerpo humano?
Poros, orificios más orificios, mirando hacia dentro en una oscuridad mugrienta; áspero pelambre, como rastrojos quemados. Detrás de los rastrojos se pudre una gran carroña, irreconocible, de resistentes mandíbulas, desnudas mandíbulas, emblanquecidas ya, fuertemente apretadas con una mueca de completa insatisfacción y de irrisoria amenaza. Y ese apretamiento de las blancas mandíbulas con enormes dientes, es la única señal de orgullo y honor, en este flácido mundo sin huesos.
¿Qué te importan ya las glorias, los premios, las alabanzas? No son nada.
Nada tampoco el fracaso y la burla. También ellos desaparecen con nosotros.
No pedí para mí nunca esclavos, admiradores, vasallos. Solo quiero un hombre, para hablar como igual con igual. ¿Dónde está? Solo nuestra muerte es el igual de cada uno de nosotros. Todo lo demás: improvisado fulgor, compromisos, excusas, voluntaria ceguera.
Volviendo hacia aquí, observaba las huellas de antiguos fuegos en los prados– ramas quemadas, cenizas, tizones, hollines. Al lado, caídas, las grandes estacas de los sacrificios y los banquetes al aire libre. Los cúmulos de grandes huesos blanqueaban al rayar el día, con un blanco–argénteo de la memoria o de lo nonato –inmensamente apacible y de cierto orgullo impertérrito, la de un lejano monumento en recuerdo de los ausentes –es decir, de nosotros mismos, 104


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y la hierba era amarilla hasta allí, a pesar de que más abajo el mar absurdamente lanzaba destellos rosados, imponiendo de nuevo desde el comienzo un movimiento –su movimiento y nuestro movimiento.
Entonces me acordé de Salamina –unas mañanas macilentas con niebla y llovizna en las que todo se difuminaba en el tiempo– barcas, anclas, tascas, pescaderías y sólo resplandecía el camino plateado, solo únicamente, avanzando de forma imprecisa sin saber donde torciendo de tanto en tanto, volviendo a torcer para esquivar obstáculos invisibles o para su propia satisfacción con aquél blanco plateado.
En la casa, encontré a mi madre sentada en el comedor, encorvada, pensativa, pasando por un delgado hilo perlas blancas, azuladas, plateadas. “¿Qué harás con ellas, madre?”, le dije.
Y ella: “Las arrojaré al pozo”. Sonrió. “Pero entonces ¿por qué las ensartas?”. La miraba. No levantó los ojos. “La que las llevará así las quiere”, contestó. Y en un instante comprendí que dentro de cada pozo, y dentro de nosotros, hay una hermosa mujer ahogada, una ahogada mujer que no piensa morir, y ni siquiera sé qué significa, resignada, resignada bajo el estrépito que forman nuestros caballos, nuestros carros, nuestras armas.
Abre las ventanas, abre la puerta, descorre el cerrojo de la valla.
No es nada. Saldré un momento a lavarme al río. Dile a Teucro – por cierto, ¿dónde está Teucro? Teucro, Teucro. Llevaos también a estos animales.
Voy a lavarme, a lavar mi espada; –Tal vez encuentre a un hombre para hablar.
¡Qué hermoso día! – ¡Oh resplandor del sol, río dorado¡– Adiós, mujer.
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Yannis Ritsos
(Se va. La mujer permanece inmóvil al lado de la puerta. Se oye un resonante campanazo, como un martillo que golpea un disco metálico colgado en otra habitación. Tal vez un pie invisible golpeó el escudo caído con las siete dobles capas impenetrables. El sonido continúa.
Entran los sirvientes. Recogen los animales degollados. Y el blanco carnero de ojos tristes. Entra, callada, una esclava alta, de anchos huesos con una gran escoba. Barre los platos rotos, las colillas, los pisoteados cazos del café. Su negro pañuelo suelto le cubre el rostro.
Se va. La habitación se quedó vacía. Parece de repente más grande.
El sonido metálico se calló. Ahora se oyen muy claramente fuera las voces de la calle, el movimiento del puerto –grúas, garruchas, cadenas.
Y, súbitamente, entra corriendo un marinero. “El patrón”, dice, “el patrón ha muerto; la espada hundida en su costado”. La mujer inmóvil en la puerta; y la esclava alta, al fondo del pasillo, de pie, petrificada, con las dos manos apoyadas en el palo de la gran escoba).
LEROS, SAMOS, agosto de 1967– enero de1969
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HELENA Versión de Andrés Pociña
En memoria de Nina, mi hermana (Desde lejos ya era visible el deterioro –muros desconchados, caídos; postigos descoloridos; las rejas del balcón oxidadas. Una cortina se movía fuera de la ventana del piso de arriba, amarillenta, llena de jirones por la parte de abajo. Cuando se aproximó –siempre indeciso–, el mismo abandono en el jardín: plantas asilvestradas, hojas carnosas, árboles sin podar; las escasas flores ahogadas entre las ortigas; las fuentes sin agua, enmohecidas; las bellas estatuas cubiertas de liquen. Un lagarto estaba inmóvil entre los pechos de una Afrodita joven, calentado por los últimos rayos del atardecer.
Cuántos años antes. Era muy joven entonces –¿veintidós?, ¿veintitrés? ¿Y ella? No había manera de saberlo – era tanto el resplandor que despedía –, te deslumbraba; te traspasaba; –no sabías ya qué era, o era, si eras. Tocó la campanilla de la puerta. Oyó desde fuera su sonido, muy solitario, en un espacio conocido, ahora desconocidamente distribuido, con bifurcaciones desconocidas, con colores oscuros. Tardaban en abrir. Alguien se asomó por la ventana de arriba. No era ella. Una criada –muy joven. Como si riese. Se fue de la ventana. Seguían tardando. Después pasos en la escalera de dentro. Abrieron con llave la puerta. Subió. Un olor de polvo, de frutas podridas, de enjabonada seca, de orines. Por aquí. Dormitorio. Armario. Espejo de metal. Dos sillones tallados destrozados. Mesilla de hojalata con tacitas de café y colillas. ¿Y ella? No, no – no es posible. Vieja – vieja – cien, doscientos años.
Cinco años antes todavía – No, no. La sábana con agujeros. Allí, inmóvil; sentada en la cama; encorvada. Sólo sus ojos – todavía más grandes, autoritarios, penetrantes, vacíos).
Sí, sí, – soy yo. Siéntate un poco. Ya no viene nadie. Estoy a punto de olvidar las palabras. Y ni falta que hacen. Creo que se acerca el verano; 107


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Yannis Ritsos
se mueven de otro modo las cortinas – algo quieren decir –, tontadas.
Una de ellas ya ha salido fuera de la ventana, se corre, quiere romper las anillas, marcharse por encima de los árboles, – quizá pretende incluso arrastrar la casa entera a otro lugar – pero la casa se resiste con todos sus rincones y con ella también yo, aunque me siento, hace meses, liberada de mis muertos y de mí misma; y esta resistencia mía inconcebible, involuntaria, extraña, es la única cosa mía – lo que me ata a esta cama, a esta cortina; – es también mi miedo, como si me sujetase con todo el cuerpo a este anillo con una piedra negra que llevo en el índice.
Observo ahora esta piedra, en interminables horas, en la noche – negra, sin destellos – crece, crece, se llena de aguas negras, – las aguas inundan, se elevan; me hundo no en el fondo de abajo, sino en un fondo de arriba; desde allí arriba distingo abajo mi habitación, a mí misma, el armario, las criadas que se pelean sin voces; veo una subida a una banqueta para limpiar el cristal de la fotografía de Leda con gesto áspero, vengativo; veo la bayeta dejar una cola polvorienta de finas burbujas que suben y se rompen con un murmullo silencioso alrededor de mis tobillos o de mis rodillas.
Te veo también a ti, con una expresión perpleja, confusa, sinuosa por los lentos movimientos del agua negra, – unas veces se ensancha, otra se alarga tu rostro con estrías amarillas. Tus cabellos se mueven hacia arriba como una medusa invertida. Pero después digo: “es sólo una piedra, una pequeña piedra preciosa”. Todo el negro se contrae entonces, se seca y se concentra en un minúsculo nudo, – lo siento aquí, algo más abajo de mi garganta. Y aquí estoy de nuevo en mi habitación, en mi cama, junto a mis frasquitos de siempre que me observan uno a uno asintiendo; – son mis únicos auxilios en el insomnio, en el miedo, en el recuerdo, en el olvido, en el asma.
¿Tú qué haces? ¿Sigues aún en el ejército? Cuídate. No te preocupes tanto por heroísmos, por cargos y glorias. ¿Para qué te sirven? ¿Tienes todavía 108


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aquel escudo en el que habías grabado mi imagen? Estabas gracioso con tu alta celada y su gran penacho, – tan joven, tan retraído, como si hubieses ocultado tu hermoso rostro en las patas traseras de un caballo y su cola pendiese hasta abajo en tu espalda desnuda. No te enfades de nuevo. Quédate un poquito más.
Pasó ya el tiempo de las rivalidades; se agostaron las pasiones; quizá ahora podamos mirar juntos al mismo punto de la vanidad donde, me imagino, se hacen realidad los únicos encuentros auténticos –aunque indiferentes, pero siempre calmantes – la nueva comunidad nuestra, yerma, tranquila, vacía, sin cambios ni oposiciones, – remover sólo la ceniza en la chimenea, haciendo a veces con la ceniza urnas funerarias esbeltas, bellas, o, sentados en el suelo, golpear el suelo con palmas sordas.
Poco a poco las cosas han perdido su sentido, se han vaciado; además, ¿acaso tuvieron sentido alguna vez? – relajadas, huecas; nosotros las llenábamos con paja o salvado, para que tuviesen forma, para que cobrasen densidad, solidez, firmeza, – las mesas, las sillas, las camas sobre las que nos tumbábamos, las palabras; – siempre huecas como bolsitas de trapo, como los sacos de los mercaderes; – desde fuera ya distingues los productos que contienen patatas o cebollas, trigo, maíz, almendras o harina.
Algunas veces, se engancha el saco en un clavo en la escalera o en el gancho de un ancla abajo en el puerto, se hace un agujero, se derrama la harina – un río sin sentido. El saco se vacía.
La harina la recogen los pobres en sus puños, para hacer unas empanadas o gachas. El saco se desploma. Alguien lo levanta por sus dos esquinas de abajo; lo sacude al aire; una nube de polvo blanco lo envuelve; blanquean sus cabellos; blanquean sobre todo sus cejas. Los demás lo miran.
No comprenden nada; esperan que abra la boca, que hable.
Él no habla. Pliega el saco en cuatro; se marcha así, blanco, inexplicable, callado, como disfrazado, 109


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como un desnudo lascivo cubierto con una sábana, o como un muerto astuto, resucitado dentro de su sudario.
Por lo tanto ni caso a los sucesos o a las cosas; – y lo mismo las palabras, pese a que con ellas denominamos de cualquier manera lo que nos falta o lo que nunca hemos visto – lo etéreo, digamos, lo eterno;– palabras inocentes, fraudulentas, consolatorias, ambiguas siempre en su afectada exactitud; – qué triste historia, dando nombre a una sombra, diciéndolo de noche en el lecho con la sábana subida hasta el cuello, y al oirlo, necios de nosotros, pensar que dominamos el cuerpo, que nos domina, que nos sostemos en el mundo.
Ahora olvido mis nombres más conocidos o los confundo entre sí – Paris, Menelao, Aquiles, Proteo, Teoclímeno, Teucro, Cástor y Póllux – mis hermanos, los moralistas; ellos, creo, se convirtieron en estrellas – eso dicen, – guías de navegantes; – Teseo, Pirítoo, Andrómaca, Casandra, Agamenón, – sonidos, sólo sonidos sin presencia, sin su imagen pintada en un cristal, en un espejo de metal o en lo poco profundo, en la playa, como entonces un día sereno con sol, con muchos mástiles, cuando la batalla se había calmado, y el crujido de las cuerdas mojadas en las poleas mantenía el mundo en lo alto, como el nudo de un sollozo interrumpido en una garganta de cristal – y veías el nudo centellear, temblar sin volverse chillido, y de repente todo el paisaje con las naves, los marineros y los carros, se hundía en la luz y en el anonimato.
Un hundimiento diferente ahora, más profundo, más sombrío, – de allí dentro suben algunos sonidos de cuando en cuando, – cuando golpeaban los martillos en la madera clavando una nueva trirreme en el pequeño astillero; cuando pasaba una gran cuadriga en la calle empedrada, prosiguiendo los golpes del reloj de la Catedral con otra duración, como si las horas fuesen muchas más de doce y como si los caballos 110


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girasen dentro del reloj hasta quedar agotados; o, una noche, que cantaban al pie de mis ventanas dos bellos jóvenes una canción para mí, sin palabras; – uno era tuerto; el otro llevaba una gran hebilla en su cinturón – brillaba a la luz de la luna.
Las palabras ahora no me vienen por sí solas; – las busco, como si tradujese de una lengua que no sé, – sin embargo traduzco. Entre las palabras, o incluso dentro de las palabras, quedan agujeros profundos; miro por estos agujeros como si mirase por los nudos caídos de las maderas de un puerta cerrada a cal y canto, clavada desde hace siglos. No veo nada.
No más palabras y nombres; sólo distingo algunos sonidos; – un candelabro de plata o un florero de cristal resuena por sí solo y de repente se calla haciendo como que no sabe nada, que no tintineó, que nadie lo ha tocado, que nadie pasó a su lado. Un vestido se desploma suavemente desde la silla al suelo, trasladando la atención del sonido anterior a la sencillez de la nada. Sin embargo, la idea de una conspiración silenciosa, aunque disuelta en el aire, flota condensada en un plano más alto, casi ponderable, tanto que sientes el trazo de las arrugas hacerse más profundo junto a tus labios precisamente por esta presencia de un intruso que toma tu puesto cambiándote a ti en intruso, aquí en tu cama, en tu habitación.
Oh, este exilio nuestro dentro de nuestras propias ropas que envejecen, dentro de nuestra misma piel que se arruga; mientras nuestros dedos no son capaces ya de apretar, de retener alrededor de nuestro cuerpo ni siquiera la manta, que se alza por sí sola, se dispersa, se marcha, dejándonos descubiertos frente al vacío. Y entonces la cítara, colgada en la pared, olvidada desde hace años, con las cuerdas oxidadas, comienza a temblar como tiembla el mentón de una vieja por el frío o de miedo, y es preciso que pongas la palma de tu mano sobre las cuerdas, para detener su escalofrío contagioso. Pero no encuentras tu mano, no tienes mano, y oyes dentro de tu estómago que es tu mentón quien tiembla.
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En esta casa el viento se ha hecho pesado e inexplicable, quizá por la naturalidad de la presencia de los muertos. Un baúl se abre solo, salen viejos vestidos, crujen, se ponen de pie, pasean en silencio; dos flecos dorados quedan en la alfombra; una cortina se echa a un lado; – no se ve a nadie – y sin embargo lo hay; un cigarrillo arde solo en el cenicero con pequeñas pausas; – quien lo dejó allí, se encuentra en otra habitación, como un poco torpe, con la espalda vuelta, mirando para la pared, quizá una araña o una mancha de humedad, –así, hacia la pared, para que no se perciba el hoyo sombrío bajo sus pómulos salientes.
Los muertos ya no nos dan pena, –y es extraño – ¿no lo es? – no tanto por ellos, como por nosotros, – esta neutra familiaridad suya con un lugar que los ha rechazado y con el que ellos no contribuyen en sus gastos de mantenimiento ni con el desvelo por su deterioro, ellos, ya acabados e inmutables, sólo como un poco más grandes.
Esto es a veces lo que nos extraña – la exacerbación de lo inmutable y la silenciosa independencia de ellos – no arrogante, en absoluto: no se afanan en imponerte su recuerdo, en serte agradables. Las mujeres dejan relajarse su vientre, que se les caigan las medias; cogen de la caja de plata los alfileres; los clavan uno a uno en dos filas regulares en el terciopelo del sofá; después, los recogen y empiezan otra vez con el mismo cuidado amable. Alguien muy alto llega del corredor; – su frente se golpea en la puerta; no hace mueca alguna – ni siquiera se oyó ningún golpe.
Sí, tan necios tanto ellos, como nosotros; sólo que más tranquilos. Otro alza su mano de forma oficial, como si bendijese a alguien, corta un cristal de la araña, se lo lleva a la boca con naturalidad, como un fruto de vidrio, – como si fuera a masticarlo, que va a poner en marcha de nuevo una función humana; – no; lo mantiene entre los dientes para que brille el cristal con inútiles brillos. Una mujer coge del tarrito blanco redondo la crema facial con el movimiento experto de sus dos dedos, y escribe 112


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en el cristal de la ventana dos gruesas mayúsculas – algo como E y T – el sol calienta el cristal, la crema se derrite, gotea en la pared – y esto no quiere significar nada – dos surcos grasientos, cortos.
No sé por qué permanecen aquí dentro los muertos, sin la comprensión de nadie; no sé qué quieren que deambulan por las habitaciones con sus ropas buenas, con sus zapatos buenos lustrados, tersos, y sin embargo silenciosos, como si no pisasen el suelo.
Ocupan el lugar, se tumban donde cuadra, en las dos mecedoras, abajo en el suelo o dentro de la bañera; se olvidan de que el grifo gotea; se olvidan del jabón de olor que se disuelve en el agua. Las criadas al pasar entre ellos, barriendo con la escoba grande, no los perciben. Sólo, a veces, la risa de una sirvienta parece como un poco costreñida – no vuela alta, no marcha por la ventana, como un pájaro atado por una pata con un cordel, del que alguien tira hacia abajo.
Y entonces, las esclavas se enojan sin explicación conmigo, arrojan la escoba aquí, en medio de mi habitación, se van a la cocina; – las oigo preparándose café en grandes cazos, derramando el azúcar en el suelo – el azúcar cruje bajo sus zapatos; el aroma del café atraviesa el pasillo, inunda la casa, se refleja en el espejo como un rostro tonto, moreno, descarado, con mechones despeinados, con dos falsos pendientes azules; sopla en el espejo su aliento, empaña el cristal. Siento mi lengua buscar en mi boca; siento que tengo aún saliva. “Un café también para mí”, grito a las esclavas; “un café”, (solo pido café; no quiero nada más). Ellas hacen como que no oyen. Grito de nuevo una y otra vez sin amargura o rabia. No contestan. Las oigo sorber sus cafés en mis tazas de porcelana de borde dorado y con finas florecillas de color violeta. Me callo y miro aquella escoba tirada en el suelo como el cadáver rígido de aquel hijo del verdulero, alto, flaco, que, hace años, me enseñaba desde la cancela del jardín su gran falo.
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Oh, sí, me río alguna vez, y siento mi risa ronca subir no ya del pecho, de mucho más abajo, de los pies; más abajo, de dentro de la tierra. Y me río. Cómo era todo sin sentido, sin meta, ni duración, ni sustancia – riquezas, guerras, glorias y envidias, ornatos y mi propia belleza.
Qué necias leyendas, cisnes y Troyas y amores y hazañas.
Los encontré de nuevo en banquetes fúnebres, nocturnos, a mis viejos amantes, con barbas blancas, con cabellos blancos, con vientres hinchados, como si estuviesen ya preñados de sus muertes, devorando con una extraña voracidad los chivos asados, sin observar la espalda – ¿para observar qué? – una sombra rasa la llenaba toda con diminutas manchas blancas.
Yo, como sabes, conservaba todavía mi antigua belleza como por milagro (pero también con tintes, con plantas y con pomadas, jugos de limones y agua de pepino). Me sobresaltaba sólo con ver en sus semblantes el paso también de mis propios años. Entonces apretaba los músculos de mi vientre, apretaba con una sonrisa fingida las mejillas, como si asegurase con una viga delgada dos paredes a punto de derrumbarse.
Así encerrada, encogida, tensa – qué cansancio, dios mío, – a cada instante encogida (incluso durante el sueño) como en medio de una panoplia gélida o en un corsé de madera de cuerpo entero, como en un caballo de Troya mío propio, engañoso, estrecho, conociendo ya la vanidad del fraude y de la ilusión, la vanidad de la fama, la vanidad y lo efímero de cada victoria.
Desde hace pocos meses, con la pérdida de mi marido, (¿acaso meses o años?) abandoné para siempre mi caballo de Troya, abajo en la cuadra, junto con sus caballos viejos, para que paseen dentro las arañas y los escorpiones. Ya no tiño mis cabellos.
Grandes verrugas me han salido en la cara. Pelos gruesos me han rodeado la boca – los cojo; no me miro en el espejo – pelos bravos, largos, – como si algún otro se hubiera apoltronado dentro de mí, 114


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un hombre descarado, malintencionado, y sus barbas surgen de mi propia piel. Lo dejo; – ¿qué puedo hacer? – temo que si lo echase fuera, me arrastraría con él también a mí.
No te marches. Quédate otro poco. Tengo tanto tiempo para hablar.
Nadie viene ya a verme. Se apresuraron todos en marcharse.
Se lo vi en los ojos – tenían prisa todos de que muriese. No corre el tiempo.
Las siervas me odian. Oigo por las noches que me abren los cajones, que me cogen los encajes, las joyas, los talentos de oro; – quién sabe si me habrán dejado algún vestido decente para una necesidad y algún par de zapatos. Las llaves me las han cogido también ellas de debajo de la almohada; – ni me inmuté; hice como que dormía – en cualquier caso un día las iban a coger; – que no sepan al menos que lo sé.
¿Qué pasaría si no las tuviese? “Paciencia, paciencia”, digo, “paciencia”, – y es esto como una mínima victoria, el tiempo que ellas leen las cartas antiguas de mis admiradores o las poesías que me dedicaron grandes poetas; – las leen con ampulosidad estúpida y con muchas faltas de entonación, de acento, de métrica y de silabismo; – no las corrijo. Hago como que no oigo. Otras veces dibujan con mi lápiz negro de las cejas grandes bigotes en mis estatuas, o les colocan en la cabeza un casco antiquísimo o el orinal. Las miro serena. Ellas se irritan.
Un día que me sentía algo mejor, les rogué otra vez que me maquillasen la cara. Me maquillaron. Pedí un espejo.
La habían pintado de verde, con la boca negra. “Gracias”, les dije, como si no viese nada extraño. Ellas se reían. Una de ellas se desnudó por completo delante de mí, se vistió mis peplos dorados, y así con sus gruesos pies desnudos, comenzó a bailar, saltó encima de la mesa – desenfrenada; bailaba, bailaba, se inclinaba como imitando mis antiguos movimientos. En lo alto, en el muslo tenía un mordisco de unos dientes de hombre fuertes, regulares.
Yo las miraba como si estuviese en el teatro; – nada de vejación o pesar ni indignación – ¿para qué? Sólo repetía dentro de mí: 115


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“un día moriremos”, o más bien: “un día moriréis”; y esto era una revancha indudable y un temor y un consuelo. Miraba directamente cada cosa, con una claridad inenarrable, indolente, como si mis ojos fuesen independientes de mí; miraba mis propios ojos como si distasen un metro de mi rostro, como los cristales de una ventana alejada, detrás de la cual algún otro se sitúa y observa lo que pasa en una calle desconocida con cafés cerrados, tiendas de fotos, perfumerías, y tenía la sensación de que un hermoso frasquito de cristal se había roto, y el perfume se había derramado en la vitrina polvorienta. Los que pasaban se paraban vagamente, olían el aire, recordaban algo bueno y después se perdían detrás de los pimientos o al fondo de la calle.
Por momentos siento todavía este aroma – es decir, lo recuerdo; ¿no es extraño? – las cosas que solemos llamar grandes, se disuelven, se extinguen – el asesinato de Agamenón, la matanza de Clitemestra (me habían mandado de Micenas un bonito collar suyo, hecho de pequeñas máscaras de oro, unidas con eslabones en la parte alta de sus orejas – no me lo puse jamás).
Se olvidan; quedan algunas otras, irrelevantes, baladíes; – recuerdo que un día vi un pájaro posado en el lomo de un caballo; y esta cosa incomprensible era como si explicase (en particular a mí) un hermoso misterio.
Recuerdo todavía, niña, en las orillas del Éurotas, junto a las cálidas adelfas, el sonido de un árbol que perdía la corteza por sí solo; las cortezas caían suavemente en el agua, navegaban como trirremes, se alejaban, y yo esperaba, a toda costa, que una mariposa negra con estrías anaranjadas se posase en una corteza, perpleja al moverse a pesar de estar parada, y me divertía que las mariposas, aunque expertas en el aire, no tenían idea sobre viajes en el agua y sobre el remo. Y vino.
Hay algunos momentos extraños, solitarios, casi cómicos. Un hombre a mediodía camina llevando en su cabeza una cesta; el cesto 116


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le oculta toda la cara como si fuese acéfalo o disfrazado con una cabeza descomunal, sin ojos, con muchos ojos. Otro, mientras pasea pensativo en el crepúsculo, tropieza con algo, blasfema, se vuelve, busca; – una piedra minúscula; la levanta; la besa; entonces se acuerda de mirar a su alrededor; se aleja como un culpable. Una mujer mete su mano en el bolsillo; no encuentra nada; saca la mano, la alza, la observa atentamente, como rociada por el polvo del vacío.
Un camarero ha capturado en su puño una mosca – no la aplasta; un cliente lo llama; se olvida; afloja el puño; la mosca vuela alto, se posa en el vaso. Un papel rueda por la calle de forma indecisa, con muchas pausas, sin ganarse la atención de nadie, – y esto le gusta. Pero de nuevo, cada tanto, suelta un chirrido peculiar, que lo desmiente; como si buscase ahora algún testigo incorruptible de su marcha modesta, misteriosa. Y todas estas cosas tienen una belleza solitaria, inexplicable y una pena profundísima por nuestros propios gestos, extraños y desconocidos – ¿no la tienen?
El resto, como si no fuese nada – desapareció. Argos, Atenas, Esparta, Corinto, Tebas, Sición, – sombras de nombres; hablo de ello; suenan como hundidas en lo inconcluso. Un perro perdido, modoso, se para frente al escaparate de una lechería barata. Una joven que pasa lo mira; él no responde; su sombra se extiende, grande, en la acera.
No supe nunca el por qué. Y ni creo que lo haya. Queda sólo esta aprobación denigrante, impuesta (¿por quién?) cuando hacemos un gesto “sí” con la cabeza, como si saludásemos a alguien con increíble servilismo, aunque no pase nadie, no hay nadie.
Me parece como si algún otro me hubiese contado una noche, con voz completamente sin color, los sucesos de mi vida; y yo tenía sueño; en mi interior deseaba que acabase de una vez; para poder cerrar los ojos y dormir. Y en tanto que hablaba, para hacer algo, para resistir el sueño, contaba uno a uno los flecos de mi chal, regulando la medición sobre una canción ingenua e infantil de la gallinita ciega, hasta que perdía todo sentido por la repetición. Pero el sonido se mantiene – 117


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ruidos, golpes, arrastres, – el rumor del silencio, un lamento descompasado, alguien rasca la pared con sus uñas, una tijera cae en las tablas del suelo, alguien tose; – la palma ante su boca, para no despertar a otro que duerme junto a él – quizá su muerte; – cesa; después de nuevo aquel rumor en espiral desde un pozo vacío, cerrado.
Por las noches siento que trasladan las esclavas mis grandes muebles; los bajan por la escalera, – un espejo, cogido como una camilla, muestra los estucos de escayola del techo desconchados; un cristal golpea en la cancela – no se ha roto; el viejo abrigo en el perchero levanta por un instante sus manos vacías, las mete de nuevo en los bolsillos; las pequeñas ruedas de los pies de los sofás chirrían en el suelo. Noto aquí en mi codo el rasponazo de la pared hecho por la esquina del armario o por la esquina de la mesa grande tallada. ¿Qué harán con ellos?
“Adiós”, digo casi mecánicamente, como si despidiese a una visita, siempre extraña. Sólo aquel rumor vago que se demora en el corredor como de un cuerno de nobles cazadores venidos a menos, después de la lluvia, en un bosque quemado.
En verdad, cuántas cosas inútiles, reunidas con tanta codicia; – obstruían el espacio – no podíamos movernos; nuestras rodillas golpeaban con rodillas de madera, de piedra, de metal. Oh, de verdad, es preciso que envejezcamos mucho, mucho, para volvernos justos, para llegar a aquella imparcialidad apacible, a la generosidad dulce en las comparaciones, en los juicios, cuando no haya más parte nuestra fuera de este sosiego.
Ah, sí, cuántas batallas necias, heroísmos, ambiciones, arrogancias, sacrificios y derrotas y derrotas, y más batallas, por cosas que ya estaban decididas por otros, cuando nosotros faltábamos. Y los hombres, inocentes, clavando las horquillas del pelo en sus ojos, golpeando la cabeza contra el muro altísimo, sabiendo de seguro que el muro no cae ni se hiende siquiera, para que puedan ver al menos por un resquicio 118


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un poco de azul ya sin sombra a causa del tiempo y su sombra. Sin embargo – quién sabe – acaso allí donde alguien resiste sin esperanza, allí quizá comienza la historia humana, como decimos, y la belleza del hombre entre hierros oxidados y huesos de toros y de caballos, entre antiquísimos trípodes donde arde todavía un poco de laurel y el humo sube desvaneciéndose en el atardecer como un vellocino de oro.
Espera un poquito más. Ha anochecido. El vellocino de oro que decíamos – Oh, el pensamiento nos viene despacio a nosotras las mujeres – se descansa un poco. Por el contrario, los hombres no se paran nunca a pensar, – quizá tienen miedo; quizá no quieren ver frente a frente su miedo, ver su propio cansancio, descansar – cobardes, vanidosos, ocupadísimos, avanzan en la oscuridad. Sus ropas huelen siempre al humo de un incendio junto al que o en medio del que habían pasado sin saberlo. Se desvisten rápidos; tiran sus ropas al suelo; se echan en la cama. Aun así sus propios cuerpos huelen a humo, – los adormecen. Entre el pelo de sus pechos encontraba, cuando ya se habían dormido, algunas hojas finas, quemadas o algunas plumas cenicientas de pájaros muertos. Entonces yo las juntaba y las guardaba en un estuche – las únicas muestras de una relación secreta; – nunca se las enseñé; – no las habrían reconocido.
En algunos momentos, oh, sí, eran hermosos, – así desnudos, abandonados al sueño, completamente naturales, relajados, con sus cuerpos grandes y fuertes húmedos, suaves, como ruidosos ríos que rodasen desde altos montes a una tranquila llanura, o como niños abandonados. Entonces los amaba realmente, como si los hubiese parido yo. Observaba sus pestañas largas y habría querido tenerlos dentro de mí para protegerlos, o de este modo acoplarme con todo su cuerpo. Dormían. Y el sueño te impone el respeto, porque es tan raro. Se van también estas cosas. Se olvidan.
No es que ya no recuerde, – recuerdo todavía; sólo que los recuerdos 119


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no son ya emotivos, – no nos conmueven – impersonales, tranquilos, limpios hasta sus rincones más ensangrentados. Sólo uno conserva todavía un aire a su alrededor, respira. Aquel atardecer, acorralada por los interminables gritos de los heridos, por las maldiciones susurradas de los viejos y su admiración, entre el olor de una muerte general que, por momentos, centelleaba sobre un escudo o en la punta de una lanza o en la metopa de un templo abandonado o en la rueda de un carro, – subí sola a las altas murallas y paseé, sola, completamente sola, en medio de los troyanos y los aqueos, sintiendo el aire pegar sobre mí mis finos peplos, acariciarme los pechos, sujetar todo mi cuerpo completamente desnudo y vestido, sólo con un ancho cinturón de plata que me elevaba los pechos – así hermosa, intacta, aprobada, en la hora en que se batían en duelo mis dos amantes rivales y decidían la suerte de la guerra de muchos años;– ni siquiera vi romperse la correa del yelmo de Paris, – quizás vi un resplandor de su bronce, un resplandor circular, mientras el otro le daba vueltas iracundo sobre su cabeza – un cero todo luminoso.
No valía en absoluto la pena mirar – el desenlace lo habían regulado desde antes las voluntades divinas; y Paris sin sus sandalias polvorientas, se encontraría pronto en el lecho, lavado por las manos de la diosa, esperándome sonriendo, ocultando acaso con un esparadrapo rosa una cicatriz falsa en el costado.
No miré más; ni oía casi sus gritos de guerra – yo, en lo alto, en las murallas, sobre las cabezas de los mortales, aérea, carnal, sin pertenecer a nadie, sin necesitar a nadie, como si fuese (independiente yo) todo el amor, – libre del miedo de la muerte y del tiempo, con una blanca flor en mis cabellos, con una flor entre mis pechos, y otra en los labios para ocultar la sonrisa de la libertad.
Habrían podido herirme con una flecha por los dos lados.
Era un blanco fácil caminando lentamente sobre las murallas, proyectándome entera en el cielo doradopurpúreo de la tarde.
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Tenía los ojos cerrados para facilitar un gesto hostil de ellos – sabiendo en el fondo que ninguno se atrevería. Sus manos temblaban por el resplandor de mi belleza e inmortalidad – (quizá ahora puedo añadir: no temía a la muerte, porque la sentía muy lejos de mí). Entonces tiré de mis cabellos y de mis senos las dos flores; – la tercera la mantenía en la boca; – las eché por los dos lados de la muralla con un ademán de total tolerancia.
Y entonces los hombres, dentro y fuera, se lanzaron unos sobre otros, adversarios y amigos, para agarrar aquellas flores y ofrecérmelas – mis flores. No vi nada más después, – sólo espaldas agachadas, como si todos se hubiesen arrodillado en la tierra, donde se secaba la sangre al sol; – quizá ya pisoteaban aquellas flores.
No vi.
Había movido las manos, me había alzado sobre la punta de los pies, y ascendí dejando caer de mis labios también la tercera flor.
Esto me queda todavía – algo como una recompensa, como una justificación distante, y quizá esto quede, digo, en algún lugar, en el mundo – una libertad momentánea, ficticia, naturalmente, también ella – un juego del destino y de nuestra ignorancia. Los escultores, en esta pose precisamente (según recordaba), intentaron realizar mis últimas estatuas; – y se encuentran todavía en el jardín; las habrás visto al entrar. Algunas veces, también yo (cuando las esclavas están de buenas y me cogen por las axilas para llevarme hasta aquella silla frente a la ventana), las veo. Brillan al sol. Un calor blanco sube desde los mármoles hasta aquí. No pienso más. Al poco me cansa también esto. Prefiero mirar un trozo de la calle donde dos o tres niños juegan con una pelota de trapo, o una niña que baja una cesta, atada con una cuerda, desde el balcón de enfrente.
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A veces las esclavas me olvidan allí. No vienen a meterme otra vez en la cama.
Y me quedo toda la noche mirando una vieja bicicleta, apoyada ante una cristalera iluminada de una pastelería nueva hasta que apagan las luces, o yo me quedo traspuesta en el antepecho.
Cada poco pienso que me despierta una estrella que se desliza en el espacio como la baba de la boca abierta y desdentada de un viejo. Ahora hace tiempo que no me llevan a la ventana. Permanezco aquí en la cama sentada o tumbada, – esto lo soporto. Para pasar el tiempo me cojo la cara – una cara extraña; – la tiento, la palpo, cuento los pelos, las arrugas, las verrugas – ¿quién está dentro de esta cara?
Algo amargo me sube a la garganta – la náusea y el miedo, el estúpido miedo, dios mío, de perder también esta náusea. Quédate – entra algo de luz por la ventana – habrán encendido las farolas en la calle.
¿No querrías que toque la campanilla, para que te traigan algo? – un poco de dulce de guinda o de naranjita amarga, – quizá quede algo en los tarros grandes caramelizado ya, solidificado – naturalmente si lo han dejado las glotonas esclavas. Los últimos años, andaba liada solo con las confituras – ¿qué otra cosa hacer?
Después de Troya, – nuestra vida en Esparta muy aburrida – completamente provinciana. Todo el día metidos en las casas, entre los botines amontonados de tantas guerras; y los recuerdos, descoloridos e importunos, arrastrándose detrás de ti, en el espejo cuando te peinas los cabellos, o en la cocina, procediendo de los vapores grasientos de la olla; y sentir en el agua que hierve algunos hexámetros dactílicos de aquella Tercera Rapsodia mientras un gallo canta inoportuno, en un lugar cercano, desde el gallinero del vecino.
Ya conoces nuestra vida monótona. Hasta los periódicos iguales en la forma, en el tamaño, en los títulos, – no los leo ya. De cuando en cuando banderas en los balcones, ceremonias nacionales, desfiles militares 122


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como si les hubieran cuerda; – sólo la caballería conservaba algo improvisado, algo personal – debido a los caballos quizás. Se levantaba una nube de polvo, cerrábamos las ventanas; –y luego tener que ponerte a quitar el polvo de uno en uno a búcaros, cajitas, marcos, estatuillas de porcelana, espejos, aparadores.
No iba ya a los actos. Regresaba mi marido sudoroso, se lanzaba a la comida, chasqueando los labios, y juntamente rumiando viejas, tediosas glorias y rencores apagados. Yo observaba los botones de su chaleco que iban a romperse – había engordado mucho.
Bajo su mentón se encendía y se apagaba una gran mancha pardusca.
Entonces me agarraba mi propio mentón, continuando mi comida con distracción, sintiendo en mi puño los movimientos de mi mandíbula inferior como si estuviese separada de la cabeza y la sujetase desnuda en la palma.
Quizá por eso engordé también yo. No sé. Todos parecían atemorizados – los veía alguna vez detrás de los cristales; – caminaban de lado como si renqueasen, como si ocultasen algo bajo la axila. Por la tarde las campanas tocaban a muerto. Los mendigos llamaban a las puertas. Al fondo la fachada enjalbegada de la Maternidad, al atardecer, parecía más blanca, más distante e incomptensible. Encendíamos pronto las lámparas. Arreglaba algún vestido mío viejo. Después se estropeó la máquina de coser; la trasladaron abajo a los sótanos junto a aquellos oleos viejos, románticos todo típicas representaciones míticas – Anadiomenes, Aetos y Ganimedes.
Se fueron uno a uno nuestros viejos conocidos. Disminuyó también la correspondencia.
Sólo en alguna fiesta, en algún cumpleaños, una breve postal – un paisaje estereotipado del Taigeto con cumbres onduladas, muy azules, un trozo del Eurotas con guijarros blancos y adelfas, o las ruinas de Mistra con higueras salvajes. Pero lo más frecuente de todo 123


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Yannis Ritsos
telegramas de pésame. Y respuestas no llegaban. Quizás en el intervalo se había muerto el destinatario – no sabíamos más.
Mi esposo no viajaba ya. No abría un libro. En sus últimos años se había vuelto muy nervioso. Fumaba sin parar. Por las noches paseaba por el salón grande, con aquellas pantuflas marrones deshilachadas y su largo camisón.. Cada mediodía, en la mesa, volvía con la infidelidad de Clitemestra o la justa actuación de Orestes como si amenazase a alguien. ¿A quién le importaba? No lo escuchaba siquiera. A pesar de todo cuando murió, lo eché mucho en falta, – eché en falta sobre todo aquellas necias amenazas suyas, como si ellas justamente me fijasen un espacio inamovible en el tiempo, como si ellas me impidiesen envejecer.
Soñaba entonces con Ulises, siempre joven también él, con su astuto gorrito triangular, que retrasaba su regreso, el ingenioso, – con qué excusas de peligros imaginarios, mientras se abandonaba (supuestamente náufrago) ora en los brazos de una Circe, ora en los brazos de una Nausica, para que le sacasen las conchas del pecho, para que lo lavasen con pequeños jabones rosados, para que le besasen la cicatriz de la rodilla, para que lo untasen con aceite.
Supongo que llegaría también él a Ítaca – que lo habrá envuelto, supongo, con sus tejidos la desgarbada y gorda Penélope. No he recibido desde entonces mensajes suyos – es posible también que los rompan las esclavas, – ¿para qué sirven ya? Las Simplégadas se han trasladado a otra parte, a un lugar más al interior – las sientes inmóviles, ablandadas – más terribles que antes, – no aplastan, te ahogan en un líquido denso, negro – no se salva nadie.
Puedes irte ahora. Ha anochecido. Tengo sueño, – cerraré los ojos, dormiré, para no ver ni fuera ni dentro, para olvidar 124


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Helena
el miedo del sueño y el miedo del despertar. No puedo. Me sobresalto – tengo miedo de no despertarme más. Permanezco en vela, para escuchar el ronquido de las sirvientas en el salón, las arañas en las paredes, las cucarachas en la cocina, o los muertos que resuellan con profundas inspiraciones, como si durmiesen, como si estuviesen tranquilos.
Pierdo también a mis muertos ahora. Los he perdido. Se acabó.
Algunas veces, pasada la medianoche, se oyen abajo en la calle los rítmicos cascos de los caballos de un carruaje retrasado, como si regresase de una representación fúnebre de un teatro ruinoso, de barrio, con las escayolas del techo caídas, con las paredes arañadas, con un telón inmenso, rojo, descolorido, cerrado, que había encogido por los múltiples lavados, y en el vacío que deja por debajo se distinguen los pies descalzos del gran celador o del electricista que quizá está enrollando un bosque de papeles para apagar las luces.
Aquel resquicio sigue todavía iluminado, mientras en la platea hace rato se han apagado las lámparas y los aplausos. En el aire permanece pesado el respiro del silencio, y el zumbido del silencio bajo los asientos vacíos, entre las cáscaras de las pipas de girasol y las entradas enrolladadas, con botones, un pañuelo de encaje, un trozo de cordel rojo.
... Y aquella escena, sobre las murallas de Troya, – ¿como si hubiera ascendido acaso de verdad dejando que cayera de mis labios–? A veces intento todavía ahora, tumbada aquí en la cama, abrir los brazos, caminar sobre la punta de los pies – caminar en el aire, – la tercera flor –.
(Se calló. Inclinó la cabeza hacia atrás. Quizá se había dormido.
El otro se levantó. No dijo buenas noches. Ya había oscurecido.
Cuando salió al pasillo, se dio cuenta de que las esclavas, pegadas a la pared, escuchaban a escondidas. Ni siquiera se inmutaron.
Bajó la escalera interior como si bajase a un pozo profundo, con 125


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Yannis Ritsos
la sensación de que no encontraría la puerta de salida – ninguna puerta. Sus dedos, crispados, buscaban ya el pomo. Imaginó incluso que sus manos eran dos pájaros que jadeaban por la falta de aire, aunque a la vez sabía que esta imagen no era más que la expresión de autosimpatía que normalmente anteponemos a un miedo indefinido.
De repente, se oyeron voces de arriba. Se encendieron las luces en la escalera, en el pasillo, en las habitaciones. Subió otra vez. Estaba seguro ahora. La mujer sentada en la cama, con el codo apoyado en la mesilla de zinc, con la mejilla en la palma de la mano. Las criadas entraban, salían, armaban ruido. Alguien telefoneaba en el pasillo. Se presentaron también las vecinas. “Ay, ay”, hacían, y escondían algo bajo sus faldas. Y otra vez el teléfono. Subían ya los guardias. Echaron fuera a las esclavas y a las vecinas. Aquellas tuvieron tiempo para agarrar las jaulas con los canarios, algunas macetas con plantas exóticas, un transistor, una estufa eléctrica.
Una se apoderó de un cuadro grande dorado. Pusieron a la muerta en unas andas. El jefe precintó la casa – “hasta que se encuentren los herederos”, dijo, – aunque sabía que no había herederos. La casa permanecería precintada cuarenta días, y después sus bienes – lo que se salvasen –saldrían a subasta en beneficio del estado.
“Al Depósito de cadáveres”, dijo al conductor. El coche cubierto se alejó. De golpe desapareció todo. Silencio absoluto. Él solo. Se volvió y miró. Había salido la luna. Estaban levemente iluminadas las estatuas del jardín – la estatua de ella, sola, junto a los árboles, fuera de la casa precintada. Y una luna tranquila, engañosa. ¿Dónde marcharía ahora?) KARLÓVASI, SAMOS, mayo – agosto de 1970
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FEDRA Versión de Mosjos Morfakidis y Andrés Pociña
Para Yannis Tsarujis . . . . Es natural que los hombres se equivoquen si los dioses lo quieren.
EURÍPIDES, Hipólito (Tarde de primavera, muy tranquila. Un sosiego normal, y sin embargo iluminado algo exageradamente, exageradamente acentuada una vez por la voz de un pájaro, otra por el golpe de un clavo que penetra en la madera o por el golpe de una espátula sobre el mármol –este indefinido y denso silencio como si al poco tiempo fuese a estar completamente preparada una maravillosa, desnuda, triste estatua, como si estuviese colgando sin razón una cuerda en la rama de un árbol, mientras que en la portada de un libro, olvidado desde el mediodía en el banco de un jardín, abombado por el sol, da vueltas sin sentido un insecto redondo con sus alas recogidas debajo de su duro, brillante y negro cascarón. En la habitación grande, orientada al este, encalada, una mujer, quizás de más de cuarenta años, en una mecedora trenzada, se mece ligeramente, apretando en espacios regulares las puntas de sus pies en el suelo. La exactitud del ritmo muestra una austera voluntad que está en peligro. Y los dedos de sus pies, fuera de las sandalias, en absoluta simetría.
Mantiene sus ojos cerrados. Con los brazos cruzados en su pecho, toquetea sus ojales, al principio encima de la tela, luego sobre la carne. Sin embargo el ritmo de su movimiento no cambia. Blancas y finas cortinas en las ventanas. Entre las dos jambas del balcón abiertas, también ellas con cortinas, un gran espejo. Una mesa de mármol. Sofá. Dos butacas. Dos sillas labradas. La luz, a pesar de que se acerca el atardecer, continúa blanca, desparramada –quizás por las cortinas. De pronto, fuera en el patio galopar de caballos, ladridos de perros, una voz juvenil, soberana. A la vez, el espejo, la mesa, las cortinas, los muros, se enrojecen. La mujer se levanta con 127


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Yannis Ritsos
un movimiento brusco, completamente distinto a su ritmo anterior.
Sale al pasillo. Se oye su voz. Quizás pide algo a la Nodriza.
Regresa. La habitación rojísima, ella también rojísima. Toma su primera posición –ahora inmóvil. En seguida entra el joven, cuya voz había distinguido poco antes en el patio. Guapo, sudado, con los largos cabellos de oro revueltos. Sin duda regresa de la caza.
Saluda con respeto, no falto de cierta confusión. La mujer mira sus piernas bien torneadas, enardecidas por el sol, no ennegrecidas, de un blanco rosado, con vello rubio rizado. Corto silencio. Le señala la butaca en frente de ella. La luz de la habitación torna del rojo hacia un dorado violeta. Le mira siempre a las piernas, no a la cara –a la pantorrilla, apretada por las cuerdas de las sandalias, a las uñas brillantes, regulares, con un ligero contorno de polvo que muestra más carnosas las puntas de los dedos. La mujer, con un gesto inexplicablemente provocativo, enciende un cigarro. El joven contiene una mueca. Quizás sea la primera vez que fuma delante de él. Expulsa el humo por la nariz y por la boca. Habla): Te llamé. No sé cómo empezar. Espero que anochezca, que crezcan en el jardín las sombras, que entren en la casa las sombras de los árboles y de las estatuas, que me oculten la cara, las manos, que me oculten las palabras que, todavía sin forma, dudan; –las que no conozco, que temo.
Te llamé, también tú sin prepararte, antes de que tomases aliento, antes de entrar en el baño, con todo el polvo pegado en tu bella cara; (te has puesto rojo; te pegó el sol; –no me has hecho caso, no te pusiste aquel anillo de marzo que te tejí;) y cuántas pelusas de cardos del bosque en tus cabellos.
Mira esto como una bolilla de pluma, –qué ligero; y esto como si fuera una pequeña mandíbula de un animal oculto, –te muerde el bucle justo encima de la ceja; –espera que te lo quito. Se alargaron los días; llegaron antes de tiempo los calores; – lo sientes en las telas, en la madera de los muebles, en tu propia piel 128


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Fedra
como un triste aplazamiento.
El ruido del telar parece fuera de lugar, no cabe en la habitación, sale a la calle – todo mira hacia fuera, se difunde; incluso yo a pesar de que me quedo en casa, a pesar de que mantengo cerrados los ojos para concentrarme – lo siento: no me basto a mí misma; dentro de mis pestañas como si fueran de cristal, veo hacia fuera, te veo claramente en el bosque, veo inclinarse tu cuello cuando bebes agua en la fuente; digo, más bien, que lo de fuera entra en nuestro interior – una aceptación general como el destino – nos llenamos de repente hasta la asfixia; comprendemos el anterior vacío; el vacío ya no es permisible; (¿y dónde encontrar la plenitud? Asfixia). La santidad de la privación – eso decías; – no recuerdo bien; (¿de la privación o de la negación, decías?). Qué palabras sin pensar – la victoria de la voluntad, decías – ¿qué voluntad? ¿Qué victoria? – dura, imperdonable – una montaña oscurísima allá en el atardecer, más oscura que la cama de un ciego.
En la santidad antes del pecado no creo; la llamo inutilidad, la llamo cobardía; – las ofrendas a los dioses: pretextos para evitar la prueba; – invisibles los dioses; no ofrecen muestras de sí; posiblemente busquemos esto; no la propia santidad, – solo una sombra para escondernos. Lo sé: te amas tú solo cuando te encuentras solo ante el espejo; las huellas las vi en tus sábanas, las olí, – a los dioses entonces los olvidamos.
Por cierto ¿cómo ha ido la caza hoy? Nunca pude entender qué cazas. Tú nunca trajiste, como los demás, tus bellos trofeos – ningún pájaro raro con maravilloso plumaje y pico de oro, ningún cuerno de ciervo para poner en las paredes, como tantos y tantos, – 129


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tienen una gracia especial – brotando curvados uno sobre otro como trazado de templo bizantino, como escalera que sube a un tranquilo, pequeño cielo, – he oído decir que es acaso el calendario de su edad. ¿Cierto? Nunca los has traído. Creo que nunca matas ciervos – los animales preferidos por tu Diosa.
Todos hablan de tu puntería. No he visto nada. Los pájaros y los ciervos está bien, pero ni siquiera la piel de un lobo o de un león para extender ante los lechos en invierno cuando con los grandes fríos todo se contrae, y necesitamos la seguridad de cierto poder, sobre todo la hora de despertarnos con los pies todavía templados, blandos del sueño, intentamos sin duda permanecer de nuevo en el tiempo. Sería bonito entonces poder pisar en el pelaje seco de un animal salvaje – muerto por tu mano además – y quizás nos calentaría aquella sensación, tan rara, de un arriesgado jinete que salta una fosa – acaso vencedores también nosotros de una batalla desconocida, erguidos sobre nuestra voluntad indomable, como te gusta decir.
Una vez pensé ponerme la ropa de un criado tuyo o de un palafrenero para ir contigo de caza, para conocerte en tu ambiente, – cómo corres, cómo apuntas, cómo matas, para contemplar tus bellos movimientos independientes, que forman parte de un fin concreto, de una intención, con aquella exactitud y facilidad que trae el ejercicio y la experiencia. Desearía mucho conocerte en una entrega completa, en lo que escapa ya de la disciplina hacia el éxtasis.
Pienso que debes de ser como un bailarín, cuando saltas y te mantienes un poco en el aire retrasando tu bajada, anulando la ley de la gravedad. Como un bailarín, sí, cuando eleva arriba, arriba, en una mano a una bailarina etérea; entonces se nos corta el aliento por si da alas a la bailarina y ella que vuele al lado de una blanquísima nube, sin retorno, o que la despeñe 130


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en un abismo invisible, que siempre existe ciertamente ante nuestros pies, – y quizás por ello los enamorados, por las noches, caminan tan lentamente, con tanto cuidado, cogidos de la cintura, al lado del mar o bajo los árboles.
No te lo oculto: muchas veces soñé esconderme en un arbusto, en el bosque, mover como una bestia las ramas, para que me disparases, para ser tu rara presa; – cuando me cogieras luego en tus brazos para traerme en el carro tendría en mis ojos, digo, dos hojas verdes para que pudieras inclinarte más cerca hacia mi cara.
¿De verdad, qué cazas? ¿Acaso todas tus presas se las ofreces a Artemisa? Mucho me gustaría sin embargo una pluma de color azul oscuro para mi sombrero; – quizás podrías dedicarme algo a mí también. Azul oscuro, sí, como mis ojos, y los tuyos también; – ¿te acuerdas?
fue tu padre el primero en decírnoslo. Me sentí adulada entonces; quizás tú también; – te habías sonrojado; aquella noche fuera en la entrada del patio, con las linternas colgadas en la parra, cuando viniste por vez primera a Atenas para los Misterios de Eleusis – qué días más inolvidables.
Por tanto, una pluma de azul oscuro, para oírla ondear sobre mi frente con murmullos secretos, transmitiéndome mensajes desde el bosque, desde las fuentes, desde las raíces, desde la reunión de los pájaros. Sueños y sueños. Con frecuencia lo pensé: cada pluma esconde un agujero ensangrentado; ¿o más bien cada pluma cava en nuestra carne un agujero ensangrentado? Otras veces creo que las plumas son el florecimiento de nuestro cuerpo; y sólo cuando las despluma el pensamiento, se abre el agujero rojo que ya nunca se cierra.
Por esto te pido una pluma azul; – por supuesto, no vayas a creer que para mis hombros, simplemente para mi sombrero. Puede que tú de vez en cuando 131


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pienses lo mismo. Quizás tú también lo sepas: las cosas más bonitas las decimos normalmente para evitar decir una verdad; y quizás esta verdad silenciada sea la que da la gran belleza e indeterminación a estas extrañas palabras desgastadas – ley eterna de la belleza como suele decirse.
La indefinición siempre atestigua algo profundo y concreto – posiblemente trágico o incluso bestial – un deseo sacrificado, un deseo de la hidra; – se divierte escondiendo en nubes rosas o completamente doradas sus nuevas cabezas; se divierte jugando con un bramante rojo en sus uñas; colocando sus cabezas cortadas en la bandeja dorada adornadas con cintas de colores varios; sacando los clavos de un muro, para colocarlos de punta en la cama, jugando así con nuestra única cabeza, teniendo muchas ella. Y ya, –¿qué vamos a hacer? – este juego nos gusta. A veces, además, lo jugamos para nosotros mismos (como si fuera por iniciativa nuestra) – el mismo hilo rojo, las cabezas en la bandeja con cintas de color, los clavos en la cama.
“Único consuelo (suele decir mi Nodriza) es pensar día y noche en nuestra muerte”. ¿Pero cuándo vendrá? Su seguridad apaciguadora pertenece a nuestro futuro, mientras que el más mínimo instante de nuestro presente, en cualquier exigencia suya es más absoluto que la muerte.
De ninguna manera deberíamos haber venido a Trecén. Aquí todo es tuyo. Los ojos de Piteo acechan en la oscuridad por si arranco un trozo de tu pureza, una pluma azul, diríamos. En Atenas era distinto; – allí el lugar era mío; Y eras torpe entonces; terriblemente retraído 132


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y noble al mismo tiempo. Nunca abriste tú solo el frigorífico para coger dos cerezas, un melocotón, un trocito de chocolate. Y tu acento hasta tenía una contracción, pues te comías muchas vocales como si quisieras decir las palabras a medias, para terminar más rápido y para callar, como si esperases de otro lado la respuesta y no de allí donde mirabas. Me gustaba mucho esta ignorancia y esta espera tuya. Creía que estaba dirigida a mí, – quizás lo estaba. Una noche que te recibí en la escalera, antes de encender todavía las lámparas, tus manos temblaban e inclinaste un momento tu cabeza en mi hombro.
Aquí eres el amo, con tus esclavos, con tus perros, con tus caballos, las estatuas de tus dioses. Tu comodidad me ahoga.
Tampoco yo abro el frigorífico. Cuando pongo la mesa creo que cubro a un muerto con una sábana blanca; que no tengo derecho ni sobre mi muerto ni sobre la sábana.
Esta casa está llena de tu sombra. La casa es cuerpo, – lo toco, me toca, se pega a mí, sobre todo por las noches. Las llamas de las lucernas me lamen los muslos, la cintura; se recrean con pequeños temblores debajo de mi oreja izquierda; me muerden los pezones; su saliva brilla, me quema, me refresca, me señala.
Ya no tengo donde esconderme. Cierro los ojos con fuerza y brillo entera y me veo lisa, deslizante, inmóvil.
La casa es un cuerpo; es tu cuerpo y el mío. Intento andar y las sábanas se arrastran tras mis pies como después del acto; intento poner un vaso, un plato en la mesa; – en mis dedos cuelga aquella conocida cadena con tu crucecita (esta que dicen que te regaló la Diosa), esta que colgaba en tu pecho, que se empañaba en tu piel; (sí, yo te la he robado).
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Recuerdo tu sorpresa infantil cuando la perdiste, tu sentimiento de culpa, tu ira – cómo chispeaban tus ojos, cómo te teñía las mejillas la sangre, – veía la sangre correr bajo tu blanca piel, subir de tus piernas al pecho, tropezar en las rodillas, correr a la inversa hacia el vientre y los muslos, los brazos, la huella del cuello, abultarse y enrojecer tus pezones y tus labios – como si todo tu cuerpo estuviera en erección; – una mancha roja ha quedado todavía en tu mandíbula.
Contigo buscaba también la vieja Nodriza, y también yo intentaba encontrarla.
Pusimos patas arriba las habitaciones, el patio, la cocina, el establo. Te miraba arrodillado buscando bajo las mesas, bajo las camas, allí, delante de mis pies, entregado, mirando yo las líneas de tu cuerpo, los cambios de tus formas en cada movimiento. Me arrodillaba también yo, así, a tu lado, ambos a cuatro patas, gateando como bebés torpemente, con éxtasis ante una empresa desconocida, esperada, o como animales primitivos que buscan su comida en un traicionero matorral, salvajes por el hambre, en una segunda hambre más fuerte, – yo la experta, la sufrida, y tú el ignorante, el soberbio, el ridículamente inocente, adorablemente inocente.
Otras veces caído al suelo, boca abajo, buscabas debajo de los armarios, profundo, inquieto, penetrante como si hicieses el amor.
Y era yo el suelo sobre el que te echabas, y te sentía dentro de mí mientras, a la vez, de pie, observaba cada movimiento tuyo inscribiéndolo en mi tacto y en mi gusto. No encontramos, claro, la cadena – que llevo por las noches en mi cama cuando no está Teseo, 134


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que aprieto en mi pecho.
¿No ves sus huellas, eslabón a eslabón, grabadas en mi piel? – y un pequeño Crucifijo, cavado entre mis pechos, – creo que, si lo besaras, resucitaría de verdad; a pesar de que lo tengo bien aprendido: la resurrección no es sino un acto solitario de rechazo, y no un acto de unión.
Pues, como te decía esta cadena robada cuelga de mis dedos cuando pongo los platos en la mesa; pega en los cuchillos, en los tenedores con sonidos pequeños, traicioneros; a veces se mete en un vaso con vino – se moja entera la cruz y el Crucificado; retiro mi mano; gotas rojas manchan el mantel; pongo las rebanadas de pan sobre ellas – gotas rojas también sobre el pan. Y no sé hacia dónde mirar.
Las caras, las manos, los pelos, el espejo, los muros manchadísimos de sangre.
Afortunadamente la sangre es invisible; me tranquilizo; nadie lo ve; tampoco ven la cadena; siguen comiendo (y quizás, por una desconocida razón incluso con más hambre). En cuanto a aquellas gotas rojas – éstas no dejan señales en mí, no crean manchas en mi piel; porque yo estoy toda roja de sangre, por dentro y por fuera, de la sangre invisible – mi púrpura secreta. Me amargo sólo (y quizás también me alegro) de que ni siquiera tú me ves – a pesar de que te lo confesé – con este orgulloso, glorioso, universal vestido mío de púrpura. Pero digo que aunque pudieras verme así creerías que estoy teñida entera de rojo, rojísima, para algún rito pagano.
Oh, claro, cada uno ve con sus propios ojos; 135


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incluso yo. Pero lo peor de todo: ni siquiera la más profunda comprensión de nuestra diferencia facilita las cosas; no suprime nuestras diferencias y nuestras diferentes exigencias.
No; quejas no tengo de ti o de mi destino. A veces incluso el conocimiento solo de cualquier desgracia nuestra puede mantenernos por encima de la desgracia, en un lugar profundo y elevado; – un viento tranquilo sopla allí arriba, mis cabellos baten en mis hombros ligeramente como dos palmas amistosas, como dos alas, transparentes, calmantes, aprobadoras.
A mi alrededor se expande lo entrañable de un intemporal cielo estrellado, – nuestra entraña para todo el mundo y para nosotros mismos naturalmente. Entonces no necesito para nada volar, allí, en la altura del sueño y de mi voluntad final, sola conmigo misma, libre de mí, separada de mis cosas distintas, unida con el mundo. Y las cuerdas que me ataban las manos, los pies, el cuello, cortadas, ahora plumas también, – las oigo ondear y sus extremidades tocar blandamente el cielo y la tierra – Recuerdo un blanquísimo caballo salvaje, atado de una pata a un árbol. Cómo se agitaba, cómo espumaba su cola, su crin; cómo ondeaban los músculos en todo su cuerpo debajo de su brillante pelaje blanco. Me parecía que se iba a cortar la pata desde la raíz; y, ya sólo con tres patas, galoparía cojeando orgulloso hacia lo desconocido; (quizás ninguna libertad se gana sin algún sacrificio nuestro). Y de verdad, rompió la cuerda y no su pata; y mientras esperaba admirada el rayo de su fuga, aquél 136


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dio cinco grandes pasos lentos y se paró mirando seria y tristemente su cuerda cortada. Yo no me sentía así.
Pero quizás me sintiera. No lo sé. Miraba desde allí arriba encenderse abajo los faroles de uno en uno, (pasaría el farolero con la escalera en su hombro). Poco a poco reconocía las tristes, cerradas calles que dan vueltas alrededor de sí, las que recorrí yo también (y por esto tristes) y me afligía haberlas dejado. Susurraba en mi interior sus nombres – calle Akadimías, Panepistimíu, Stadíu, calle Eolu.
Las lámparas se encendían en las casas, se iluminaban las puertas, las ventanas – la ciudad estrellada, un cielo terrenal.
Distinguía también nuestra casa – la escalera de mármol iluminada por los dos faroles de las estatuas desnudas. Esta ventana – murmuraba – es mía, esta de Teseo; – yo no estoy allí dentro, yo no estoy allí dentro – volvía a decir; me he ido, me he escapado de lo cerrado y de lo mortal. Me imaginaba vuestra mirada; me imaginaba quizás vuestra tristeza; (sí, sí, os entristeceréis también vosotros); mis prendas bonitas vacías, colgadas en el armario o tiradas en las sillas o en la cama; mis sandalias debajo de la cama; en una yace una mariposa nocturna muerta; – no me las volveré a poner.
Y justo en el momento en que sentía dilatarse mis costados libres en el respiro más hondo, un nudo me oprimía; – este pequeño Crucifijo cavado en mi pecho, y el saber que r e g r e s a r é ; y estaba ya a l l í d e n t r o , a q u í d e n t r o en mi lugar debajo de la lámpara, en la mesa, mirando detrás de los vasos, encima de vuestros hombros y de vuestra mirada indiferente fuera de la ventana lejana, hacia la noche transparente de donde me había fugado por poco tiempo, de donde había regresado más triste, envejecida y como humillada 137


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en un orgullo iracundo, para contar, para examinar con vuestras medidas mis movimientos – para cortar muy cuidadosamente el pan con el cuchillo grande sin rayar el mantel o la madera, sin arañar tu dedo meñique ni el mío.
Dios mío, no aguanto este fingimiento. Siento que cada gesto mío deja en el techo, en el suelo, en la pared o sobre los muebles una enorme sombra; la sombra se multiplica, se extiende, se agranda de un momento a otro, reflejando todos mis movimientos secretos, interiores.
Ya no sé dónde viviré, así de asediada por mis sombras, más clara ahora, de pie me parece en medio del mundo, traicionada, mirada, blanco de los esclavos, de los perros, del amo, tuyo, observando yo las continuas mutaciones de mis sombras; – más bien se parecen a animales – un león desgarra con sus uñas la manta roja; un tigre muerde el terciopelo del sofá; un delfín salta en el espejo con un arpón en su lomo; una cierva arrastra con sus cuernos la cortina como un velo nupcial cubriendo entero el campo, las fuentes, los viñedos y los pies rojos de los vendimiadores; un búfalo lleva la mesa del comedor al jardín; un vaso se cae, los dos sirvientes se miran; llevo una tijera intento cortar del tejido un manto, – comprendo por el ruido que corto el pelo de una sombra mía. En la esquina de la calle el vendedor de cestas se vuelve y mira.
Todo el día espero la noche por si mis sombras se funden con la oscuridad para poder ocupar menos espacio, para encerrarme en mi núcleo, para ser como un grano de trigo en la tierra. No lo consigo.
Mis sombras no son absorbidas por la oscuridad; por el contrario dominan la noche entera. Y entonces 138


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me dilato yo también con ellas, asombrada, muda, hundida, con toda mi superficie agitada por el espesor de la profundidad, mientras desnudo mi deseo, brillante, blanquísimo, flota sobre la oscuridad como una mujer ahogada con la tripa hinchada, la vulva inflamada – una mujer con los ojos cerrados, iluminada por la luna – no ahogada, simplemente flotando boca arriba – una mujer embarazada.
Y aquí estoy, esperando de nuevo ansiosamente el día, que canten los gallos en las tapias, que se oigan en la calle los pasos del afilador, del alfarero, del verdulero ambulante, del pescadero, los ruidos de los martillos en las marmolerías o en las carpinterías, que se distingan de una en una sombras para compartir mis sombras, para no estar sola a solas.
No aguanto estas noches de primavera. Los vapores suben de la tierra, se condensan, te aprietan blandamente, carne con carne. Un terror recorre el aire. Pasa de una habitación a otra, entra en la tercera habitación, la rosada, allí donde duermes. Los cascos de los caballos piafan en el establo al aire libre; – quizás también aquel caballo blanquísimo que te decía – ahora cojo (no distingo un cuarto golpe) – qué palabras calladas se oyen, qué gritos retenidos, sonidos de flautas, guitarras, estrellas. Un solo remo en el agua – el que me cava en espacios regulares, como el espasmo del placer y más allá hasta el nuevo espasmo y otro más – inagotable.
Y las sábanas humedecidas por aguas templadas, esperma y sudor, y las prendas, la ropa interior, tirada en el suelo y las otras dentro de los baúles o en los armarios goteando retorcidas, goteando 139


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pequeñas gotas que en seguida se solidifican, se cristalizan, estalactitas, estalagmitas en profundas grutas dentro de nosotros – curiosos bosques de cristal, estatuas vítreas de pájaros, de hombres, de árboles, de animales, conjuntos eróticos de cristal en una subterránea humedad febril.
Alguna vez pasa arrastrándose de allí dentro un lagarto verde con ojos agrandados de repente – ojos verdísimos que dejan un verde resplandor en los cristales blancuzcos en los espejos verticales, opacos, estrechos y alargados. El lagarto observa con éxtasis indeciso, con una prevención suspicaz, y permanece inmóvil, petrificado, perdiendo su color verde. Otras veces un insecto negro, redondo, asoma inesperadamente por algún lado con sus alas recogidas bajo su duro cascarón; toquetea con mil pies delgados la superficie deslizante; no avanza; se para allí – un ojo negro no de ciego, – un ojo sacado, cortado de sus nervios propios; – un ojo curvo, que lo ve todo.
Se para, mira, rechaza – un nudo como el del cuello, que te impide hablar, que te impide ver, – algo así como un paro cardíaco; – y es el fin que ve el fin.
Oh, miedo y deleite del fin, – que todo termine tú y yo y nuestra diferencia. Qué tontos sentimientos, Dios mío, tan abultados, – que ni siquiera nos dejan un mínimo espacio libre para nosotros, para dar un paso aunque sea hacia nuestra muerte. Qué tonta historia, extraña, extraña.
¿Qué culpa tenemos, en verdad, de todo esto? ¿Quién lo quiso así?
En cualquier caso, nosotros no. Insoportables, Dios mío, las noches y los días. Por la mañana, nada más despertarnos (más cansados que antes de dormir) nuestro primer gesto, antes incluso de lavarnos, antes de tomar nuestro café, es extender la mano para coger de la mesita de noche nuestra seca máscara 140


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y pegarla como culpables en nuestra cara unas veces con cola de harina o con cola de pescado, y otras con aquel pegamento viscoso con el que pegan las pieles los zapateros. Y todo el día sintiendo la cola secarse, despegarse trozo a trozo de tu piel; que no te llega directamente la luz, el aire, el agua, una mano o tu propia mano; y encima con miedo a que se despegue toda la máscara por una contracción involuntaria de la sonrisa; que no caiga en tu plato de pollo estofado, justo en el momento en el que dices “no tengo nada de hambre”; que no parezca por completo desnuda tu hambre salvaje, el hambre insaciable.
Siempre sentimos que la máscara se despega no tanto por fuera como por dentro como una dentadura de oro en nuestra boca – y siempre tememos que se nos caiga esta dentadura que no nos deja gritar o reír, manteniendo nuestra expresión normal y correcta. Bendita sea; – ¿qué podemos decir?
Ya se hizo de noche. Oscureció. No veo tu figura. Mejor. No veo tu máscara (porque tú también llevas una máscara; – llámala santidad, llámala pureza – pero máscara). Mejor así. Adivino en la sombra tu indignación. Oh, bello insensato, – recuérdalo: los que han sufrido mucho, saben vengarse, aunque conocen su propia irresponsabilidad y la de los demás.
Qué amargamente anochece.
Salieron las estrellas. Pinchan como espinas. No son aquella ternura del cielo estrellado intemporal, – la he olvidado.
Puede que también aquella fuese una máscara – más ancha, claro está, de dorado sepulcral, cambiando el fuego de nuestra sangre en un dudoso frescor, – ¿cuánto durará?
Al poco oímos de nuevo nuestra sangre más fogosa, más roja subir y enrojecer no sólo la cara sino también la máscara abriendo agujeros en el metal, hasta que 141


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nuestra cara ensangrentada salga de la máscara, para cubrirla entera – cara sufrida con la extrema soberbia del indefenso, con la audacia de existir durante un momento sobre su máscara, aunque sea el último momento antes de su muerte o incluso después de su muerte.
Con frecuencia he distinguido caras de muertos, despellejadas, ya no sangrientas, sino palidísimas, pecaminosas, y ya indiferentes, sentadas sobre su gélida máscara de oro.
Éstas que habían sido muy martirizadas y habían mentido mucho (para evitar quizás confesar sus tormentos), éstas son las caras de los Santos, creo.
Ah, no creas que quiero entrar yo también en su coro y que por eso los encomio. No, no. Yo confesé. La mentira santa y humilde no la retuve. La máscara la rompí y la tiré a tus pies; no la agujereé, no la sobrecubrí con mi cara. Sin embargo incluso ahora quisiera volver a decírtelo: en la santidad antes del pecado no creo.
No creo nada. No entiendo nada. Todos estamos solos, todos somos proscritos, con el sello rojo en la frente o en la espalda.
Oigo desde lejos mis pasos en calles tortuosas con viejas farolas oxidadas, con puertas descascarilladas, con pozos cegados. Las hojas de las ventanas se inclinan en el hombro del destino. Una culebra en la calle. Dos gatos enfermos.
Un letrero a punto de caer – sus clavos en el aire – una imagen despintada sobre ella: un pan y a su alrededor una cadena; desde lejos parece una gruesa cabeza calva coronada de laurel. Alguien sube la escalera del campanario; – no dobla la campana.
Hay también una vieja de mil años – teje un enorme calcetín negro.
El calcetín cuelga de la ventana de la torre hasta las rodillas de la vieja. Me suena de algo 142


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este calcetín, esta vieja, – ¿no seré yo? – Y cuidado que no se te suelte algún punto; – mientras que por la parte de arriba del barrio se oye el sonido de una flauta – la misma frase desconocida; y de pronto se apaga; y la conoces.
Alguien gesticula abajo en el sótano – la sombra de su mano cae sobre su cuerpo como mano cortada. Otro enciende una cerilla, mira su reloj – el reloj no tiene agujas.
Alguien golpea el pomo del jardín. El jardinero está muerto. Su perro se desliza bajo los árboles. Un florero cae en el pasillo oscuro – y el movimiento para cogerlo es tardío; y el sentido de esta tardanza disperso el aire. Después un olor de tibio esperma en toda la noche. No entiendo nada.
Y este nuestro intento tonto de entrar en un agujero de la pared, un agujero minúsculo de un clavo caído; – y manteniendo el clavo siempre en nuestros dientes con aquel sabor particular del óxido, del revoque y del tiempo. ¿Qué entender, pues? ¿Qué decir?
Quizás lo hayas visto tú también un atardecer, tarde, hacia la noche, a aquel con la maleta vacía, que simula estar cojo, (y quizás lo sea) a aquel que cada poco se para por el peso del vacío – deja su maleta en la acera o en la escalera, se seca el sudor con el dorso de la mano, y de nuevo levanta su maleta, oyendo en su interior el golpe de dos bolas de cristal (una amarilla, la otra azul) Que ruedan y se golpean.
Este ruido se oye de forma tan sencilla y convincente que parece fácil que seas o te conviertas en muerto. Por una puerta, completamente conocida, sales de repente a una terraza desconocida sobre altísimos árboles, tejados, chimeneas, sobre anchas ventanas; – por sus cristales luminosos pasan las sombras de los que bailan en la casa ajena mientras se oye una música ajena por el otro lado, deshabitado, donde se oscurecen las montañas y se va el carro con los dos asesinos exactamente debajo de la estrella más solitaria.
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Entonces yo también hago mía de buen grado mi propia muerte; me alejo, observo en una sala de cristal sin temperatura los movimientos cómicos y las muecas de los asustados, de los desesperados o iracundos, los de Teseo, los tuyos, los de los esclavos; – sí, cómicos, porque ningún ruido, ninguna voz oigo, excepto únicamente estas dos bolas de cristal en la maleta de tela vacía. Todo queda completamente separado de la atmósfera y de cualquier razón, dividido, solo, sin orden, sin consecuencia, sin continuación, sin relación.
Bella muerte. El silencio que mira y oye al silencio. Me divierto un poco.
Observo sin ser observada. Disfruto mi propia ausencia.
No necesito ya la máscara, ya que nadie me ve.
Me inmovilizo en mi libertad para moverme. Me veo sola muerta junto al mar, – justo junto al mar. Hasta que sospecho que no estoy muerta. Sospecho mi artimaña. Sé que la muerte segura ni observa ni juzga.
La muerte perfecta, la tranquila, la extrema es ciega, sorda, y muda, como lo blanquísimo. Lo sé.
Entonces me pincho con el broche de mi pecho la punta de mi índice izquierdo, chupo mi propia sangre en una postura deliberada de bebé consciente para no gritar, para no llorar, para no querer, así encerrada, encogida, con los ojos apretados, en mi cuerpo asfixiante de un autoplacer mortuorio. Y anochece más profundamente dentro, más adentro.
La noche se extiende como un suicidio total; entrega los cuerpos desnudos a un inmenso mortuorio de mármol. Los muertos ya no se preocupan por esconderse; – uno con el tumefacto pene podrido; otro con una verruga en la nariz; las dos mujeres con gruesas barrigas flácidas, con pechos colgando; un joven con los testículos cortados; una serie de viejos calvos, hechos una pasa, con bocas abiertas, desdentadas en gesto de avaricia; y por encima una gran luna humeante como una patata cocida 144


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recién pelada por las manos huesudas llenas de nudos de la última vieja. Ah, esta insaciable hambre fea incluso ante nuestra muerte.
Por qué te quedaste así como petrificado en posición de desaprobación y quizás con una expresión de rechazo y de una pureza manchada.
Vete ahora a lavar el sudor y el polvo de tus brillantes, solitarias cazas. La lámpara no la enciendo. Vete. Oh, sí, también esta noche, como siempre, desearía mucho llevarte yo al baño, para lavarte con mis propias manos – para que te conozcan mis manos. Tu cuerpo lo conozco bien, como una poesía de memoria que constantemente olvido, – la cosa más desconocida del mundo la más variable e inconcebible es el cuerpo humano – ¿quién puede aprenderlo?
Incluso las estatuas, a pesar de ser inmóviles, a pesar de ser tantas y tantas veces vistas y tocadas, te parece que son también ellas fluidas, móviles; – se te escapan. Cuando cierras los ojos no te es posible evocarlas con exactitud, reconstruirlas. La Nodriza miles de veces, con todo detalle me ha descrito tu cuerpo. Con frecuencia distraída, te dibujo desnudo en la parte de atrás de mis cajetillas de tabaco. Luego lleno el dibujo con pequeñas margaritas, para esconderte, y es como si cubriese a un muerto bello con flores.
Oh, en verdad, ¿qué esconder primero? – ¿el dibujo? ¿las manos? ¿la boca? ¿los ojos? Siempre el mismo deseo, el mismo pecado irrealizado; – el revés del juego: la misma cuerda, las mismas cabezas cortadas en la bandeja, los mismo clavos, y el negro paraguas sobre la escalera desde donde se precipitaron los cinco niños. Fuera en la calle los ciudadanos se amontonan, gritan, corren, llevan banderas, los soldados salen por las esquinas, abren fuego. Y yo en la ventana veo el río rojo junto a la acera y estoy muy amargada no tanto por los muertos como por aquel paraguas sobre la escalera por aquellos cinco niños, los míos, 145


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niños imaginarios, más míos que los que he parido. ¿Acaso el destino de la mujer es parir? ¿O quizás su destino involuntario es el amor? – el martirio y la gloria del hombre. Puedes irte.
Escucha, abajo en el lago las ranas – se han vuelto locas; algo sabrán también ellas.
Quizás un día lo sabrás tú también (¿qué importancia tendrá entonces?) – nuestro dolor, incluso el más mínimo, nos atormenta mucho más que el dolor de todo el mundo. Además ¿qué dolor es pequeño? No lo has aprendido.
Así pues te lo enseñaré yo – aunque lo llamen injusticia. La injusticia de un hombre hacia otro se combate, y alguna vez se vence.
Pero la injusticia de la naturaleza – ¿qué decir? – incompatible, sin sentido y sin razón – (¿por qué injusticia?). La única injusticia es la propia vida. Y la muerte la única justicia definitiva, aunque llegada siempre tarde. Quizás también esto sea una artimaña nuestra, una falsa palabra de consuelo – el último consuelo para el que ya no lo necesita.
Vete, pues. ¿Por qué te me quedas ahí petrificado? Entra en tu baño, entra a lavarte de mis palabras impías, de mis ojos impíos, de mis ojos rojos, enfangados.
Quizás ahí dentro te quites por un poco también tú la máscara, tu armadura de cristal, tu gélida santidad, tu cobardía asesina. Vete, te digo. No aguanto la insolencia de tu silencio. La venganza la tengo preparada. Verás.
Lástima – no podrás recordarla por mucho tiempo. ¿Qué les ha pasado esta noche a las ranas?
voces, voces, voces, – ¿qué intentan decir? ¿a quién? ¿Qué intentan esconder?
¿qué embriaguez? ¿qué dolor? ¿qué verdad? Qué noche más bella, incorruptible – incorruptible, incorruptible, incorruptible – qué noche más bella – (Se levanta la primera. Se dirige hacia la puerta central, la 146


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abre, desaparece. La oscuridad no permite distinguir la expresión de su movimiento, de su cara. El joven se va hacia la izquierda – posiblemente hacia el baño. La sala totalmente vacía, muda. De pronto se inunda de sonidos de agua que se hacen más fuertes constantemente como si alguien, al lado, allí cerca, tomase el baño purificador. Este sonido subraya el silencio de la puerta del medio que se ha quedado abierta. Al poco tiempo se oye, como si fuera dentro de la misma sala, el loco croar de las ranas – algo blando, viscoso, sensual, doloroso y repulsivo a la vez. De nuevo silencio.
Sólo el sonido de la caída del agua, algo menos intenso. Poco después, fuera en el patio, ruido de ruedas de un carro y de patas de caballos. Por la derecha, entra un hombre. Estatura imponente, oscura. ¿Hay alguien? Enciende una cerilla. Se ilumina la barba densa, corta, rizada. Enciende la lámpara. Se acerca a la puerta del medio. Se ilumina el interior. En la viga del techo, la ahorcada.
Una gran hoja de papel en su cinturón. Lo coge. Lee: “Tu hijo, el hijo de Antíope, intentó violarme”. Grito. No lamento. Maldición.
La terrible orden. Se reúnen esclavos, cocheros, la vieja Nodriza, sirvientas. El joven sale del baño, desnudo, goteando entero, con la toalla atada a su cintura. Oye silenciosamente su condena. Se arrodilla. Fuera, en el patio, los faros de dos coches – del que acaba de llegar y del otro fulminantemente preparado para el exilio – proyectan cruzadas las sombras de las dos estatuas, la de Afrodita y la de Artemisa, sobre el cuerpo de la ahorcada).
ATENAS, KARLÓVASI, ATENAS, Abril, 1974 – Julio, 1975
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CUANDO LLEGA EL EXTRANJERO Versión de Maila García Amorós
Αl quedarnos encerrados en la gran sala de espejos cubiertos llegó Él, el extranjero, sin que nadie lo hubiera llamado, ¿qué buscaba?
Nosotros no queríamos ver, ni oír, ni reconocerlo.
Sus ropas polvorientas inspiraban lástima –nosotros no pedíamos misericordia– sus zapatos desgastados exigían simpatía– nosotros no teníamos nada que dar.
Extranjero, no lo habíamos llamado, no compartía nuestra pena, vino a compadecernos; tras sus barbas polvorientas titilaban las estrellas de una sonrisa con esa presunción que da la indulgencia, con la corroboración de su antiguo pesar, como si dijera: “También esto pasará” como las bandas bordadas de las paredes de las casas viejas que juntan la sabiduría doméstica con cientos de sedosas flores mal conjuntadas, rosas, claveles, pensamientos (violetas no) y como los cordeles en derredor, ésos bordados en amarillo. ¿Qué quería?
Y aunque tengamos, nada queremos dar. Que nos dejen de una vez con nuestro venerable y respetable duelo, con nuestra muerte, con nuestro orgullo de no amedrentarnos ante la sombra de las cosas; que nos dejen apurar nuestro arrodillamiento, mientras escuchamos la consoladora termita en los rincones del silencio.
“Que se vaya” dijimos extranjero, astuto, nadie lo había llamado, simulaba ser pobre para que creyéramos en nuestra riqueza, para no humillarnos, para chantajearnos con su orfandad, con su bajeza, hasta nos mostraba su costado desnudo, su ancho pecho, para volver a arrancarnos una sonrisa, un nuevo testimonio de vida.
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Yannis Ritsos
Tintineaba sobre nosotros su mirada cual infantil sonajero para desviar nuestra atención a otro sitio; volvió del revés los bolsillos de su pantalón y de su chaqueta para mostrarnos cuán vacíos estaban, para convencernos y de su bolsillo caían tan solo unas pelusas, unos hilillos blandos de tabaco como si estuviera nevando en un pequeño paisaje gris de medio metro y eran sus bolsillos vueltos y vacíos como las orejas de los animales dóciles que escuchan más allá del silencio, o como las pequeñas escaleras de madera de un palomar donde huele a cal, a heces y a plumas calientes.
Era el principio de una pequeña ternura que no sorprende, que no desplaza; era un olvido comedido, para que nos confiáramos para que extendiéramos nuestro recuerdo a lo lejos y a lo alto.
¿De dónde venía este extranjero? ¿Qué buscaba? ¿Desde dónde lo traía su camino, desde el ayer o desde el mañana? En sus sucios cabellos había cenizas y gotas de rocío, se veía que había viajado en medio de la noche, tal vez había pasado por el fuego, bajo las brasas. En su voz reconocíamos el chirriar de la puerta al abrirse cuando nos traen algo caliente, cuando los talleres de los carpinteros del barrio nos alisan grandes tablas para nuevos edificios, cuando a la sombra de los toldos, en las tardes de verano se reúnen maestros, artesanos, menestrales y recaderos a conversar sobre el jornal, simplificando el tiempo, redondeando la vida tan sólo en dos hemisferios corrientes, uno luminoso y el otro oscuro; y después en el silencio diminuto que mediaba se oía la postrera hoja del año pasado desprenderse del árbol y caer sobre sus rodillas con un estruendo aterrador e insólito mientras ellos continuaban su honesta conversación sobre el pan y la sal y el extranjero continuaba solo su camino.
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Cuando llega el extranjero
Tras la ventana resplandecía la pared de enfrente blanquísima al sol oblicuo; atraía la mirada; atraía el oído no oíamos nuestro propio llanto. Aquello que perdimos y perdemos –decía– aquello que viene, sobre todo aquello que construimos es nuestro, podemos darlo –así decía– sin haberlo llamado, extranjero, inaceptable y eran sus palabras como una hilera de cántaros en ventanas isleñas, fuertes y generosos cántaros sudados que evocan el agua fresca en los labios jóvenes y así nos neguemos el agua y la sed –recordaba– o las macetas de albahaca y geranios cuando anochece y regresan los animales del pastoreo y el tiempo es suave e infinito, interrumpido solo por los cencerros de las cabras distintos metales, sonidos distintos, distinta distancia, que corrobora la inmensidad en todas sus direcciones delante o detrás, al lado de uno o de otro, arriba o abajo.
El instante no era ya un cierre, sino el centro de una extensión con un contorno infinito, más allá de los montes y del horizonte, tras el ayer y el mañana, más allá del tiempo, en todo el tiempo el muerto y el no nacido, sobre el humo de los ceniceros vespertinos que olía a humildad, resignación y mesura, más allá, sobre los candiles que se alumbraban antes que las estrellas sobre las estrellas que se alumbraban antes que nuestra atención y nuestro conocimiento.
Felices las estrellas, serenas, propicias, sin un solo presentimiento de muerte, sin muerte alguna. Y seguimos siendo –decía– esos niños que fuimos, pero ya libres de las estrecheces de nuestros primeros años, de la acritud de las estrecheces, de la impaciencia del aumento, de la confusión de los mayores.
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Yannis Ritsos
Los niños lloraban solos entre los arbustos y nadie los tomaba en serio, porque sus rostros estaban teñidos de mora y zarzamora y su pena era roja y graciosa.
Seguimos siéndolo, los conservamos ahora en una ancha luz, junto con el campo infinito, junto con las espigas y las amapolas, junto con las vides, junto con el lagar y las piernas de los pisadores teñidas de mosto hasta las rodillas, cuando los hombres con calzones rasgados y rasgadas camisas se insultaban sin motivo y sin enfado –grandes blasfemias de pechos desnudos, velludas blasfemias, cuya estúpida virilidad y deseo rehuían las muchachas escondidas tras los enormes racimos de uva, tras las anchas hojas de parra y eran los oídos de las muchachas tupidos y rosas, como los horizontes al despuntar el alba.
Basta con romper el asedio del momento, decía. –Dinos cómo– No respondió.
Basta con recordar cuando cortábamos las cañas de la ribera y hacíamos lanzas, que arrojábamos sobre las altas casas señoriales, poniendo a prueba la fuerza de nuestros brazos, de la madera, del hierro, de la piedra, el viento, multiplicando la fuerza de nuestros brazos como ni sospecháramos, aprendiendo a guiar, no sólo lo firme, sino también lo ligero.
El campo se repartía en círculos de soledad junto a las adelfas, las mimbres, los zarzales los pájaros aprendían sus nombres por vez primera, al igual que los árboles y las cosas, el cuchillo que corta la caña, la pequeña armónica en tu bolsillo, el cepo, la varilla, la flauta, el paso del cordero, el relinche del caballo, el sonido del río que era como otro relinche cadencioso de un caballo rutilante a lo largo del bosque de laureles 152


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Cuando llega el extranjero
los variopintos colores y aromas de las flores, la lana, el algodón, el lino, la seda la caza de los apicultores entre los álamos al amanecer, el coloreado cielo de cometas, el tensar y el destensar de la cuerda, esa ligera y brillante curva de la cuerda cual profundo suspiro para tensar de nuevo el pecho con una respiración inmensa.
Más tarde se unirían por dentro, solos, como las firmes hojas en las ramas del árbol, uniendo tierra, luz y aire. Porque todas las voces tenían muchos rivales entre los dos montes, el de San Elías y el de San Saranto, aunque fuera el campo infinito, como la inmortalidad. Cuando recordemos– dijo– no habrá pasado el tiempo en el lugar que recordemos. Las chumberas no sólo tienen forma y color, conforman un mundo de semillas y sentidos en su puño verde y peludo, nos recuerdan nuestras demoras, nos recuerdan un “luego” como continuación de nuestro descuido, como una esperanza de recomposición de todo el campo cuando al alba se sacude la alondra en las alturas y su sueño recto y helicoidal hace girar la tierra como una peonza en nuestra palma abierta.
Entonces olía el rico orégano, el heno, las rosas silvestres; los arrieros daban de beber a los caballos en la fuente, bajo los plátanos, los caballos cortaban sus crines al mediodía y se perdían cabalgando en el firmamento, el cacarear de la gallina era un triunfo en un Aqueronte dorado.
Así pues, no es ausencia el abrir la ventana o el hoyo delante del cielo. No es ausencia el cabalgar del caballo, el cambiar las flores marchitas del jarrón por flores frescas con agua fresca, el lavar el jarrón y los gestos que se suceden unos a otros. ¿Dónde está el pecado?
De algún modo, todo fluye en círculo, todo vuelve y en un nivel superior, volvemos a encontrarlo.
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Yannis Ritsos
Las vigas de la casa con sus hogazas dobles, las granadas, los membrillos se quedan como columnas horizontales en el templo de un conocimiento simple, columnas inclinadas en posición de reposo, de amistad, de cópula, de sueño.
Entonces los niños se negaban a dormir al mediodía no fueran a cerrarse sus ojos por un instante al milagro del sol, no fuera el atardecer a encontrarlos adormecidos. Probaban el tacto y el sabor de los efímero, ¿Qué efímero? Corrían descalzos sobre las espinas de la eternidad, descalzos –no por si los oían los mayores– sino tan sólo para sentir en sus talones el cálido vientre de la tierra. Los niños se detenían azorados miraban por un instante su animada imagen en el río orinaban en el río sintiendo la frescura del sonido sobre sus piernas, calientes por la carrera a la hora en que las chicharras y los gitanos revolucionaban los barrios a medio día. Al anochecer, calmados ya los ríos, las vacas rumiaban la historia del mundo, los indómitos caballos regresaban solos al establo, los niños volvían a sus casas, las sandías crujían por la escarcha de la noche, la hierbabuena desprendía su aroma como oreada por el paso apresurado de la ancha falda de una mujer culpable. Entonces se oían a lo lejos los órganos de la feria del pueblo de al lado, San Demetrio y más allá, en Tálanta, y el redondo bullicio de mañana se hacía más denso en las campanas; se oían también los ladridos de los perros en los campos, el lejano paso del guarda, las golondrinas que se sacudían en su sueño en sus templadas madrigueras, las conversaciones secretas que regulaban la distribución de agua en los melonares, el golpe de la azada en el blando y húmedo suelo y sobre todo, 154


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Cuando llega el extranjero
las estrellas que tomaban aliento y suspiraban serenas diciéndose una a la otra y a nosotros “¡Qué hermosa es la creación!” Así tallamos los primeros agujeros en el junco, así aprendimos a pasear nuestros dedos por el junco mientras repetíamos los sollozos de los astros.
El guardabosques descendía entre el claro de luna con su escopeta como si sostuviera sobre el hombro un pequeño manantial de agua de plata y el cartero ponía su bolso de piel como almohada bajo los árboles y se dormía en el regazo del mundo, mientras el croar de las ranas en vano arrojaba piedras sobre la diáfana distancia.
Las paredes, los toldos, los pretiles, humeaban cálidos en la humedad de la noche porque aquí apoyaron sus anchas espaldas los sofocantes meses griegos y sobre las faldas de la montaña bramaba el pequeño cementerio con sus cruces de madera porque había crecido la hierba, las flores silvestres y las ortigas y refulgía entero como un lago inclinado en medio de la noche. A la sombra del toldo reposaban a medio día los muchachos mientras comían las sandías robadas. Ahora el cementerio resplandecía tranquilo y serio como el recriminatorio rostro sin afeitar del padre, tanto, que si encontraras tirado en suelo un trozo de pan lo cogerías, lo abrazarías a escondidas y lo apoyarías en el alfeizar de una ventana.
Era un bullicio tembloroso a cada segundo como las alas de una abeja junto a la mejilla de una flor, eran muchas las abejas del jardín y nosotros estábamos tan cerca de las cosas, que permanecíamos distantes y en la idea de la abeja no podíamos conciliar el aguijón con la miel –¿os acordáis? Cuando no era lo mismo sentarse en un taburete que en un árbol, 155


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en una vieja piedra de molino que en un capitel roto.
Después se extendió el tiempo y el bullicio y el conocimiento en un regreso desde la lejanía, aquí en el tiempo unido, donde cada noche las ranas existen en el campo y el campo en las ranas. Recordad sus voces arcaicas que anegaban el oído de la noche estival, las ranas sentadas sobre sus blandas piernas, discretas y parlanchinas, listas para saltar al agua y listas a su vez para saltar en el aire, dejando tras su salto un deje secreto y el eco de su voz anudados a la columna vertebral del verano –hablo de entonces– cuando las estrellas aún parecían mágicas y misteriosas y el silencio conciliador tenía que mediar con el tiempo para que las voces de las ranas y su eco reencontraran su naturalidad, los veranos perdidos, las noches inmensas, las abejas y las estrellas en el campo infinito, el campo y el silencio y el tiempo.
Todo nuestro y aún más con nuestro recuerdo –decía el extranjero – todo es más feliz, los secretos olivares en las pequeñas colinas con sus ocasos apostólicos, las chozas de caña de los aldeanos colgadas en los árboles que sólo los ojillos de los pájaros iluminaban, las ramas de adelfas que ablandábamos durante semanas en el riachuelo para hacer canastas los negros higos de miel, helados por el alba, cuando dejábamos nuestras sandalias junto a la raíz de la higuera y trepábamos al cielo, no por la escalera, ni por las ramas, sino por las pisadas del aire.
Todas las noches –¿recuerdas?– la gran estrella vigilaba el sueño de pastores y pescadores como el ojo del Todopoderoso y las piernas de las mujeres al quitarse las medias eran anchas y refulgentes, iluminaban las grandes terrazas en donde ponían a secar la uva negra iluminaban los taburetes y las puertas; antes de dormir, las mujeres cepillaban sus largos cabellos con movimientos hieráticos, cual si humedecieran sus dedos en ocultos ríos verticales, 156


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cual si hablaran con algún otro amante, cuando los hombres ya se habían dormido y su afanosa respiración hacía crepitar sus rizados bigotes cual las espigas secas del campo. Las mujeres, grandes, misteriosas, solas, casi independientes y autónomas, continuaban una conversación invisible mientras se peinaban, como si dictaran una alianza con los altos estratos de la noche, y ratificaran uno a uno los artículos de las estrellas con un descuidado movimiento de la cabeza, una alianza con las copas de los plátanos, de los eucaliptus y de los cipreses, y las mudas fuentes, con las complejas raíces del agua, y las ranas, conformes en las verdes riberas desbordaban la corona de la noche haciendo un sombrío intercambio para ocultar el silencio de las mujeres, para ocultar sus miradas, su soberbia y su soledad.
Una lechuza petrificada en el techo las miraba con sus dos redondísimos luceros, fingía no verlas y ellas fingían no verla pero bajo su antaña esclavitud, entre dos pequeñas galerías subterráneas hacía llegar hasta sus venas su fija luz.
Mujeres inaccesibles, despóticas, eternamente vírgenes, amigas de la noche, amigas de la muda vegetación se habían encontrado con las brujas en sus profundas cuevas de piedra llenas de ciegos murciélagos y cuando echaban sal a la comida, nunca sabías qué estaban preparando; la cazuela, el puchero, la sartén llevaban una máscara de hollín; no revelaban los secretos de la mujer, no revelaban las hierbas secretas, las combinaciones de su cocina, su soledad al cortar el perejil cuando planchan en el cuarto hasta la noche y la luna las sorprende en la ventana abierta y ellas se cuidaban de no pisar el baldosín de la luna en el suelo cuando la ropa interior planchada, colocada sobre la mesa 157


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es como las hojas sin cortar de los libros que ellas leyeron y conocen por ello todos los misterios de nuestro cuerpo.
Nosotros ignoramos sus conjuros cuando relucen en el jardín con tierra los cacharros y centellean los cacharros al sol como terrenales cuerpos celestiales y centellean también las mujeres entre el triunfo de su hegemonía ante las mudas tropas de las cosas cerradas.
Ignoramos la obstinada libertad de su silencio cuando se niegan a enojarse, su orgullo cuando la humildad dobla sus pestañas, su numerosa defensa, como las apretadas cortezas sucesivas del ajo fresco, ¿qué significan estas frágiles prendas? ¿Qué se callan?
¿Qué pertrechada virtud protegen tras sus diáfanas sonrisas, en la ensangrentada tarde de otoño, cuando los pasos de la Virgen son traicionados por el crujir del heno y las hojas secas, por las marcas luminosas que a lo largo del camino dejan las humildes pisadas de los burros, los bueyes y las ovejas?
Y ellas tienen una gota de sangre redonda en sus vestidos y un imperceptible ay en sus bocas por la aguja que les habría pinchado el dedo al despistarse cosiendo.
¿Qué ataque organizaron las silenciosas criaturas de Dios en su amor solitario?
Lo ignorábamos todavía.
Las mujeres robaban al hombre la simiente y sembraban solas el campo, tenían su propios dominios, infranqueables. Paseaban sacudiendo en la embriaguez de la creación sus redondeados vientres al pie de los naranjos de la primavera cual si llevaran bajo sus blancos delantales pequeños globos terráqueos.
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Las mujeres callaban decididas, pertenecían al futuro, avanzaban cuando los hombres se paraban sin cesar ante el arado y cuando sujetaban la hoz como la cansada ceja de la luna en la vaguedad del atardecer.
Ellas, solas en el huerto de altos girasoles, esperaban seguras el parto y los girasoles les iluminaban el cuello y el rostro con círculos brillantes y las primeras pecas rosadas en sus grandes frentes, eran las secretas señales de la vida eterna como los bulbos de las plantas, las patatas de los ciclámenes como las secretas raíces de los árboles que trabajan sin que los oigamos o los veamos.
Siempre es un nacimiento –decía el extranjero– y la muerte, una suma, no una resta. Nada se pierde, por eso los hombres cuando sienten miedo por su trabajo, por la desgracia, por el vacío, por los periódicos, por el recuerdo de las guerras, por el crujir de las articulaciones de sus dedos o por el grito del sol al atascarse en sus huesos, cogen a sus mujeres como si agarraran las ramas o las raíces de un árbol sobre el abismo y allí levitan cual si lucharan o jugaran con el caos; y las mujeres lo saben y cierran los ojos, no dicen no, esperan; y cuando ellos vuelven a dormir ellas velan, también son sus hijos, como sus hijos los criarán lo mismo que a ellos, los alimentarán con su pecho y con su silencio o su negación algún día les darán a beber de nuevo la sed de la unión; y una enorme y oscura ola redondeará su ímpetu bajo los costados masculinos, preparada para golpear de lleno las barreras, para arrollar las barreras hasta extinguirse en la arena cotidiana, en los pequeños guijarros, en el cansancio, en el olvido 159


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Yannis Ritsos
sin encontrar muchas veces dónde golpear la roca, para sacudirse elogioso a lo alto como la catarata inversa de una intensidad hecha pedazos. Las mujeres, como si no hubieran visto su baja ola, los dejarán acostarse se ocuparán de las labores del hogar que mantienen sus ojos agachados se arrodillarán delante de la artesa para coger la masa al atardecer como si no repararan en el casco de los hombres que cayó al suelo, lo recogieron tranquilas como si fuera una maceta de barro; allí plantarán luego flores, pequeñas flores hogareñas, unas flores azules de cinco pétalos, les zurcirán los calcetines junto a la lámpara con ese paciente huevo de madera, les zurcirán su agujereada confianza, porque los hombres andan mucho, se cansan mucho, temen mucho, guerrean mucho, y son gallardos con sus bigotes retorcidos, su vello salvaje y sus salvajes órganos y son niños que no conocen siquiera su fuerza, sólo de peleas y de bravatas saben, pues ellos no aprendieron la plena espera de meses y meses ni la otra eterna, ellos no llevan la vida en sus entrañas, no la alimentan con sus entrañas no oyen los pasos del que llega en ellos, no son la tierra, sólo la semilla que se echa en ella y después, el agotamiento y el sueño.
Un dormir ancho y profundo sin sueños (los sueños pertenecen a las mujeres), pero un día los hombres mientras duermen oyen su sueño, oyen sus propios pasos en el sueño como si se hubieran levantado de una ceremonia las perfectas estatuas, como si las piedras, los ríos, los bosques hablaran y su conocido sueño abraza la tierra, el aire la tierra con las mujeres, los niños, los siglos.
Este sueño se convierte en el conocimiento de toda la extensión de nuestro reino, una escala tendida en medio del infinito, el gran despertar de toda nuestra fuerza en toda la luz 160


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y entonces los hombres se vuelven y sonríen y esperan con la serena postura de lo logrado como si un rato antes hubieran cortado en sus rodillas un río con sus dos manos, con tanta serenidad, que las mujeres se asustan, se pierden en la cocina, incensan los iconos preparan salvia y ventosas queman clavo en la llama del candil vierten gotas de aceite en el vaso de agua hacen la cruz sobre el pan y sobre la cama, pero la sombra de la escala de madera sube al techo y las trenzas mueven las cebollas por vientos invisibles como las velas de los barcos que les compran sus hombres y en los cazos colgados se reflejan rostros desconocidos de la antigua familia que regresa.
La cruz trazada sobre la masa se eleva la cal del hoyo del jardín comienza a bullir, los gallos cantan toda la noche como si amaneciera siete veces, como si no anocheciera nunca y los rostros de los varones, incluso los de los mozos más jóvenes centellean en la noche llenos de salpicaduras de cal, como si todo el día estuvieran construyendo una iglesia de desnudas columnas y gigantes ventanales sin vidrieras de colores, sin imágenes, sin epitafios, de una elevada blancura sin sombra, sin herida, sin muerte.
Y es como salir del tiempo, como paralizar el tiempo, como paralizarlo por la velocidad del pensamiento, del recuerdo y del sueño y por la paciencia de la acción humana.
Es una unión –dijo– del hombre con la mujer, del silencio con la voz, de la vida con la poesía y el silbido del silencio entre las cerraduras de las casas ya no se lleva a cabo a nuestras espaldas y el soplo de la noche entre los agujeros de las estrellas no es una consigna 161


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para algún otro a quien tu no ves y te insinúa.
Las puertas de abajo y de arriba se quedan abiertas de par en par, sopla por doquier con franqueza el viento se limpia el ambiente, las llaves se inutilizan ellas solas y todo el campo antiguo y huesudo tiembla entero a media noche, por el rumor de los grillos, los gritos de las ranas y el serrar de la galaxia y la luna que se eleva ceremoniosa por el horizonte es como un cubo mojado nuevo que sube el agua del silencio de los Infiernos.
Entonces, los huesos de los griegos, los vénetos, los francos, los turcos, los griegos, enterrados bajo montañas enteras de años y tierra, se articulan fuera de sus verdecidas armaduras y sus ropas podridas, cuerpos desnudos, sensibles, íntegros, firmes y sensuales en su primer contacto con los sentidos, no son hostiles el uno con el otro, no son rivales, su sola arma es el antiguo deseo, nuestra sangre, nuestro recuerdo.
Las manos de los hombres se ensanchan, el pulgar se convierte en un gran puente sobre los siglos, los montes son como fecundos pechos de mujer, pulidos y firmes hinchados por la leche.
Y los sagrados útiles humanos cuelgan de los clavos de la casa o los talleres tranquilos, serios, tolerantes, como si no existiera la separación ni el abismo, ni la ausencia, ni la privación.
La dentada sierra con la alargada forma de un milenio, el martillo como la estatua del puño masculino, la hoz como el regazo abierto del amor; y las metálicas tachuelas como los porfiados dientes que devoran la distancia y lo desconocido, hasta los clavos de madera que clavan los zapatos son como pequeñas estrellas en su bajo y útil firmamento.
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La termita detiene de pronto su trabajo y se para a escuchar los densos y coordinados pasos de las vides, las semillas que abren sus alabeadas puertas y el negro pulgón que asediaba las bermejas hojas del granado, se amontona en el suelo y las rosas suben a los jardines. En este instante los hombres adoptan otra familiaridad con las estrellas. Cuando con el pecho desnudo se inclinan sobre la ventana es como si cortaran con un cuchillo un melón y arrojaran sus ricas semillas bajo la noche. Y el chirriar de las viejas tablas bajo los desnudos pies de la mujer que se levantó a media noche adopta franqueza y bondad, como si el carcomido suelo le dijera “Pisa tranquila, los niños duermen serenamente. Les ha bajado la fiebre”. Y las mujeres sonríen solas de nuevo en la sabiduría de la duración y los niños sonríen en su sueño, como si por fin aprendieran el secreto de la arquitectura en su propio secreto por los baluartes de tierra de las avispas con sus muchos agujeros abisales y por las céreas celdillas hexagonales de las abejas.
Tal vez así aprendimos también nosotros más tarde de los niños que fuimos, de las mujeres, de las abejas, de los astros, del recuerdo, de la acción, de la voluntad el orden y la economía de la naturaleza, de la casa, del despacho, de nuestro cuerpo.
Todo es nuestro –dijo el Extranjero– todo lo de este mundo, hasta nuestros muertos, los llevamos en nuestro interior, sin estrecheces de espacio, sin ser un peso, continuamos sus vidas desde los profundos pórticos y las desoladas raíces, sus propias vidas, toda la nuestra bajo el sol. Justo entonces se hace una gran tranquilidad y una gran nitidez, se distinguen a los lejos las azules islas y los islotes que nunca hasta entonces se habían visto 163


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y se oye con claridad el coro de muchachitas desde la otra orilla de las muchachitas que se marcharon pronto, dejando a medias su primera conversación con una margarita.
Os decía, en fin, que la muerte no existe –concluyó el Extranjero apacible, sencillo, tanto, que nosotros sonreíamos sin dudar; no tuvimos miedo de los espejos cubiertos. Un sol triangular había crecido en la pared de enfrente. La cámara norte relumbraba entera por un reflejo perenne. Nos llegó el aroma de montañas de frutas que descargaban en las fruterías.
Oímos los golpes de la herrería vecina y los tranvías que giraban junto a las carnicerías.
Teníamos la firme sensación de una increíble y pacífica cosecha de grandes tomates cuádruples y azucarados, colocados con cuidado y orden en cajones rectangulares que se transportaban desde las zonas rurales directamente a los mercados y a los bulliciosos puertos.
Enormes coches recorrían los caminos bañados de sol como misteriosos montes purpúreos.
Nos levantamos, destapamos los espejos, nos miramos, y éramos jóvenes hace miles de años, jóvenes tras miles de años, porque el tiempo y el sol tienen la misma edad, nuestra edad; y esta luz, no eran reflejos sino nuestra propia luz filtrada a través de todas las muertes.
Este extranjero era el más cercano a nosotros. Las mujeres le calentaron agua para lavarse, los hombres salieron a comprar de comer. La muchacha más joven de la casa trajo toallas limpias, un pequeño jabón de aroma a rosa una bacía de agua caliente, la brocha de afeitar y la apoyó junto al espejo desnudo.
El vapor del agua caliente fue empañando poco a poco el espejo como si volviera a vestirlo 164


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y el rostro del extranjero, que empezaba a afeitarse entre espumas, parecía en el recto espejo bueno, joven y suave como la luna de la aurora.
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ÍNDICE I. Cronobiografía de Yannis Ritsos .................................................... 9 II. Cuarta dimensión ........................................................................ 18 III. Fechas de composición y publicación de Cuarta dimensión ....... 26 IV. Breve nota bibliográfica ................................................................ 27 La ventana ............................................................................................ 31 Claridad invernal ................................................................................. 43 La sonata a la luz de luna .................................................................... 51 Orestes .................................................................................................. 61 Perséfone .............................................................................................. 79 Áyax ...................................................................................................... 93 Helena ................................................................................................ 107 Fedra .................................................................................................. 127 Cuando llega el extranjero ................................................................. 149


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